" ... de la négation éperdue du chasseur dans le chant d’amour du coq de bruyère".
(André Breton, Constelaciones. "Constelaciones de Joan Miró", 1959).
"... el extravío que niega al cazador en el canto de amor del urogallo".
Debía ser muy joven aún, niño, cuando tuvo su primera experiencia artística. Recuerda que agarrado de la mano de su madre iba todos los domingos, muy temprano, a la iglesia que estaba emplazada en la calle alta. Recuerda también el fresco o el frío, a veces, de ese paseo, y cómo la entrada en la iglesia era una forma de recogimiento. Una vez dentro la madre le quitaba la bufanda y el gorro mientras él se desabrochaba el abrigo. Entonces ella se marchaba a un rincón en la cara norte del templo y junto al altar donde se encontraba el cofesionario. Mientras el niño se quedaba observando los detalles de los cuadros que adornaban las cuatro capillas y las paredes de la iglesia. Debían ser de los siglos XVII y XVIII. Estaban muy deteriorados y apagados, oscuros por el paso del tiempo, y cubiertos de polvo. No obstante en esos cuadros podían observarse detalles que al niño lo transportaban a un estado extraño, místico diría si no se me malinterpretase, como si lo sacasen de sí. A veces se quedaba admirando unos ojos azules y acuosos de un angelote o un pajarillo que apareciese en algún rincón, o una mano venosa y delgada,... Después, cuando su madre terminaba de confesar, el niño volvía a abrocharse el abrigo mientras su madre le colocaba de nuevo la bufanda y el gorro, y salían a la plaza de vuelta a casa.
Algunos años después, tendría unos ocho años, el niño le propuso a su madre:
Madre, ya no quiero acompañarla más a la iglesia para que usted se confiese.
¿Y eso? ¿No quieres venir conmigo? ¿Ya no quieres seguir admirando los cuadros de la iglesia?
No es eso, madre. Ya me conozco los cuadros de memoria. Le quiero hacer una proposición.
¿Cuál, a ver?
Verá, madre. Mientras usted va a la iglesia, yo me puedo quedar en casa y pintarle en una tela un objeto de la casa para que usted pueda verlo a su regreso.
¡Ah! ¿Quieres pintar?
Sí, madre. Necesito retales viejos, pinceles y botes de pintura.
De acuerdo. Mañana vamos a la papelería a ver qué tienen por allí.
Y así fue cómo comenzó el hábito de pintar por parte del niño.
Primero hizo algunos ensayos, probó los pinceles, mezcló colores, lavó los retales,... hasta que llegó el domingo y su madre, muy temprano, salió de casa para acudir a su cita en el templo de la calle alta. El niño permaneció solo en casa, ahora su particular santuario, clavó la tela con unas tachuelas a un bastidor, puso algunos colores en una tabla y blandió los pinceles para pintar algo. No sabía qué podría pintar: el búcaro que estaba en el rincón de la cocina le parecía muy difícil, además le daba el sol a un costado y los colores eran... irreproducibles, pensaba. El fuego de la chimenea..., imposible, ni formas ni colores definidos. Finalmente se decidió por pintar su propio pincel: parecía fácil, monocolor -creía-, de formas definidas,... Al final logró pintar un aburrido pincel flotando en una atmósfera verde oscura.
Él estaba muy orgulloso de su obra cuando volvió su madre de la iglesia:
A ver, ¿qué tal? ¿Cómo te ha ido? ¿Has pintado algo?
Sí, madre. Respondió muy contento el niño y le enseñó el dibujo del pincel.
La madre lo contempló con asombro y le dijo:
Pero, eso... ¡es un pincel!. Y está muy bien dibujado. Es asombroso Miguel. Ya eres un pintor.
Bueno, madre. Es el primero. Espero que en los próximos vaya mejorando mi técnica.
La madre no quiso decirle que comprar un pincel y colores para pintar un pincel, no parecía algo de mucho provecho, aunque era lo que verdaderamente pensaba.
Y así fue como el niño comenzó a pintar. Primero todos los domingos, pero pronto todos los días y casi todas las horas. Siempre estaba con su batín lleno de manchurrones, con el pincel en la mano derecha y con la tabla de colores en la izquierda. Después de pintar objetos de la casa, empezó a pintar objetos de la calle: los que se veían a través de las ventanas de la planta baja y, después, los que se veían de la primera planta: un naranjo, una rueda de carro, la sombra de un gato,... Más adelante se atrevió a pintar paisajes: su calle arriba, su calle abajo, el tejado de la casa de enfrente con un trozo de cielo. Por último la emprendió con animales y personas: el gato de antes, su vecina Felisa, su abuelo sentado en una silla junto al portalón,...
La verdad es que su madre notaba cierto progreso en las obras de su hijo, pero en su interior, creía que su hijo no tendría futuro como pintor. No obstante, le faltaba tiempo para irle a comprar botes, pinceles y lienzos.
Y así fueron pasando los días, hasta que llegó el momento en que el niño se sintió con las ganas y con el atrevimiento de llevarse uno de sus cuadros al colegio. Escogió para tal acontecimiento un cuadro que había terminado la tarde anterior en el que representaba un paisaje de las afueras del pueblo: un campo de trigales verdes que se extendía hasta el fondo del paisaje. Podía verse también un camino amarillo en el centro, que igualmente se perdía serpenteando hasta el fondo y en la base del cuadro, junto al sendero, el carro viejo y abandonado de Luis, el loco. El cielo era de un azul intenso.
Iba el niño muy ufano con su cuadro envuelto bajo el brazo camino del colegio. Llegó al patio el primero y allí se colocó en su sitio, el que ocuparía después la fila de su clase, con la maleta en una mano y el cuadro en la otra. Fueron llegando algunos compañeros que le preguntaban:
¿Qué llevas ahí, Miguel?
¿Eso qué es?
Ahora lo veréis. Cuando entremos en la clase.
Todos tenían curiosidad e impaciencia por ver qué traía Miguel envuelto bajo el brazo.
Otro niño dijo:
Es un cuadro. Yo he visto a la madre de Miguel comprar pinceles y botes de pintura en la papelería. Ya veréis.
A Miguel no le gustaba mucho ese niño. Siempre le pareció un poco bruto e impaciente. Además hablaba mal de muchos compañeros y de sus hermanos o padres.
Formaron la fila y fueron todos los niños entrando en sus clases.
Cuando Miguel llegó a su putitre puso encima su cuadro, los desenvolvió para que todos disfrutaran de su obra. Los niños se arremolinaron sobre ella. Todos querían ver lo que Miguel había pintado y todos pudieron reconocer el camino de salida del pueblo, el carro del loco Luis, el campo de trigo y el cielo azul. Entonces el bravucón de antes, que todo lo sabía, agarró un trozo de carbón y sonriendo dijo:
¡A ver! Aquí falta algo: falto yo. Y con la punta del carbón dibujó con tres trazos en el centro del camino, arañando la pintura, una figura monstruosa diciendo:
Ahora está bien y completo el cuadro.
Todos quedaron en silencio, aguardando.
Pero, ¿qué haces? ¿Bien? -preguntó Miguel-. ¿Completo? Pero si eso... eso...
Miguel no pudo reprimir unas leves lágrimas que nadie quiso contemplar.
Bueno... si no me ha salido bien el dibujo -dijo el bravucón- es porque yo no tengo ni pinceles ni colores como tú.
No hay comentarios:
Publicar un comentario