Nacimos en el mismo año, en el mismo día, y en la misma calle hace más de un sesquicentenario. Los dos morimos también el mismo día y en el mismo año. Muy cerca el uno del otro. Pero sólo uno de los dos se convirtió en fantasma y no soy yo.
Quiero decir que sí, que soy yo el fantasma vulgar y corriente, el que se aparece por las noches para asustar a las viejas y a los niños, el que aunque ya no arrastre cadenas, hace ruídos para enloquecer a los incautos. Pero el verdadero fantasma es él, al que no he podido borrar de mi memoria en los más de cien años que han pasado desde nuestras muertes, el que continúa presentándose cada día y cada noche y cada momento, el que dispone de una sonrisa que me aterra y de una mirada retadora que no logro ni despreciar ni ignorar.
Él murió conmigo o yo lo maté matándome.
Por este mi acto inmundo sigo entre el mundo de los vivos y el de los muertos, y él continúa en mi recuerdo como un castigo por el mal que le hice. Lo hice porque siempre estuvo a mi lado, siempre con su sonrisa, siempre molestándome y perjudicándome, siempre coaccionándome, desde el mismo día en que nací y mi madre tuvo que alejarse de mí para darle de mamar a él. Entonces creía que la vida era el gran valor, el único valor. Iluso. No sabía nada de la eternidad, ni lo suponía. Lo maté por ignorancia.
Tal vez si yo no hubiera muerto con él, hubiera podido vivir unas horas, unos días con su ausencia, en pleno goce, sin mirar atrás por encima de mi hombro, sin temor. Pero, la verdad es que fui muy torpe. Me abracé a él y me impulsé desde el umbral para arrojarme al vacío. Después quise soltarme y lo hice. Me separé unos metros de él y pude ver por un instante cómo se golpeaba la cabeza contra las rocas. Después me tocó a mí. Pero mi golpe fue distinto. Sonó extraño o no sonó. Creo que por ello me quedé atrapado entre los dos tiempos o las dos dimensiones. No obstante, a pesar de morirme, mantengo todos mis recuerdos intactos, sobre todo los suyos. Sobre todo su mirada y su sonrisa. Me siguen matando a cada instante. Su muerte fue mi derrota. Maldigo el instante en que decidí abrazarme a él y saltar.
Tal vez siga sin morirme del todo por el odio que le tuve y aún le tengo. Por este odio que se apoderó de mí, que me invadió desde siempre. Cómo me molestaba su olor. Debe ser por esto: el odio es lo que me impide morirme del todo, creo, y borrar mi memoria y todo lo demás con ello. Estoy desesperado, porque no sé qué hacer para morirme por fin. O tal vez esto sea la muerte: un eterno recuerdo imborrable de todo lo que fue.
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