El patio del colegio no
era cuadrado. Tampoco lo era su organización ni probablemente nada
en el barrio tuviera un orden simétrico o armónico o matemático.
De un lado, una tapia gruesa y alta, más alta que las cabezas de los
mayores, de los otros cuatro lados paredes de distintos edificios, de
distintas alturas. No todos debían ser aularios, porque a veces los
vecinos tendían de los cordeles entre dos edificios la ropa mojada.
El suelo del patio, irregular, era de albero sucio y duro. Los
alumnos accedíamos al colegio por la puerta situada en el centro de
la tapia alta y nos íbamos colocando en filas por grupos de clase.
El primero que llegaba se colocaba al principio de la fila de su
clase y ahí pretendía mantenerse hasta que llegaba el grandullón
de nuestra clase, Nicolás. Aunque traspasase el umbral del patio el
último, siempre se colocaba el primero. Después llegaban los
tutores y se situaban en la cabecera de la fila. Nuestro tutor era
don Juan, el profesor de francés. No era de los más viejos. Cuando
un alumno, de los de los cursos superiores, salía al patio a tocar
la campana, las filas de niños, encabezados por sus tutores, íbamos
entrando por riguroso orden alfanumérico en los pasillos que
conducían a nuestras aulas. «Disciplina
militar», parecía
quejarse don Juan.
La salida del colegio, en
cambio, era completamente caótica. Este caos empezaba aún antes, en
el interior de las aulas. Unos minutos antes de que sonase la
campana, ya estábamos algunos alumnos inquietos por salir corriendo.
Los materiales escolares ordenados sobre la mesa, para, rápidamente,
poderlos introducir en la maleta y salir pitando del aula, a
empujones y en carreras por los pasillos, atravesando el patio entre
gritos y cruzando hacia la calle en la que ya recuperábamos la
calma. El grandullón era de los últimos en entrar por la mañana,
pero también era de los últimos en salir del colegio. Aunque
gritaba y empujaba todo lo que podía, no solía correr. Ahora creo
que aunque alto y grande, entonces también era gordo y fofo. Cuando
se reía, que era casi siempre y por todo, lo hacía sonoramente
dejando caer la saliva por un mentón casi inexistente. No obstante,
Nicolás tenía algo que nos hacía respetarlo como buen amigo.
Recuerdo que debió de
ser un día de primavera, tal vez de finales del segundo trimestre.
Cuando el grandullón llegó adonde estábamos todos, con todos me
refiero a los cuatro que siempre solíamos volver juntos desde el
colegio a casa, preguntó: “¿Qué hacéis, niñas? Os he dicho mil
veces que no me esperéis. Venga, todos corriendo”, nos arengó
mientras le daba un empujón a Manolo, el Canijo. Todos nos pusimos
en marcha y corriendo nos alejamos unos metros dejando solo a
Nicolás.
Desde lejos lo mirábamos
atrás y lo veíamos cargar con la maleta, sudar y jadear. Pero aquel
día, el grandullón iba más despacio que de costumbre, jadeaba
menos, aunque llevaba la camiseta empapada de sudor. Vimos cómo se
paró en mitad de la calle, cómo miró a un lado, cómo se acercó a
una pared y cómo se puso a hablar con alguien. Después se le
acercaron tres más por detrás. Lo rodearon, lo empujaron, le
abrieron la cartera y le desparramaron los libros por la tierra.
Entre los cuatro empezaron a pegarle con los puños y los codos.
Patadas también le dieron. Los cuatro amigos, a unos cien metros de
la paliza, nos miramos, alguno intentó echar a correr, pero
finalmente no hicimos nada. «A
ver, nos ha dicho que lo dejemos solo»,
dijo el Orejas.
Cuando los otros se
fueron y dejaron a Nicolás tumbado en la tierra, dolorido, llorando
y sangrando por un labio y una ceja, nos acercamos a él. Intentamos
levantarlo del suelo, pero él hizo un gesto con la mano, como
diciendonos que lo dejáramos en paz, que no lo ayudáramos. Después,
cuando logró levantarse, solo, nos miró a todos con desprecio.
Entonces yo no sabía bien lo que era esto del desprecio.
Al día siguiente Nicolás
no volvió al colegio. Ni al siguiente ni al siguiente del siguiente.
No volvió en todo el resto del curso.
El Orejas escuchó a su
hermano mayor decir que la paliza se la había dado el Garrotillo con
tres de sus colegas. El Garrotillo era el hermano menor del Garrote.
Éste, el Garrote, era alto y fuerte, pero su hermano menor, el
Garrotillo, era un tipo canijo y enano, que tenía muy mala leche,
según se rumoreaba por el barrio. Era famoso por ser un auténtico
terror sin ningún freno de ningún tipo. El hermano del Orejas le
contó que Nicolás había empujado por error a una niña de otra
clase que era del interés del Garrotillo. Parece que fue por eso por
lo que recibió la paliza. Seguro que Nicolás ni se había dado
cuenta de ello ni sabía por qué había recibido la paliza.
Después de algunos
meses, en verano, estando ya de vacaciones escolares, nos encontramos
a Nicolás al otro lado del campo que había más allá de la
iglesia, junto a los enormes tubos de cemento rotos y abandonados
donde solíamos jugar al despiste. Estaba muy cambiado. Había
crecido aún más y estaba más delgado y fuerte. Nos contó que su
padre había decidido que dejara nuestro colegio y lo inscribió en
otro religioso donde la disciplina y el orden eran mayores. Nos dijo
también que había empezado a ir a un gimnasio en el que hacía
ejercicios todos los días y practicaba boxeo. Por lo visto era una
promesa en este deporte. Verdaderamente sus brazos y piernas eran
musculosos. El Canijo le preguntó que por qué hacía eso. Y él le
respondió que porque cuando estuviera preparado iba a buscar al
Garrotillo y le iba a devolver la paliza que le había dado. Yo le
pregunté que cuándo sería eso. Y él me respondió que ya me había
dicho que «cuando
estuviera preparado».
Pasó todo el verano y
empezó el nuevo curso. El colegio seguía igual, pero, de alguna
manera, echábamos de menos al grandullón. Semanas después, otro,
de otra pandilla, también grande y más bien bobo, lo había
sustituido.
Unos días antes de las
vacaciones de Navidad me encontré con Nicolás más allá del campo
de la Iglesia. Estaba aún más fuerte y grande que la última vez.
Pensé que ese Otro le duraría muy poco a nuestro grandullón.
Adónde vas, Nico
-le pregunté-.
¡Negro! -me
respondió apenas con un susurro y esbozando una sonrisa-.
¿No vienes ya al
colegio?
Después de unos
segundos me respondió:
Mi padre no quiere.
Más tarde dijo:
Ahora me dedico solo
al gimnasio. ¡Mira! -ordenó-. Y se agachó junto a uno de los
enormes tubos de cemento del descampado y lo levantó del suelo sin
apenas esfuerzo. Después dijo:
Súbete arriba.
E, igualmente, volvió a
levantar el pesado y enorme tubo conmigo sobre él.
Estuvimos un rato
buscando sin mucho éxito peleles hasta que me dijo, con una voz muy
baja, que ya estaba preparado para ir a por el Garrotillo y
devolverle lo que le debía.
Yo le pregunté que «¿Por
qué seguía con eso? ¿Si aún no lo había olvidado?»
y él me respondió, con los claros ojos brillando, que «ese
muñeco le había hecho mucho daño y que a él no le pegaba nadie».
Ya estaba cayendo la
tarde cuando se marchó.
Me quedé preocupado y
pensativo, y, por ello, creo, que empecé a seguirlo desde lejos.
Vi cómo se introdujo por
el callejón que hay más acá de la fábrica de naranjas, cómo lo
recorrió hasta el fondo y cómo después giró a la izquierda por un
camino de tierra que llevaba a unas chabolas construidas con todo
tipo de materiales. Yo nunca había llegado hasta allí. Todo me era
nuevo y extraño. Nicolás se acercó a una de las chabolas, a unos
veinte metros y gritó.
¡Eh! Mierda. Sal,
si tienes güevos.
La noche era cálida y
pensé que me hubiera dado mucho miedo si ese grito me lo hubiese
dirigido a mí.
Escuchamos un chirrido y
vi una cancela abriéndose. Me pareció ver, al borde la noche, la
silueta canija del Garrotillo.
Cuando éste miró hacia
la figura de quien lo increpaba se quedó quieto, pero cuando lo
reconoció pude ver un brillo en sus dientes blancos.
¿Qué quieres,
maricón? ¿Aún te debo algo? -preguntó con voz estridente.
Sí, aún me debes.
Tú y tus tres amigos. Y tú me lo vas a pagar ahora -dijo Nicolás
con voz clara y recia, segura de sí-.
¡Vete, si no
quieres problemas! -volvió a decir el Garrotillo después de soltar
una carcajada entre hipos.
Nicolás echó a correr
hacia su casi nulo oponente. Cuando se acercó a él se detuvo en
seco. Lo miró y pareció dudar.
El Garrotillo, quieto, no
dejaba de enseñarle los dientes brillantes. Creo que estos, sus
dientes, fueron los que detuvieron a Nicolás. Después aquél dijo
algo que no pude o supe oír -parecía el graznido o el chirrido de
un insecto- y que hizo que Nicolás recuperara aparentemente sus
ganas de lucha. De un salto se lanzó hacia el Garrotillo, pero
cuando iba a agarrarlo por la cabeza para destrozar al bicho, tropezó
o se le doblaron las rodillas o lo invadió una sensación extraña
de arrepentimiento o simplemente se olvidó de dónde estaba o quizás
se dejase caer. Pude ver al Garrotillo mirarlo con desprecio. Ahora
sí que aprendí lo que esto significaba, y rápidamente sacó, no sé
de dónde, una navaja y se la puso a Nicolás en el cuello,
diciéndole:
Muy bien, maricón.
A lo mejor no eres tan inútil y aún puedes limpiarme las botas con
la lengua. Venga, maricón, lámelas.
Yo vi a Nicolás, enorme
y fortísimo, agachado de rodillas, lamiéndole las botas, llenas de
fango, al Garrotillo. Entonces no pude más y me acerqué corriendo
hacia ambos. Empujé al insecto, que se asustó cuando me vio
aparecer de repente en mitad de la noche, me abracé a Nicolás, lo
ayudé, ahora sí, a levantarse y le dije:
¡Venga! ¡Ya está
bien! Volvamos al barrio. Nadie va a saber nunca nada de esto.