Tu ausencia y mi angustia, pústulas nuestras,
ultiman una tumba, su cúpula de luz lunar,
para ubicar, hasta nunca,
la húmeda úvula última
de mi animálcula culposa.
Con el mechero clipper entre sus dedos, comprobó una vez más, como lo venía haciendo desde hacía semanas, cómo el aire estancado invadía toda la estancia. Lo encontraba en el salón y en la cocina, también en los baños, pero sobre todo ese aire viciado y sucio, polvoriento y seco, lo encontraba en el dormitario, que alguna vez fue el suyo.
Esto fue lo primero que me dijo el día que la conocí en un pub nocturno de Murcia. Ella estaba medio sentada en un taburete y con los codos apoyados en la barra. A su lado había un hueco que yo aproveché para ocupar y pedirme desde él un güisqui solo son hielo. Al principio no me percaté de su presencia. Yo solo quería beber algo después de una dura y difícil jornada de trabajo. No había estado nunca en Murcia y no conocía a nadie allí. Después he ido otras veces y he repetido el bar, pero nunca más me encontré con ella.
No era tan mayor como en principio me pareció. Creo que no sobrepasaría los cuarenta años, aunque aparentaba no menos de sesenta. Muy delgada, conservaba rasgos que hacían pensar que en otro momento había sido bella. Miraba las cosas pasando su vista delicadamente por encima de ellas, pero sin permanecer mucho tiempo sobre sus figuras. Creo que este era el rasgo más característico de su inteligencia. Sin mirarme, pero con la suficiente voz como para que yo pudiese escucharla sin esfuerzo, por encima de la música de jazz de estaba recogida en el interior del sótano que era ese local, dijo: "el aire estancado invadía todo el dormitorio que una vez fue el mío".
Después siguió hablando. Más bajo, pero con el suficiente volumen como para que yo pudiera seguir escuchándola. "Siempre me supe culpable". Pero no pronunció esta frase como una justificación, sino, simplemente, como una descripción. Es decir, su probablemente enorme sentido de culpabilidad, no era una justificación de lo que pudiera haber hecho o no, sino más bien, una descripción de su vida. O, al menos, así lo interpreté yo. "¿Culpable de qué?" ‒pregunté. Creo que fue entonces cuando ella se percató de que había alguien a su lado que la estaba escuchando. Creo también que su reacción, fijando su mirada en su copa, fue más un sobresalto de sorpresa que una reacción propia de quien quisiera contar algo; no obstante, decidió seguir hablando. "Culpable de todo", ‒dijo y enmudeció unos segundos que se me hicieron muy largos. Después de dar un trago de dos buches para apurar su copa, siguió: "De todo. De la muerte de mi madre, de la enfermedad de mi hermana, del rostro triste y desesperanzado de mi padre, de mi soledad, de mi desilusión, de mis putas ganas de vivir". Y diciendo esto esbozó con sus labios una sonrisa hacia el camarero a quien le pidió otra de lo mismo, aunque sus ojos mantenían la misma expresión de infinita amargura o de desgracia profunda y antigua. Pensé que cuando a alguien se le pega la desgracia, ésta te acompaña para siempre, que cuando el espíritu de la desgracia penetra en una mujer, sobre todo en una mujer, su vida se pudre lentamente y se maldice, quedando a merced de misma desgracia para siempre.
"Nunca dejé de ilusionarme creyendo que este sentido de culpa era resultado de una educación lubrificada por una religión inhumana que afirmaba la idea de que la vida era un valle de lágrimas y que todo empezó el día en que una desobediencia estúpida acabó con todas las ilusiones futuras de creer y crecer creyendo que la vida podía ser un paraíso", creo que pensé. Ella continuaba hablando: "Siempre me sentí culpable, incluso antes de crecer en el colegio religioso en que mi padre, solitario, viudo y desencantado con todo, delegó mi educación". Estos son retales de sus monólogos. "Si el alma existe, y es eterna, como me enseñaron, sin duda, la mía debió ser muy mala en una etapa anterior y por ello el castigo en esta vida es inevitable y desborda la posibilidad de soportarlo", ‒dijo también.
Sus monólogos eran inconexos. Saltaba de un lugar a otro sin lógica sucesión. Después empezó a hablar de su apartamento, pero no del que ocupaba actualmente, sino de un apartamento anterior en algún otro lugar de Andalucía (supuse esto por el calor al que en algún momento se refirió). Decía que se había enamorado ingenuamente, que se había entregado con pasión y decisión al amor, que se había casado y que, aunque no había concebido, su vida, entonces, fue feliz. Que incluso llegó a olvidar su otra vida ajena al matrimonio, esa donde la culpabilidad afloraba por doquier y en la que la amargura y la desgracia la invadían. Su piso de entonces era pequeño, pero felizmente bello: las ventanas abiertas casi continuamente, menos en los meses duros y húmedos del verano y en las horas de más calor, renovaban el aire limpio y fresco, llegado del mar. Recordaba cada objeto de su apartamento, los nombraba caóticamente, cada cuadro, el color de las cortinas del salón, la vajilla, los vasos finos y anchos, las sábanas de los armarios y la delicadeza con que se posaban lentamente sobre el colchón de su cama,... recordaba también la dulzura de los gestos y de las palabras de su marido. Atento a todo lo que ella dijera, risueño, contagiaba su alegría incluso a ella. "A punto estuvo de despegarse la desgracia de mi piel", ‒dijo, aunque no parecía que lo dijera con convicción.
"Pero la desgracia triunfa siempre y la única culpable de ello fui yo". "Una aventura pasajera, sin intenciones, que vino silenciosa, sin notarse, una noche breve y un día algo más prolongado,... Mi marido que no puede evitar notarlo, que pregunta, que indaga, y yo que confieso, como si nada estuviera en juego, porque verdaderamente nada lo estaba. La decisión de marcharse, el piso que se se queda solo y que comienza a marchitarse". "Con él se fue la poca alegría que respiraban las estancias", ‒dijo, con una seriedad densa. "Todas las habitaciones, el salón, la cocina, los baños fueron entristeciendose, sobre todo el dormitorio". "Siempre, desde entonces, cerrado, con el aire viciado y estancado como las ventanas de mi alma", ‒creí escucharla decir. "Y la desgracia que se vuelve a imponer, aplastante, inevitable como la misma muerte, necesaria". Ya no podía más cuando, con el clipper entre los dedos decidió oler por última vez el aire podrido de su habitación, su propio olor corporal, su propio aliento y el de su alma. No llegó a pensar que el colchón de viscoelástica con gel frío en su interior podía arder con tanta facilidad. "Y allí acabó mi vida feliz, apenas tres años de felicidad en los casi cuarenta que ahora tengo".
"¡Qué poco dura lo bueno!", ‒dijo apurando de un trago su copa y envolviéndose en un pesado silencio.
Después de unos minutos se marchó sin mirar atrás, sin mirarme un instante. Creo, también, que sin comprender nada de lo que vivía o de lo que le ocurría. Yo, en cambio, no pude dejar de mirarla. Su espalda era muy delgada, algo encorvada. Su pelo recogido en un moño muy tirante dejaba ver unas orejas algo separadas y más bien grandes, pero bellas, sin duda. No sé su nombre, no he vuelto a saber de ella, pero siempre que visito esta ciudad vuelvo a este bar y observo a cada uno de sus clientes con esperanza por si ella aparece y yo logro reconocerla. También sé que siempre seguiré haciéndolo por muchos años que pasen. Tal vez la contemplación de la desgracia sea un espectáculo imposible de eludir.
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