Tiene el niño once años cuando está traspasando el umbral del colegio. El edificio no es nuevo. Es el mismo que dos meses atrás dejó una tarde de principios del verano. Pero esta fecha es ya tan lejana, que le parece otro.
No tiene miedo el niño, aunque sabe que nuevas aventuras, y muchas de ellas desagradables, le esperan, ocultas y acechantes, como lobos solitarios aguardando escondidos a la víctima ingenua o débil. Detrás del edificio del colegio, el patio enorme: albero endurecido, agudas rocas y peñascos como cuchillos, suciedad, valla de ladrillos rojos y alambre oxidado formando rombos,... Poco a poco el patio se va llenando de niños, corriendo, gritando, jugando; el polvo que se levanta; un balón de fútbol, y el niño corriendo tras el delantero del equipo contrario. El gol que parece inevitable. El niño que no llega. El delantero que no cede, que continúa. De repente, se va haciendo el silencio, leve al principio y más denso después; el delantero que se frena; el niño que alcanza el balón y logra darle un puntapié; él parece el único en no haberse dado cuenta de que desde unos instantes todo se había parado. El balón que sale rodando por detrás de la portería y que lentamente va aproximándose a la valla del fondo. En ese momento el niño levanta la cabeza y observa la silueta delgada del individuo que acaba de saltarse la valla y que mira hacia el patio con insolencia. El niño que fuiste recuerda aún la risa silenciosa, los dientes grandes y amarillos, la mandíbula abultada, los ojos pequeños, la frente menuda y el cabello rubio y grueso en el rostro de ese joven de unos quince o dieciséis años al que todos conocía como El Tarugo. El juego se había terminado.
El Tarugo era el hermano o el primo tonto de El Johny, pero daba más miedo que éste. La tarde no presagiaba nada bueno. Sin borrar la sonrisa de su boca, el Tarugo se agachó, con elegancia, delante de todos y agarró el balón. Lentamente fue cruzando el patio con zancadas largas sin dirigir la mirada a nadie específicamente y lentamente también se dirigió hacia el portalón del colegio que se encontraba cerrado. Se paró cuando llegó a unos dos metros del mismo y miró hacia la casetilla del conserje. Parecía increparle algo así como: ¿Qué haces que no abres? ¿No ves que soy yo, el Tarugo? ¿O es que quieres que te reviente la cara?
Mario, el dueño del balón, miraba al Tarugo sin decir nada. Miraba al Tarugo que se llevaba su balón y nos miraba a todos sabiendo que nadie iba ni a hacer ni a decir nada. El juego se había terminado.
Justo cuando el conserje iba a abrir la puerta se acercó la señorita Eloisa. Era una maestra nueva en el colegio, mayor, de unos cincuenta años. Vestía con falda larga, de colores. Y llevaba un pañuelo anudado al cuello.
Se acercó de frente al Tarugo y le preguntó: ¿Y tú, quién eres? El Tarugo no le respondió nada. Seguía sonriendo. ¿Qué edad tienes? ¿Eres de aquí, del colegio? Ven -le dijo-, dame el balón.
El Tarugo escondió el balón tras su espalda. Seguía sonriendo en silencio. Tras unos segundo dijo: ¿A cambio de qué?
La señorita Eloisa preguntó: ¿Cómo? ¿A cambio de qué? No tengo que darte nada. Ese balón no es tuyo. Devuélvemelo, -dijo- alargando el brazo hacia el Tarugo. Éste agarró la mano de doña Eloisa y la depositó sobre su hombro.
En ese instante llegó el conserje, casi un anciano. Con voz trémula, abriendo el portalón del colegio, dijo: doña Eloisa, déjelo estar. Es el Tarugo, el hermano del Johny. No se meta en problemas.
La señorita Eloisa apartó la mano del hombro del Tarugo y preguntó: ¿Problemas por qué? No creo...
Pero el Tarugo ya estaba saliendo del colegio con el balón en sus manos.
Al llegar al umbral de la puerta se giró y le dijo a doña Eloisa: Oye, tú. Si quieres que te devuelva el balón, déjame ir a tu clase.
Y así fue cómo el amigo Mario recuperó su balón y cómo doña Eloisa perdió su sosiego y cómo el Tarugo volvió al día siguiente a la clase del niño para fastidio general de todos.
El niño creía entonces, y tal vez lo sigas creyendo aún, que el Tarugo era un imbécil. Tal vez su hermano o primo Johny no lo fuera; el Tarugo guardaba silencio no porque tuviera nada que ocultar, sino porque no tenía nada que decir. Esto creía el niño entonces. Porque no es que no dijera nada, es que no hacía nada, nada más que estar. Es decir, mostrar y exhibir continuamente su presencia. Y su presencia se encontraba tras una imborrable sonrisa, incesante: a veces incluso son sonido: Ja, ja, ja. Pero habitualmente, en silencio.
Tal vez la señorita Eloisa quisiera verdaderamente, como ella decía, recuperar al Tarugo.
El primer día en clase le preguntó: ¿Cómo te llamas? Después de un largo silencio, él logró decir: Llámame Tarugo. Sí, te seguiré llamando Tarugo, pero tienes que decirme cuál es tu nombre. Tengo que abrirte una ficha. Pero el Tarugo permanecía en silencio con su sonrisa dibujada en su boca, mostrando con ella sus dientes amarillos.
¿Cuántos años tienes? -seguía preguntado doña Eloisa. ¿En qué año naciste? ¿Cuándo es tu cumpleaños?
¿Tienes madre? ¿Cómo se llama tu madre?
¿Y padre?
¿Tienes familia?
Pero el Tarugo no respondía a ninguna pregunta. Tampoco dejaba de sonreir.
Después de varios minutos, en los que la señorita, desesperada, ya estaba por hacer otra cosa, el Tarugo dijo de nuevo: Te he dicho que me llames Tarugo.
Doña Eloisa intentó continuar con la clase de matemáticas mientras el Tarugo, sentado en la misma mesa de la maestra, jugaba con una pelotita de goma verde y con unos poliedros regulares de plástico. La clase continuaba con dificultades, porque el Tarugo parecía divertirse haciendo una torre de poliedros y derribándola con la pelotita. Una y otra vez. A cada rato la construcción duraba menos y el ruido era mayor.
Una cosa tuvo de buena la llegada del Tarugo al aula: nadie decía nada ni se movía siquiera. El silencio era total.
Otra cosa trajo buena también la entrada del Tarugo en el colegio: en el patio podíamos jugar al balón sin que nadie nos lo quisiese quitar. El Tarugo se colocaba junto a la valla, detrás de la portería, y allí permanecía todo el tiempo del recreo mientras el resto de niños jugábamos sin problemas. Este era el único momento de normalidad aquellos días. Porque después, cuando volvíamos a la clase, volvía otra vez el silencio y el miedo. El niño recuerda el miedo que le daba la mirada del Tarugo y se preguntaba: ¿A la señorita Eloisa no le da miedo? Sus ojos claros, su nariz pequeña, su enorme mandíbula y sus dientes abultados, su sonrisa fija ¿no le daban miedo?
Tres días vino el Tarugo a clase y durante los cuales su conducta no cambió nada. Al tercer día el Tarugo seguía en silencio, mirando con insolencia y sonriendo bobamente. Pero en las últimas horas de esa mañana, después del recreo, escuchamos la voz del conserje detrás de la puerta del aula, diciendo: No puedes entrar, mientras se abría la puerta del aula.
El silencio se hizo muy espeso. El Johny apareció en el umbral de la puerta. Miró en todas direcciones. El Johny no sonreía y no se parecía a su hermano. Paró sus ojos en los del Tarugo y le dijo: Vamos. Tenemos que irnos. Y se fue escaleras abajo con el conserje a su espalda.
Como si tuviera un resorte el Tarugo se levantó de su mesa que era la de la seño Eloisa, tiró los poliedros regulares al suelo y la pelotita de goma verde por la ventana y cruzó la clase muy lentamente, con elegancia incluso. El niño pudo verlo caminar despacio como lo había visto caminar cruzando el patio el día que se llevaba el balón de Mario.
Una vez pasado el dintel de la puerta, antes de que pudiera bajar las escaleras, doña Eloisa logró alcanzarlo y agarrarlo del brazo. ¿Dónde vas? -dijo. Él se zafó de la mano de ella. No puedes irte, siguió diciendo, y se interpuso entre el Tarugo y las escaleras.
Él, sin dejar de sonreir, metió su mano derecha en el bolsillo de su pantalón y extrajo un objeto metálico. Después el niño comprendió que era una navaja. La abrió delante de los ojos de la señorita Eloisa y, sin dejar de sonreir, el Tarugo colocó la punta de la hoja del cuchillo en el cuello de la maestra, diciendo: ¿Quieres que te corte un pedacito de oreja? Ella dio un paso atrás y calló rodando por las escaleras.
El Tarugo bajó despacio, pero con cadencia. Cuando pasó junto a la vencida doña Eloisa, el niño pudo ver que el Tarugo ni siquiera miró la brecha que ésta tenía en su frente.
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