domingo, 2 de marzo de 2025

Importancias relativas:

 

Lo imposible es lo que ocurre visto desde fuera, pero no sabes cómo decirlo.

Crees que fue en el parque grande de las afueras de la ciudad. Estuviste contemplando a una pareja de enamorados: agarrados de las manos, enlazaban sus labios sin despegarlos un instante. Crees que no se hablaban entre sí, pero desde la distancia en que te encontrabas era imposible saber esto. Ella tenía los ojos cerrados; él, en cambio, estaba ansioso por no cerrarlos, por no perderse nada de lo que le estaba sucediendo.

De repente empiezas a elevarse por los aires. Primero muy despacio y como dudando. Te elevas apenas un centímetro para volver a caer a tierra y de nuevo hacia arriba y hacia abajo otra vez. Hasta que definitivamente ocurre el equilibrio necesario y lentamente comienzas a elevarte, como si levitaras, hacia arriba, hacia las nubes, muy despacio. Puedes ver a la pareja de enamorados que sigue con sus besos y sus caricias, ajenos al extraordinario suceso que está aconteciendo a unos metros de ellos. Puedes verlos desde arriba, casi sobre su exacta vertical. Aún puedes identificarlos como dos enamorados, porque no es mucha la distancia que te separa de ellos. Después sigues ascendiendo. Ves las copas de los árboles desde el cielo y ves también el parque entero, no tan grande como parecía desde el suelo, y la ciudad, y sigues ascendiendo hacia las nubes. El suelo parece aplastado o aplanado. Apenas distingues cumbres. Desde la altura de las nubes, las montañas son poco más que una planicie rugosa. Sigues ascendiendo y ascendiendo. Sientes cuando sales de la atmósfera terrestre. Al principio crees que te falta el aire, que no puedes respirar. Te agarras la garganta. Toses. Descubres que no necesitas el aire para nada, que puedes seguir contemplando la Tierra desde fuera de ella y que no le ocurre nada a tu cuerpo. Y sigues ascendiendo, o tal vez sea más exacto decir, alejándote. Se te viene a la cabeza la palabra «extrínseco». Logras ver la Luna a lo lejos y otros astros. Crees pasar demasiado cerca de Marte, y de, supones, Saturno. Pero no estás seguro. Sientes un vértigo, mayor que cuando dejaste la atmósfera terrestre, cuando descubres que has abandonado el Sistema Solar. Lo sabes porque no conoces o identificas nada de lo que ves. Astros y más astros por todos lados. No sabes qué es arriba o qué es abajo. No sabes si estás al derecho o al revés, pero tampoco necesitas saberlo. Tú sigues levitando o ascendiendo o alejándote o viajando. Pasados muchos días, si es que esto puede seguir diciéndose así, ves a lo lejos un extraño punto blanquecino. Es la galaxia de la que partiste. Ves también otras galaxias. No sabes adónde te conducirá este extraño ascenso o viaje. Tampoco parece importarte. Tampoco puedes evitarlo. No logras acordarte de nada de lo que sucedía allá abajo o allá a lo lejos, en la tierra, en tu ciudad, en el parque. Como si todo aquello no tuviera ninguna importancia desde aquí, o como si hubieras decidido que realmente nunca la tuvo. Te sientes no solo, sino único, pero no por ello privilegiado, aunque seas lo más cercano a Dios que ninguna religión imaginara jamás.

Sigues avanzando y crees que estás llegando a los límites del universo, si es que el universo tuviera límites. Comienzas a aburrirte, te cansas de mirar, porque lo que más hay es nada. Piensas: «lo que abunda es la ausencia, el vacío, la nada, la soledad. Lo extraordinario es la compañía, la materia, ésta es lo verdaderamente único y divino, y en ella, en la materia, aún más extraordinario, la vida y la conciencia, y la conciencia de la conciencia». Empiezas a aterrarte. Ahora el vacío te angustia. No puedes desesperarte, pero estás asustado, impresionado, aturdido. Deseas no seguir ascendiendo o alejándote. Deseas huir, por qué no, morir. Pero no puedes hacer nada para lograrlo. Cierras la boca para no respirar, pero no hay oxígeno a tu alrededor. Esfuerzo inútil.

De repente, de nuevo sientes que algo pasa, te has parado en mitad de una noche inmensa. Sabes que no avanzas. Después de unos segundos, quién sabe, o de unos días o de años quizás, empiezas a retroceder, si esto se puede decir así. Comienzas a bajar, a volver.

A lo lejos vuelves a ver tu galaxia y otras más lejanas. Crees identificar más tarde, mucho más tarde, a Plutón y a Urano. Allí ves a Marte y más allá la Tierra con su satélite. «¡Qué verdadera belleza!», te dices.

Notas un escalofrío cuando comprendes que estás de nuevo ingresando en la atmósfera. Vuelves a respirar. Te sientes agotado. El oxígeno te quema los pulmones como si llevaras años sin usarlos. La tierra te parece una enorme planicie. Sigues bajando, ahora sí, volviendo. Identificas los límites de tu ciudad y después los del parque. A lo lejos ves una pareja de enamorados que está besándose tiernamente. Sus manos están entrelazadas. Piensas que no pueden ser los mismos que recuerdas, porque estos, por sus aspectos, tienen no menos de noventa años. Pero tú sabes que son los mismos individuos, que decidieron enlazarse y así han continuado por siempre. Ella, inconsciente quizá, o sabia, sigue con sus ojos cerrados. Piensas: «¡Qué extrañas decisiones toman a veces los humanos!» Y depositas con esta meditación tus pies en el suelo.

Feliz día del inocente:

 

Este hombre o mujer, para el caso que me ocupa es lo mismo, que, como todas las mañanas desde hace más de veinte años o veinte mil, se levanta temprano, antes de amanecer, tal vez también puedan ser doscientos mil, que cree que le gusta el silencio de este único momento en que se prepara un café antes de ducharse y de marcharse a trabajar duramente y a luchar con y contra otros como él para conseguir todo o nada y que observa ese instante en que la luz, por unos segundos, toma tonos rosas y brillantes, anunciando el comienzo de un nuevo y prometedor día, y al final, como todos los anteriores, decepcionante. Que confía en ese momento matutino e inocente en que este día será distinto y único, como únicos son esos segundos en que el sol, apenas en el horizonte, empieza a acariciar la materia con dedos o rayos más rosas que naranjas, confiriéndole a ésta, a la materia, una suerte de espiritualidad mentirosa y falsa, como falsas son las expectativas de este hombre (o mujer) despierto y dispuesto a afrontar lo que tenga que venir y como tenga a bien venir. Con la cara alta y la mirada menos triste que cansada (y eso que aún no ha levantado ese sol traidor, siempre al servicio del tiempo que transcurre inexorable para lograr siempre finalmente llegar por sorpresa al lugar donde todos los caminos se encuentran, por sorpresa, sí, siempre por sorpresa -no importa la edad que creas tener, porque no la tienes, porque no eres nada, comparado con ese sol que gira en un ciclo tan amplio que no puedes abarcarlo en tu pensamiento-, ignorante también del lugar que ocupa, del puesto y función que cumple, colaborador necesario y lerdo, insensato, necio y mineral, en este tránsito de la nada a la nada). Y ese hombre (o mujer) que insiste cada mañana cargando, necio también quizás, iluso, ingenuo, trágico como héroe de sino insoslayable que se dirige, incluso sabiéndolo, hacia un final terrible, o no tanto, porque también y según se piense, sea una salvación, una salvación en el vacío, en la nada, cargando o esculpiendo la dura roca que ha de volver a girar una y otra vez, como si fuese su propia lápida con la que, cree, ha de adornar, adecentar, embellecer y, tal vez, cerrar su propia tumba.

viernes, 24 de enero de 2025

Una venganza:

 

- Me preguntaba una cosa... ¿Alguna vez ha hecho algo bueno en su vida?

Wolfer Joe le miró a los ojos y le contestó, retirando los labios de los dientes:

- Sí. Una vez. Traicioné a una mujer.

A la señal del verdugo, unos hombres tiraron de las cuerdas del cajón de embalaje”. (Dorothy M. Johnson: La última bravata. 1957)


Todos en aquel lugar conocían la vuelta de Evelio Valdés. Este había pasado en prisión los últimos diez años y todos rumoreaban en el pueblo que nada más salir volvería a cobrarse la justicia que no le dimos, porque todos en el pueblo habían participado entonces en aquel linchamiento con el que lograron encerrar a Evelio. Todos también sabían que él no era el único culpable, quizá el que menos, del homicidio de su padrastro, y que otros varios se libraron de la prisión con más motivos y aún hoy campaban por las tabernas sin temor alguno. Pero Evelio era el odiado y temido por todos.

Desde niño todos pudimos ver cómo Evelio llevaba la maldad dentro de sí. Disfrutaba cuando pateaba a los perros o a los gatos, cuando abofeteaba a otros niños más pequeños y muchos vimos repetidamente cómo, muy despacio, iba cerrando el puño en alto de su mano derecha conteniendo un canario cantor hasta reventarlo.

Evelio siguió descendiendo por esa senda grasienta y negra que lo condujo a lugares de delincuencia, de tráfico, de broncas y de gestos duros, de dinero fácil, de abultados gastos y de desenfreno permanente. Evelio Valdés siempre estaba metido en algún lío y hacía tiempo que la policía lo contemplaba de cerca. Lo peor de él era que parecía que disfrutaba con el daño que hacía. Y le daba igual a quién. Tal vez por ello, todos quisieron vengarse de él, lo denunciaron en cuanto pudieron y le echaron el muerto del homicidio de su padrasto Ponce, el rata.

Diez años después de aquello todos temían la vuelta de Evelio Valdés al pueblo, porque todos temían su venganza y todos también sabían que su golpe mortal y sádico caería, y caería sobre cualquiera, porque cualquiera éramos todos.

Algunos dicen que lo vieron subirse al tren en la capital. Otros dice que alquiló un coche deportivo. Otros, los menos, coincidían en que tal vez hubiese cambiado de opinión en la cárcel y se hubiese ido en dirección opuesta al pueblo. Pero lo cierto es que en el primer día después de su liberación nadie pudo ver a Evelio Valdés caminar por las calles polvorientas del pueblo. Aún así, nadie, al caer la noche, estaba tranquilo, porque cuanto más tarde se hacía, más amenazante se mostraba su vuelta.

Pasó el primer día y el segundo y el siguiente al segundo y el siguiente, y nadie pudo distinguir la silueta delgada de Evelio dibujarse en el centro de la calle principal. Algunos, los más, empezaban a decir, bromeando de temor: «Evelio se ha marchado lejos, está viejo, le han dado lo suyo en la prisión, no se atreverá a volver». Pero otros, los menos, pensaban en silencio que a más demora, más peligrosa la vuelta.

A la séptima noche, cuando la sombra de Evelio comenzaba a borrarse del horizonte del poblado, y cuando muchos estaban gritando y riendo en la taberna Central y la música sonaba a todo volumen, Evelio Valdés, mostrando sus dientes y mordiendo un palillo abrió las puertas del bar. Todos se giraron y el ruido cesó de repente. Alguien calló la música y todos los allí presentes pudimos escuchar los pasos de Evelio cruzar la estancia, acercarse a la barra y al propio Evelio Valdés decir, como si no hubieran transcurrido diez años desde la última vez:

  • Tomás, ponme algo de beber. Lo que quieras.

Después Evelio se giró, apoyó los codos en la barra y fue mirando, uno a uno, a todos los rostros de los allí presentes. Evelio dijo:

  • Que continúe la fiesta. ¿Por qué habéis callado la música? ¿Acaso no es motivo de alegría mi vuelta?

Y, así, la taberna recuperó lentamente el ruido, pero las voces de los allí presentes se hicieron más comedidas de lo que lo eran antes de su llegada.


Una furcia de marcadas pecas y amenazante escote se le acercó y le propuso:

  • Evelio, ¿quieres invitarme a una copa?

Pero Evelio no le contestó. Ella siguió diciendo:

  • ¿No te acuerdas de mí? Soy la Charo. Me dijiste que te esperara bajo el álamo grande.

Evelio siguió sin decir nada. Tampoco la miró. Fue a sentarse a una mesa en un rincón. No tuvo que apartar a nadie, porque todos iban dejando libre el lugar que ocupaban a su paso. Poco a poco el bar fue desalojándose hasta que en él solo quedaron la furcia, el barman Tomás y el propio Evelio. La noche había concluido.


Pasaron varios días y Evelio no se cobraba su venganza. Muchos en el pueblo comenzaron a relajarse. Algunos opinaban de él diciendo: «No puede hacer nada», «Ha cambiado», «Lo han cambiado en la cárcel», «Siempre fue un cobarde», «¿Quién le teme ahora?». Evelio ni decía ni hacía nada. Solo sonreía, a veces, mostrando los dientes. Aunque nadie lo reconocía, esta su sonrisa, seguía dando miedo a todos.


Aunque nada hiciera, nadie quería a Evelio en el pueblo. Muchos murmuraban entre dientes: «Está esperando algo o preparándolo». Hasta que todos, ya cansados de él y de esta situación insoportable, actuaron como uno solo. La historia volvió a repetirse, pero ahora como farsa cruel, a partir del momento en que Evelio entró en la taberna y antes de que pudiera decirle a Tomás que le sirviera algo, mientras se acercaba a la barra, el idiota de Fran, el Picao, se interpuso a su paso, se enfrentó a él y le dijo:

  • Ya no asustas, Evelio. Queremos que te vayas de aquí.

Evelio bordeó al Picao y siguió hasta la barra. El Picao, por detrás, le puso la mano izquierda en el hombro, hizo que Evelio se girara y le lanzó un puñetazo al rostro con tanta fuerza que estrelló el cuerpo de Evelio en la barra del bar. Después comenzó la pelea en la que muchos participaron golpeando y pateando a Evelio. Finalmente, entre varios, decidieron sacarlo a la calle central y colgarlo de la rama del álamo grande.

Evelio, maltrecho y herido, seguía sin decir nada.

Aún antes de colgarlo definitivamente, alguien, casi implorando, se dirigió a Evelio preguntándole:

  • ¿Pero es que no vas a decir nada?

Evelio lo miró con desprecio, primero a él y después a todos los demás, mostrando sus dientes y esbozando con dolor una leve sonrisa. En este momento supe que la venganza de Evelio Valdés con su vuelta ya se había consumado.

Un instante:

 

Te ves mirando a través del cristal de la ventana. Hace frío. Siempre llegas tarde al colegio. Con el dedo índice dibujas cuadrados y círculos en el cristal empañado. Después, cuando ya no te queda más espacio, lo borras todo con la manga del chaleco y te desplazas a otro cristal. Cuando ya no quedan más cristales en los que dibujar, miras hacia la calle y ves a algún vecino avanzar muy despacio y a otras madres y niños muy abrigados. No piensas nada cuando los miras. Nunca has pensado nada, ni imaginado siguiera, te dices. Ahora sabes que siempre tuviste una tendencia natural y espontánea hacia el dulce y suave dejar pasar el tiempo, aunque ya no la practiques. Tu forma natural de ser siempre fue la molicie o la apatía hacia todo y todos. Siempre te creiste estar situado al margen. Hasta que un día, descubriste que esto era una enorme falsedad, que también eras un niño como los otros. Fue ese mismo día en que murió tu madre.

Te lo dijo tu tío Miguel, recuerdas. Llegó muy temprano a casa, amaneciendo. Abrió el portal de la calle, subió las escaleras y antes de entrar tocó en la puerta con los nudillos, como no queriendo molestar. Después entró con su llave, que era la llave de su hermana, de tu madre, se acercó a ti, te agarró de los hombros y te dijo muy serio: «Mamá ha muerto, Paquito». Y tú supiste entonces, en ese momento, que había algo que sí que te importaba, por lo que sí hubieras peleado. Pero, como siempre, siempre llegas tarde a todo.

Tu hermano mayor, Falito, era quien te llevaba al colegio desde hacía unas semanas. Tu madre no estaba en casa porque decía tu tío que estaba malita en el hospital, que ya pronto se repondría y que volvería a casa. Tú te aprovechabas de que ella no estuviera para quedarte unos minutos más en la cama, remoloneando y volviéndote a dormir. Es verdad que ella no estaba para arroparte, pero eso ya lo sabías hacer tú solo. Falito preparaba tu desayuno y el suyo. El tuyo siempre estaba frío. Él decía que eso era porque tú tardabas mucho tiempo en levantarte, que a ver si creías que el colegio te esperaría a tí y que él no podía tampoco llegar tarde al trabajo, que don Vicente, su jefe, no iba a esperarlo ni un minuto para abrir el taller. Entonces creías que no te acordabas de tu madre, pero no era verdad, tú lo sabías. No podías quitártela de la cabeza. Esto lo olvidabas sobre todo cuando salías de la casa y te marchabas calle abajo, hacia el colegio, con la maleta en una mano y con la otra metida en el bolsillo de la chaqueta. Entonces te acordabas de ella, de tu madre, pero no porque tuvieras que llevar tú la maleta y llevar la mano fuera del bolsillo de la chaqueta. No te acordabas de tu madre porque ella te llevase la maleta con una mano y con la otra te calentase la tuya. Pero eso lo sabes ahora que ella ha muerto, te engañas. Te acordabas de ella sin acordarte, porque entre ella y tú no había distancia. Eso creías. Que erais uno. Por eso no te acordabas de ella, como cualquiera que no se acuerda de que tiene dos brazos o dos manos o dos ojos, por eso, porque los tiene. Y los tiene siempre consigo.

Ahora meditas y piensas largo rato. Tal vez recuerdes. Desde ese instante, confirmas, desde el momento en que el tío Miguel entró en la casa con las llaves de mamá, nunca has vuelto a llegar tarde a ningún sitio ni a ninguna cita.


Obscuridades:

 

Ya desde mucho antes la había presentido, quizá mirado o deseado. Después comencé a andar a trozos, a veces incluso parándome en seco, hacia su habitación, sin haber soltado aún el vaso de ron, sin saber lo que iba o quería hacer. Cuando solté el vaso sobre la repisa del salón aún no sabía lo que iba a hacer ni cómo se lo tomaría ella. Fue entonces cuando noté mi sangre fluyendo por todos los ríos de mi cuerpo, palpitando en mis sienes. El gran salón estaba a oscuras y desierto. Solo un pequeño punto de luz, donde se concentraba todo el universo, brillaba en el pomo de la puerta de su habitación. Acerqué mi mano y lo agarré con decisión, pero necesitando en el fondo salitrero de mis deseos, para evitar la perdición, eso creía entonces, que el pestillo estuviese echado por dentro. Mas el pomo giró y sin ningún obstáculo ni ningún ruido la puerta se abrió. Pude oler el cuerpo de la mulata. Rápidamente, como un felino, pasé el umbral y cerré el pestillo a mi espalda. Escuché silencioso el fluir de su respiración.

Lentamente fui quitándome la ropa mientras la contemplaba en la obscuridad de la noche, sin dejar de mirarla un instante. Ella seguía dormida o eso creía yo. Cuando estaba completamente desnudo me acerqué a la cama. La mulata, de piel de seda, aunque en silencio, tenía los ojos abiertos. Creí que tal vez ella me estuviese esperando. ¿Desde cuándo? ¿Quizá desde que yo la presentiera? Todavía antes pude contemplar la silueta de la mujer yaciendo sobre el lecho. Sus formas eran redondas, como colinas dibujadas por el viento y por el agua. La piel de sus brazos y de sus muslos brillaba en la noche. Hacía calor. Ninguna brisa recorría la habitación, aunque la ventana abierta dejaba penetrar un leve rayo de luna. Sentí con fuerza el deseo de ver el cuerpo desnudo de la mulata. Sentí enorgullecerse el glande liberándose del prepucio, sentí también cómo el pene, comenzaba a cobrar vida, cómo se erguía tal si hubiera sido convocado a una cita ineludible. Con ella desaparecieron definitivamente todas mis dudas si es que en algún momento llegara a tenerlas. No las recordaba entonces. Tampoco las recuerdo ahora.

Cuando me acerqué a la cara de la mulata alargé mi mano derecha para intentar taparle la boca. Pero no llegúé a tocar sus labios, porque ella ya la había tomado con la suya y la había depositado sobre su hombro. Acerqué mis labios a los de ella y noté el vaho caliente que salía de su boca. Su olor a almendras amargas. Nunca había estado tan cerca de ella. Ni de ella ni de ninguna otra mujer, salvo mi esposa. Noté cómo se removían mis testículos en su bolsa.

Mientras le retiraba el camisón empecé a besarla y a pasarle la lengua por toda su piel de seda. Después empezó ella a hacerme lo mismo. Nuestros cuerpos estaban mojados, tal vez sudábamos. No lo recuerdo, porque todo está envuelto en una densa niebla. Sus nalgas, de esto estoy seguro, eran duras, fuertes, incluso musculosas. Estuvimos un largo rato besándonos, chupándonos, mirándonos, deseándonos, acariciándonos, respirándonos, olfateándonos, babeándonos, retorciéndonos, estremeciéndonos, apeteciéndonos, enlazándonos, peleándonos, mordiéndonos, apresándonos, derritiéndonos, calcinándonos, buscándonos, huyéndonos, entregándonos hasta que decidí penetrarla con fuerza por atrás, bien regada mi verga con los flujos de su vagina mientras con mi mano derecha le acariciaba el clítoris, con la misma mano con la que antes quisiera taparle la boca. Me costaba penetrarla, pero ella empujándo me pedía que siguiera, que no retrocediera. Disfrutaba viéndola y sintiéndola disfrutar. El sexo no es ni para cobardes ni para remilgados, creo que llegué a pensar o tal vez esto ocurriese después. Entonces aprendí que es mezcla, mezcla temeraria y audaz, de fluidos, de saliva, de semen, de olores, de alientos, de sudores,... o no es sexo.