domingo, 20 de octubre de 2024

Tarde de melancolía:

 Martín siempre fue un obseso de las matemáticas. Tal vez por ello desde hacía quince años, todos los 25 de enero, al caer la tarde, a la salida de la oficina, sentía unos vagos deseos al principio, una urgencia irrefrenable después, de subirse al coche y conducir lentamente a las afueras de la ciudad. Siempre elegía, arrogante verbo, la carretera del sur. Circulaba en silencio, con el teléfono móvil y con la radio del coche apagados, con las ventanillas cerradas. Y mientras circulaba despacio, sin ninguna prisa, iba dejando que su memoria fuese construyendo imágenes, pasillos, recuerdos que iban surgiendo sin orden y que parecían ir proyectándose en el parabrisas del coche al que miraba Martín. Estas imágenes iban definiéndose y ganando formas y colores a medida que se sucedían los kilómetros y que avanzaba la noche.

Martín mezclaba las imágenes, tal vez evocadas, sin duda inventadas, con sus reflexiones. A veces incluso se descubría hablándose en voz alta y preguntándose, por ejemplo, ¿si nunca pudimos convivir, si no tuvimos ni un día de paz, si no fuimos felices, por qué te echo de menos, por qué todos los 25 de enero, como el día de hace quince años en que te fuiste, sigo recordándote como si fueras aún el centro de mi existencia?

Después de llegar indefectiblemente a estas preguntas todos los 25 de enero desde hace quince años, y que Martín nunca llegaba a responderse más que tangencialmente, y que siempre brotaban en su conciencia entre el kilómetro 35 y el 60, los años que tenías cuando te marchaste, los años que tendrás ahora, Martín recordaba los muslos de su ex Luisa. Eran fuertes y tersos, delgados. Sus tobillos asímismo muy finos, delicados, quebradizos, diría Martín. Su piel muy clara y suave, sin manchas ni rojas ni de ninguna otra coloración, como la paleta monocroma de un pintor novel. Sus ojos como una tarde de otoño permanentemente anegados de agua de claros que eran. Sus labios... siempre a la espera de lo que habría de venir. Sus senos, tersos, duros, orgullosos mirando hacia mis ojos... Y sobre todo, Luisa, tu ternura dispuesta siempre y sin remedio a acogerme en todas las formas imaginables. Nunca mis sueños estuvieron a la altura de tus manos dispuestas.

Sé que ni tus ojos ni tus senos, que ya habrán sido abandonados por su tersura, ni tus labios ni tu piel que se mostrará con variados colores otoñales, ni tus tobillos ni tus muslos que habrán visto cómo los abandonaban sus fuerzas, serán los que fueron. Pero justamente por ello, no puedo entender, se preguntaba Martín, por qué, Luisa, si nunca fuimos felices te sigo echando de menos y por qué, Luisa, cada 25 de enero, tengo la irreprimible necesidad de subir al auto y marchar por el camino del sur para ir a buscarte, sabiendo que alcanzarte no es siquiera deseable.

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