"En efecto, aquel μήδὲν ἅγαν [medén ágan], esto es, «nada en exceso» prescribe rectamente la norma y la regla de toda virtud según el criterio del justo medio, del cual trata la moral, y el famoso γνῶθι σεαυτον (gnothi seautón], esto es, «conócete a ti mismo» incita y exhorta al conocimiento de toda la naturaleza, de la cual la naturaleza del hombre es vínculo y connubio. En efecto, quien se conoce a sí mismo, todo en sí mismo conoce, como ha escrito primero Zoroastro y después Platón en el Alcibíades. Finalmente, iluminados en tal conocimiento por la filosofía natural, próximos ahora a Dios y pronunciando el saludo teológico, esto es, EI, «Tú eres», llamaremos al verdadero Apolo familiar y alegremente". (Giovanni Pico de la Mirándola, Discurso sobre la dignidad del hombre. Traducción de Adolfo Ruiz Díaz).
Hola -me dijo abriendo la puerta del apartamento con esa su sonrisa permanentemente insinuada-.
Hola -dije yo, mirándole a él, a Pico, el pianista-. ¿Qué haces aquí -seguí diciendo-? ¿Qué hora es?
Y dirigiéndome a ella:
¿Qué está pasando? Es mi turno.
Perdona, Miguel. Se nos ha echado el tiempo encima -dijo ella, mientras Pico, con su cabeza ligeramente inclinada hacia abajo miraba directamente a mis ojos. Este leve gesto, junto a su sardónica sonrisa, le servía para pronunciar intensamente su mirada altiva, mas no insolente-.
Un arrebato de odio me recorrió todo el cuerpo y a punto estuve de lanzarme contra él y romperle la cara. Ella me retuvo agarrándome del brazo.
Ven, Miguel -me dijo-. Pico ya se iba. ¡Vamos, Pico! Tienes que marcharte.
Pico no se inmutó. No cambió su rictus altivo en la mirada. Su cuerpo esbelto, su mano derecha en el bolsillo, su hombro apoyado en el quicio de la puerta, su mano izquierda sujetando entre sus largos dedos un cigarrillo. No dijo nada. Aguardó unos segundos. Esperaba. ¿Qué? Esperaba mi impaciencia.
No, Lucía. Soy yo quien se va -dije-. Avísame cuando quieras volver a verme, pero procura que no esté él. Como lo vuelva a ver contigo, lo mato, -dije mirándo en los ojos vacíos de Pico. Él no se inmutó-.
Me di media vuelta y abandoné el apartamento. Bajé deprisa las escaleras, casi saltando de tramo en tramo. Necesitaba salir de ahí. Después estuve pateando por las calles del barrio. Estuve llorando en silencio. Pero no era tristeza lo que sentía. Era odio. No hacia ella. No podría odiar a Lucía nunca. No importa lo que me dijera o lo que me hiciera. El odio estaba concentrado en la mirada altiva de él, de Pico. Lo tenía todo. Yo le presenté a Lucía. Joven, era ya un pianista de fama local. Nunca entendí cómo podía interpretar piezas de tanta belleza y que requiriesen tanta sensibilidad si él nunca hacía sentido nada por nadie, si era frío y blanco, sin colores ni pasiones, como una nevada.
Horas después recordé que lo había amenazado de muerte. Comprendí que si Lucía no me hubiera agarrado del brazo me hubiera lanzado contra él, contra su mirada, y lo hubiera matado. Recordé que tenía mi mano derecha dentro del bolsillo de mi chaqueta. Estaba agarrando una navaja. Tal vez no quisiera verdaderamente matarlo, pero quería borrarle su sonrisa. No existe una esponja que pueda borrar esa mirada. Solo un puñal puede hacerlo, pensé, y seguí caminando toda la noche. Creo que estuve en lo de Proclo. No recuerdo cuánto bebí, pero hoy ni tengo dinero en la cartera ni puedo soportar el dolor de cabeza.
¿Por qué Lucía se había confundido de hora? Si todo había quedado muy claro semanas atrás. Qué días eran míos y cuáles los suyos. Lucía hablaba de no sé que triángulo equilátero. Yo nunca entendí la cábala: no sé cómo las letras que forman las palabras puedan ser números que completen ecuaciones mágicas que revelen realidades ocultas y prometedoras. Lucía sabía enredarlo todo. Yo creo que a mí me quería más que a Pico, pero creo que él la hacía más feliz. Al fin y al cabo él era de noble cuna y sin duda tenía un gran encanto personal. Era músico y su composición estaba construida con silencios. Se mostraba aterrador cuando permanecía callado y con la mirada firme.
Pico enseñó a Lucía a ser libre, pero Lucía lo superó en esta matería. Tal vez por ello olvidase la cita que tenía conmigo. A partir de las cuatro Lucía me pertenecía a mí. Él estaba consumiendo mi turno, me digo mientras recuerdo su mirada altiva con su cabeza ligeramente inclinada hacia abajo, como diciendo "no necesito alzar la cabeza para humillarte, miserable". Mientras recuerdo esa mirada y el robo permanente a que me somete no paro de jugar con la fina hoja de mi navaja. Me gusta oir el sonido que hace cuando pulso la palanca y sale la hoja, desplazando hacia atrás la tapa protectora: una navaja con dos botones, una palanca con dos fulcros, un triángulo equilátero con una base y dos lados convergiendo hasta encontrarse, destinados a cruzarse al final del camino y el camino ya está terminando.
Cuando, semanas antes, le había presentado a Lucía, bella y amorosa, dulce como algodón de azúcar, él le había dicho "nada en demasía". No sé qué quiso decir con esto, pero ella pareció entenderlo a la primera. Tal vez fuera un amor a primera vista, como ella me dijo más tarde, aunque yo no la creyese. Tal vez fuera la arrogancia de quien tiene todo lo que quiere y finalmente acaba queriendo lo que tienes tú, no porque él lo quiera o lo necesite, sino simplemente porque lo tienes tú y quiere que tú no lo tengas. Sólo así puedo entender su mirada arrogante. Creo que ella comprendió aquel "nada en demasía" como una crítica hacia mí, hacia mi amor entregado y apasionado por ella. Tal vez Lucía comprendiese de repente que un amor más frío o distante, si es que esto tiene sentido, le fuese más necesario en el momento en que se encontraba. Y esto, claro, no se lo podía dar yo. Ella me decía: "Tú no me amas. Tú me deseas". Y yo me quedaba mirándola sin comprender nada. "Claro que te deseo, Lucía. Quiero abrazarme y fundirme contigo en un solo cuerpo".
El día en que los presenté, unas horas después de conocerse, cuando yo estaba apartado de ellos y con el corazón roto, el ánimo entristecido y la desesperación en la cara, oí cómo él le decía también "conócete a ti misma". No creo que estuvieran hablando de filosofía socrática. Creo más bien que él estaba intentando convencerla a ella de que él era su destino o algo así. Creo que ella aprendió su libertad en ese momento.
Lucía siempre ha sido muy receptiva y nada impulsiva. Quizá ella necesitara en ese momento escuchar aquello, quizá ella necesitara conocerse mejor y qué guía más oportuno que el seductor de Pico, con su mirada altiva y sus manos delicadas. Quién mejor que sus manos podían tocar la melodía que ella necesitaba escuchar.
Mientras en este día de ruptura y vértigo recuerdo aquél momento en que ellos se conocieron, siento cómo la sangre se eleva hasta mi cabeza y parece que mis sienes y mi nuca van a estallar de pura inflamación.
No eres nada, Miguel. No eres más que un mediocre estudiante de letras sin más futuro que un destino apagado y gris en alguna oficina bancaria o algo parecido. Y esto tirando por lo alto, -me repito una y mil veces-. Tanto esfuerzo de tus padres por lograr sacar lo mejor de ti. Tanto dinero ahorrado para educarte y formarte no han logrado componer un ser humano digno y prometedor. No eres nadie, Miguel. Cómo pretendes que Lucía, tan bella y tan capaz, no quiera ignorarte y apartarte como un vulgar souvenir desde el mismo instante en que tuviste la ocurrencia idiota de presentarlos. ¿Acaso no sabías que Pico es un jaguar?
Sentado en un pantalán del muelle mascullo estas ideas mezcladas de recuerdos y de palabras sueltas y de lágrimas y de una irritación constante.
A lo lejos dos figuras que se acercan. Como por un impulso agarro mi navaja de dos botones en el bolsillo de mi pantalón. Son ellos que vienen cogidos de la mano. Ella por delante. Orgulloso él. Ella que parece querer avanzar más rápido. A unos veinte metros se paran. Él que la agarra del brazo y que le dice algo al oído. Después comienza a caminar hacia mí.
Cuando se situa frente a mí comienza a decirme que era él y no ella quien tiene que hablar conmigo. Que todo ha sido un error. Que él no está enamorado de ella. Que ella me quiere a mí. Qué él se marcha y que no volverá en unos meses, que tiene un contrato para recorrer teatros con el piano por toda Europa. Yo lo escucho sin percatarme de casi nada de lo que dice. La miro a ella, en la distancia, bellísima; está como diciendo algo. A él no quiero mirarlo a la cara. Él que se acerca un poco más hacia mí. Y entonces, tal vez no pueda evitarlo, me mira con esa su mirada, con su cabeza hacia abajo y sus ojos levemente levantados. No puedo soportarle. Como un felino, rápido, saco la navaja, pulso el primer botón, salta el segundo, que misteriosamente se desprende del cuerpo metálico cayendo al suelo, sale la fina lámina, y en un movimiento imprevisto y repentino clavo la punta de la hoja en el costado de Pico, mientras le digo: "No eres, Pico, no eres nada".
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