Aunque nací en Sevilla, España, he vivido toda mi vida en Córdoba, Argentina.
De Sevilla y de España solo recordaba una amplia habitación con una cama y una mecedora, un armario también había, una mesa tal vez, unas sillas y un rostro arrugado que me miraba sin mucho amor. El áspero rostro de mi abuela paterna. Y no recordaba nada más, porque a mis cuatro años mis padres embarcaron conmigo rumbo a Argentina. Algunas imágenes de Buenos Aires, pocas tambien, y después todo el resto de mi infancia, de mi juventud y de mi vida en aquella Córdoba, la de allá.
Araceli había fallecido en un pueblito de Huelva y, antes de todo..., lo único, lo primeo y lo último que quería hacer era visitar el lugar donde ella había decidido morir.
Araceli era mi hija. Siempre tuvo una vida difícil. De niña apenas comía, porque, decía, todo le sentaba mal. Permanentes conflictos con sus amigos y compañeros escolares. ¡Todo se lo tomaba tan en serio! A veces pienso que ella siempre estuvo incómoda consigo misma. Siempre salvo aquella vez en que, por su cumpleaños, 14, le regalé unos versos. Se los metí en una cajita de madera con la tapa desencajada. Cuando la abrió con expectación pudo leer lo que yo le había escrito pensando en ella:
A mi hija:
Sueño
que sueñas
que te viene el sueño
en que te recojo
en mis brazos.
A ella le encantó tanto el poema que me abrazó, me beso y se marchó corriendo a su habitación con la cajita de madera que tenía la tapa desencajada y el papel del poema arrugado entre sus manos.
Después su vida siguió recorriendo los derroteros previstos de sorpresas, decepciones, traiciones, y compromisos y amores contrariados. Su vida fue... como la de casi todos... un pequeño desastre. Pero tampoco era Araceli de las que se dejan ayudar fácilmente. Mis brazos, siempre abiertos para ella, no lograron cercarla en aquellos momentos en que más lo hubiera necesitado.
Una tarde nos llegó a Amelia, mi esposa, y a mí una carta remitida por nuestra hija: «Me voy a España -decía-. Estoy harta de Argentina y de los argentinos. Quiero darle un giro definitivo a mi vida.» Y acá que se vino. Tanto Amelia como yo, en el fondo, nos alegramos. Sabíamos que nuestra hija, cómo decirlo, tenía una mala racha, eso es, y, por qué no, empezar de nuevo en otro lugar. Pero ambos sabíamos también, o al menos yo estaba seguro de ello, que el lugar era lo de menos, que el problema lo llevaba Araceli consigo misma y que si no había logrado desprenderse de él en Argentína tampoco lo lograría en España.
El pueblito en que decidió fallecer Araceli se llama Mazagón. Me había informado de que estaba en la costa de Huelva, cerca de la capital.
Cuando llegué a este pueblo andaluz, el autobús me dejó en una plaza pequeña junto a un hotel. Esta plazoleta estaba cerca de la fonda en que habitó Araceli sus últimos días. La luz lo llenaba todo. Y el olor del mar. Entendí rápidamente por qué ella había elegido ese lugar. Pero yo no quería permanecer mucho tiempo aquí. No podía. Solo perseguía encontrar algún detalle que me hiciera recordar a mi bella Araceli, su paso, por leve que fuera, algún pequeño objeto que me confirmara de su presencia y de sus últimas horas.
Al día siguiente, muy temprano, me dirigí hacia la fonda donde ella se había hospedado.
Buenos días -le dije a la mujer que estaba dormitando en una mecedora.
El vestíbulo de la casa estaba limpio. El suelo era de losetas de barro cocido y las paredes estaban encaladas de un blanco sorolliano.
Le conté a la mujer a qué venía. Ella escuchó atentamente y sorprendida me dijo:
Entonces... ¿dice usted que es el padre de Araceli, esa pobre muchacha?
Sí -le respondí-. Soy su padre. ¿Ve? -le pregunté enseñándole una fotografía que llevaba en mi cartera.
¿Y dice usted que desearía ver la habitación en que pasó su hija sus últimos días?
Sí, esto es. Quisiera verla.
Desde la habitación se veía el mar. La brillante luz del exterior apenas si entraba por la pequeña y cubierta ventana. La cama estaba pegada a una pared. Junto a ella una mesita de noche con una lamparita que tenía una mampara pintada de colores azules y rosas. Sobre la estantería algunos libros.
¿Eran suyos? -le pregunté a la mujer-.
No. Los dejó ahí el inquilino anterior. Ella no trajo nada.
Después de unos instantes de silencio en que me dediqué a escrutar cada rincón de la habitación buscando algo que me la recordara a ella sin lograrlo, la mujer me preguntó:
¿Desea usted algo más?
Parecía que tenía cosas que hacer y yo la estaba incomodando más de lo que ella había previsto.
No -le dije-. Ya marcho.
Antes de abandonar el lugar, le volví a preguntar a la mujer.
¿Usted la conoció?
Sí -respondió-.
¿Y qué opinión se formó de ella? No me interesaba nada la opinión de aquella señora, lo que yo quería saber era qué imagen proyectaba mi pequeña Araceli en sus últimos días.
¡Oh! -dijo la mujer-. Después de un prolongado silencio continuó: Su hija era... como una mariposa en el desierto. Quiero decir que no encajaba ni aquí ni hubiera encajado en ningún otro lugar. Creo que ni ella misma sabía lo que buscaba -concluyó-.
Gracias -logré decir-.
Una última cuestión. ¿No conservará usted nada de ella?
¿De ella? ¿Algo?... Sí -dijo-. Creo que dejó... olvidado, o lo que sea, un libro sobre la mesilla de noche. Creo que está... sí, aquí.
Y sacó un libro verde de Walt Whitman.
Debe ser lo último que estuviera leyendo. Tenga. Lléveselo. Le pertenece.
Gracias -volví a decirle- alargando la mano para recoger ese vulgar y pobre tesoro que finalmente había logrado.
No le di ninguna importancia al libro hasta que por la tarde, antes de coger el último autobús hacia Sevilla, estuve leyendo algunos pasajes de Hojas de hierba:
¿Ha pensado alguien que es afortunado nacer?
Me apresuro a informarle que no es menos afotunado morir, y sé lo que digo.
Muero con los que mueren...
(...)
No soy la tierra ni lo que pertenece a la tierra,...
(...)
Esta es la hierba que crece donde hay tierra y hay agua,
Este es el aire común que baña el planeta.
Estuve a punto de arrojar el libro al tacho cuando abriéndose por una página, tal vez algo desencajada, dejó aparecer la esquina de un papel manchado y con unos versos que debían haber sido muy leídos, o escritos, quizá por mi Araceli:
A mi padre:
Sueñas
que sueño
que me viene el sueño
en que me recoges
en tus brazos.