«¿Quién
nos ha dado la esponja capaz de borrar el horizonte?»
(Friedrich
Nietzsche, El
gay saber.
Aforismo 125).
Un locutor de radio
hubiera declamado que la mañana de verano lucía espléndida. Y
verdaderamente así era.
Armado de valor decidiste
iniciar tu viaje por los patios falsos. Estos eran patios interiores
a los bloques de pisos pequeños y oscuros, con suelos de cemento,
mugrientos las más de las veces y ventanucos en lugar de ventanas,
pero los llamábamos falsos porque no pertenecían a dichos bloques.
Aunque se encontraban rodeados por éstos, cualquiera, que no fuese
del barrio, podía recorrerlos y pasar de uno a otro sin problemas,
circulando por el interior de las manzanas, a cielo abierto. Algunos
de estos patios habían sido enlosados por los vecinos hacia mucho
tiempo, pero la mayoría estaba igual que hacía cuarenta años, sin
cuidar, con la tierra sucia y el piso desigual, con yerbas silvestres
y secas por anchas extensiones. También tenían su fauna particular.
La mañana, su leve brisa
fresca, te había invitado a iniciar tu breve recorrido a través de
estos descampados hasta llegar al tuyo propio, al del bloque en que
se encontraba tu apartamento, después de cruzar cuatro, tal vez
cinco patios, y tú habías aceptado la invitación (o tal vez sea
mejor decir que no habías podido rechazarla). El recorrido podría
ampliarse a otros diez o doce patios, pero no había motivo, poco era
lo que te unía a aquellos por donde apenas habías circulado en los
últimos treinta, cuarenta años. Tú sólo querías visitar y cruzar
algunos concretos, seleccionados para recordar, creo que dijiste la
primera vez, pero es muy probable que la razón fuera otra. ¿Tú la
conocías? Más que recordar, como tú te decías, verdaderamente lo
que hubieras deseado era retener, recuperar. Iluso. Más que “para
recordar” debería haber escrito “por, a causa del recuerdo que
no logra borrarse”. ¡Quién tuviera la esponja que pudiese borrar
la memoria!
Mirando hacia el cielo
limpio, sin nubes, dejaste que te invadiese una forma de extraño
vértigo mezclado son alguna gota de desidia y de escasa o nula
voluntad. Apenas pisaste el primer patio creíste perder el sentido y
caer a la tierra. Pero después de la caída, en el instante
siguiente, te viste alzarte y mirar hacia las pequeñas ventanas de
los bloques que te rodeaban. Este primero era un patio irregular:
tenía seis lados, pero no formaba un hexágono. Todos los bloques
que lo circundaban tenían cuatro pisos de altura. Las ventanas eran
pequeñas, ya lo he dicho, y oscuras. Algunas tenían las persianas
levantadas. Mas la obscuridad del interior hacía imposible
distinguir nada, como si la materia, dentro de las habitaciones, se
hubiera transfigurado en formas simplemente esbozadas, sin volumen,
como si se hubiesen desmaterializado, pensaste. Detuviste tu mirada
en la tercera ventana del segundo bloque contando desde tu izquierda.
Mirando hacia la obscuridad de su interior creíste ver la forma de
una mano delicada levantando un vaso de agua. Después, cuando
quisiste concentrar tu mirada en esa mano, ésta, flotando en el
espacio interior, desapareció. Tus ojos no lograron ver nada más,
pero la imagen de esa mano, o su recuerdo, fue abriéndose paso entre
las tinieblas y volvió a revelarse con su piel blanca y su
movimiento en el aire limpio de una tarde inmóvil de muchos años
atrás. Esa mano, que se balanceaba acompañando el movimiento del
cuerpo mientras caminaba junto a tu mano... Tus dedos, que rozaron
los suyos; sus dedos, que se detuvieron un instante. Tus dedos, que
volvieron a tocar los suyos. Sus dedos, que, finalmente, se agarraron
a los tuyos. Tal vez esa mano, levantando el vaso de agua, fuera la
misma que se enlazara con la tuya; esto es, quizá, dijiste, lo que
hubieras deseado. Hubieras deseado también una ráfaga de aire, el
vuelo de un jilguero o un rayo de sol que hubieran colaborado para
atraer el rostro, al que pertenecía esa mano, hacia el alfeizar de
la ventana y poder contemplarlo. El que tú recordabas era de amplia
frente, de presente nariz, de ojos claros y cabello rubio. Ahora,
¿cómo sería ese rostro? Pensaste que tal vez fuera mejor no
saberlo. Entonces empezaste a comprender que no era el olvido lo que
pretendías, sino más bien... una suerte de liberación de la
memoria. Pero esto fue sólo un atisbo de conocimiento, un
no-conocimiento propiamente, contaste más tarde, cuando ya creíste
comprenderlo todo.
Pisando las yerbas secas
fuiste acercándote al segundo patio. Notabas cómo te pesaban las
piernas en un desproporcionado cansancio, como desproporcionada era
la longitud del patio, cómo avanzabas con dificultad, casi
arrastrando los pies, y temiendo tropezar y caer. Te punzaba un dolor
agudo en la cabeza, en el lóbulo occipital, en aquella parte en que,
dijiste, se produce la visión. Tal vez por ello, empezaste a creer
que el sol era un poderoso enemigo, no por su calor, sino por su luz.
Poco a poco, lentamente, llegaste a la puerta, en mitad de la tapia,
que separaba ambos patios. Lograste cruzar el umbral al borde del
desmayo.
Éste segundo patio tenía
cinco lados, pero no era un pentágono. Te volvieron a invadir el
vértigo y las náuseas. Sentías el dolor en el interior de tu
cabeza mientras ésta giraba bajo el sol claro y limpio de la mañana.
No llegaste al centro del patio, a pesar de que éste estaba liso y
enlosado con baldosas blancas y rojas, como un inmenso tablero de
ajedrez. Te imaginaste situado aproximadamente a mitad del tablero,
en tierra de nadie, como si estuvieras enfrentado a dos ejércitos de
soldados robots o muertos o teledirigidos, contrapuestos frente a
frente. Pero al mismo tiempo tú no eras una pieza en juego de esa
guerra, creíste. Te encontrabas en mitad de un campo de batalla que
no te pertenecía, entre dos ejércitos rivales, fortísimos y en
formación de combate. Creíste que el viento comenzó a levantar el
polvo acumulado desde más de treinta años atrás, dijiste más
tarde. Viento y polvo de alguna guerra de la que no participabas, que
no comprendías. Empezaste a sangrar por la nariz. Quizá fuera un
golpe, un puñetazo antiguo que ahora venía a cobrarse sus heridas.
Apenas lograste ver el puño cerrado y fuerte que sobresalía en la
última ventana, la del cuarto, en el rincón más agudo del patio.
Allí vivía... ¿Angelines? No lo recuerdas bien. Recordabas mejor
los brazos y los puños de su marido cuando alguien te acusó de ser
tú quien le robabas los besos de su esposa. No sabes con claridad
ahora su nombre, el de ella, pero no olvidas ni el sabor de los puños
de su marido ni el de los besos de su esposa. Sus caricias siempre
fueron las más delicadas, las más deseadas también, las menos
olvidadas, las siempre presentes.
Lentamente fuiste
cruzando este segundo patio sin que se te fuera el dolor en el
interior del cráneo, y te dirigiste hacia una de las tapias con la
entrada que conducía al tercero. Creíste recuperar fuerzas, pero
pronto comprendiste que esto era una ilusión. Podría escribir que,
según contaste, fuiste arrastrándote como una serpiente, pero sin
su agilidad, sin su flexibilidad, por la dificultad que encontrabas
en abandonar este recuerdo o por lo débil que te había dejado el
mismo o por que añoraras alguna identidad olvidada desde hacía
demasiado tiempo. Lentamente, repito, cruzaste el umbral que te
condujo al tercer patio. Era más pequeño que los anteriores. Tres
lados que formaban un triángulo escaleno. De repente tus ojos,
independientes, se fueron desde la tierra del piso, seca y pedregosa,
hasta la ventana del segundo situada más cerca del vértice más
agudo de la triada de lados y ángulos. Creíste ver, en el interior
de la habitación oscura, la silueta, apenas dibujada, de una
barbilla y unos labios, apenas medio rostro. Y esto no es poco: los
trigonometras miran muy lejos, pensaste. Pero ya no lograste ver más,
ni los ojos ni la nariz de ese rostro, aunque con lo ya contemplado
era suficiente, llegaste a afirmar. Los labios entrevistos llenaron
todo el patio de formas, colores, líneas, luces, sombras, tal que
todo este conjunto comenzó a girar y a girar a tu alrededor, en un
movimiento ascendente, pero al mismo tiempo inmóvil, porque nada
lograba desaparecer o esfumarse, o ¿eras tú quien girabas y girabas
abrazado y pegado a unos labios, labios junto a labios, girando en un
baile infinito, porque, dijiste, seguía sucediendo en tu cabeza
hasta ese mismo instante? Una extraña y fría bruma arañó arrugas
en tu frente, recordaste, o en tu mente, añadiste también. Después
sólo puedes retener el sabor de la tierra en tu boca y la arena
arañando tu garganta reseca. El sol, ya en todo lo alto, generaba
entonces, dijiste, un calor propio de un desierto seco, árido y
muerto.
Cuando creíste recuperar
la calma o el sosiego o la fuerza o la inteligencia o el sentido
común o un extraño sentido de lo necesario o de lo pasado o del
porvenir o del vulgar interés te fuiste dirigiendo, lentamente, con
la mirada fija en el rincón que la tapia formaba con el bloque,
donde se hallaba la puerta de salida, pero con la vista nublada por
el polvo, por la arena, por el viento, por la fatiga, hacia el lugar
donde se encontraba el siguiente umbral de la siguiente puerta del
siguiente patio, falso como todos.
Una vez en él te
hallaste en la excéntrica abultada de un falso rectángulo: cuatro
lados desiguales de bloques de distinta altura. Tu mirada vidriosa se
dirigió entonces a la tercera planta del bloque de tres niveles. La
tercera ventana desde la izquierda tenía la persiana levantada. Como
en los anteriores patios sólo pudiste atisbar un interior oscuro,
casi negro. Mas, a fuerza de agudizar la vista, escudriñando,
lograste ver, creíste, un seno desnudo. Tal vez, dijiste, no
llegases a verlo y solo lo imaginaras, pero esto no significaba nada,
dijiste, porque el pecho, visto o imaginado, era el mismo pecho de la
muchacha desconocida que lograste arrebatarle a tu esposa años
atrás, el día en que ella te confesó que, igual que ti, a ella
también le gustaban las mujeres. En un bar nocturno, después de
demasiadas copas de bourbon, tú y ella, iniciasteis una absurda
competición por ver quién lograba seducir esa noche a una delgada
joven extranjera, polaca llegaste a decir, que se encontraba borracha
y perdida en aquel antro miserable. Tú ganaste aquella noche esa
batalla, pero, más tarde dijiste, que aquella victoria había sido
la peor de tus derrotas, porque tu esposa no volvió a aparecer más
por el apartamento que compartíais entonces. Tal vez ella, tu esposa
de entonces, se llevara consigo la identidad que ahora andabas
buscando. Tal vez tú siempre habías sabido que ella la conservaba
consigo, porque con ella habías sido feliz, recordaste. Tal vez por
ello nunca ya podrás recuperarla, recordarla, creíste y crees aún.
Más tarde solo
recordabas que una nube gris se formó de repente y que, tapando el
sol, y devolviéndote los ojos, comenzó a descargar en un fuerte
chaparrón. El agua fría, mojándote la piel, el cabello, los ojos
te fue limpiando de la arena. Tus ojos, llenos de agua o de lágrimas,
te recordaron los ojos claros y hechos de lluvia de Angelines, o tal
vez fuera de... Las gotas de lluvia iban borrando en su arrastre
algunos de los recuerdos, dijiste. No es el olvido lo que busco,
afirmaste también, sino lo que no quisiera olvidar ni cambiar ni
modificar ni perder. Con ello fuiste entrando en un sopor húmedo y
cálido, acogedor. Tal vez te dejaras caer y te golpearas la cabeza y
el labio con el suelo de piedra y tierra. El sol, de nuevo, se había
abierto el paso a través de la nube y una mañana espléndida de
verano lucía en el descampado, como hubiera dicho ese locutor de
mierda, mientras un pequeño reptil se calentaba sobre una roca
redonda como el huevo de un ave.