domingo, 18 de mayo de 2025

Fantasmas:

 

A veces creo que, más que vivir, sueño. Y sueño y pienso, entonces, en quién sueña mi sueño. Me observo a mí mismo recorrer las calles que, de noche, me conducen al instituto en el que trabajo. No hay aún nadie sobre las aceras, nadie tampoco en la verja de entrada. Pero la puerta ya está abierta, como si me esperara.

Casi siempre soy el primero en llegar a la sala de profesores. Incluso antes de que la señora Carmen o la señora Teresa lleguen para levantar las persianas y encender la luz. Me veo entonces de pie, en un rincón de la sala observar la larga mesa del centro de la grande y amplia habitación. La he visto muchas veces llena de papeles y de codos de compañeros. En ese instante y sólo en él creo que esta mesa es el alma del centro, lo único que aún le da unidad y sentido a lo que hacemos todos los profesores solitarios, aislados, desconectados. A causa de esta mesa de hace unos años, sueño o pienso, en mis sueños siempre conservo algún poso de racionalidad, la sala de profesores no aparece aún ni muy pobre ni muy desoladora ni muy vencida.

Aún antes de amanecer suele llegar algún profesor. Normalmente León, el profesor de Lengua, con su respiración asmática. No parece haberme visto o, si lo ha hecho, no me dice nada. Tal vez él sabe que no suelo estar para muchas chanzas tan de mañana. Se sienta en un rincón de la sala de profesores, saca su cajetilla de tabaco, su mechero y su pequeño cenicero con tapadera. Se enciende un cigarrillo y espera a que pase el tiempo y toque el timbre para acudir a clase. Abre una carpeta azul y mira sus papeles sin tocarlos. No volverá a levantar la mirada ni para ver quién ha entrado en la sala. Yo tampoco le hablo. Sé que él ya no puede oírme: la profesora de biología, el profesor de matemáticas, la de historia... La melancolía lo invade todo, más aún en este mes de noviembre y poco antes de amanecer.

Me acerco a mi casillero, tomo con desgana mi libreta de calificaciones y una carpeta de cartulina azul y salgo a los pasillos desiertos y apagados del centro. Mas que pasillos son corredores, túneles, galerías estrechas. Suben y bajan. A veces no conducen a ningún sitio y terminan en un muro sin ventanas. A veces, también, al final del pasillo parece que te encuentras con alguien que te está mirando. Suele ser la Señorita Carrascal, de biología. Pero esto es imposible, porque la Señorita Carrascal falleció hace más de diez años. Ya no recuerdo por qué lleva una margarita prendida en su oreja derecha.

En los pasillos oscuros hay puertas blancas. Todas están cerradas. Detrás de algunas sabes que hay gente, porque las escuchas susurrar, aunque tengan la luz apagada, tú percibes, o así lo crees, o lo sueñas, un leve movimiento a través de la rendija inferior de la puerta cerrada. Detrás de ella siempre pasan cosas ignoradas y sorprendentes. A veces un grito histérico o una orden. A veces una explicación complicada o una canción. A veces, también, una suplica o un gimoteo muy lejano.

Una puerta se abre de pronto y sale, sobrepasando apenas el dintel, un muchacho de unos doce años. Sabes que se llama Alejandro, y sabes también que esto tampoco puede ser. Se escuchan las voces de la Señorita Ponce, de Lengua Española. El muchacho me mira, vuelve a entrar y cierra la puerta. Se silencian los murmullos.

Sigo andando por el corredor. No sé adónde conduce. Se cruza con otro que sube hacia arriba, gira a la derecha, después a la izquierda y baja, baja y vuelve a bajar. Nunca he llegado a comprender la lógica del arquitecto que diseñó este edificio. Todos los días me pierdo buscando el aula que me toca a cada hora. Sobre todo si es la primera hora de la mañana o de la noche.

Voy leyendo las plaquitas que hay junto a las puertas blancas: 1º A, 1º B, 2º F, 4º J. No encuentro mi aula. Tampoco sé la que busco, pero sigo andando. El pasillo se inclina levemente hacia arriba, para después volver a bajar abruptamente, en ángulo agudo. Saludo otra vez a la Señorita Carrascal. "Buenos días, compañera". "¿Buenos?" -parece responder. ¿O era la señora Ponce? También me cruzo con el profesor León. Tampoco me saluda esta vez. Tal vez no me haya visto o tal vez no quiera verme. Fue un buen hombre y un gran poeta. En los pasillos no se le permite fumar y en las aulas tampoco. Tal vez por ello esté siempre de mal humor, o eso parece. Y eso que aún no sabe que dentro de poco tampoco lo dejarán fumar en la sala de profesores.

Sigo andando por la galería cada vez más estrecha. Las puertas blancas están todas cerradas. 8º C, 2º H. A mi derecha hay una abierta. Cuando me acerco veo que es la de los servicios. Apestan. Miro hacia mis pies y observo que el suelo está mojado y sucio. Es muy posible que en este tramo esté caminando sobre orines.

Estoy cansado y desesperado de vagabundear por este espacio reducido, pero interminable. Parece como si las aulas, los departamentos y la salas cambiasen continuamente de lugar. O se alargasen o redujesen. Me siento como Alicia en la madriguera de su conejo.

Subo las escaleras del fondo. Recuerdo que, aunque el instituto tenga dos plantas, yo he bajado al menos tres. Creo que ahora estoy en la planta alta, porque al final del tunel, o del pasillo, hay una ventana con los cristales muy sucios, pero que deja entrar una leve y casi opaca lámina de luz. Debe estar amaneciendo fuera. Debe ser también que me estoy despertando. No obstante aún estoy en medio de una red enorme compuesta de celdillas y túneles o pasillos superpuestos, antepuestos, pospuestos y puertas blancas. No logro entender las plaquitas de las puertas. Deben de estar escritas en hebreo o en asirio o en cualquier otro alfabeto desconocido para mí. ¿Cuántos grupos y niveles tendrá este instituto?

Abro al azar una puerta esperando encontrar a mis alumnos, alguna cara conocida. Todos, en silencio, se giran para mirarme. La profesora Figueroa interrumpe su clase de inglés. Pido perdón y cierro arrepentido y titubeante la puerta como si hubiera sido testigo involuntario de un secreto inconfesable. Escucho con tranquilidad cómo continúa la clase. Tras otra puerta oigo la voz del profesor de historia Ruiz. O tal vez sea el profesor de matemáticas Ríos ¿o era Hurtado? No, el bueno de Hurtado tampoco puede ser ya. En esta ocasión no me atrevo a abrir la puerta.

Detrás de otra más adelante no se escucha a ningún profesor. Solo un leve murmullo. Respiro, agarro el picaporte, me armo de valor y, con decisión, abro. Efectivamente no hay ningún profesor en el estrado. Solo alumnos en sus pupitres que se giran hacia mí. "Hola, profesor" -dice alguien. Creo reconocerlos. Son mis alumnos que me estaban esperando. Los veo siempre todos iguales. Y los de este curso iguales a los del curso anterior y a los del anterior aún. Pero esto me tranquiliza. Soy yo el único que no soy el mismo. Me dirijo a mi mesa. Abro la carpeta. Y les pregunto a los niños: "¿Por dónde íbamos?" No soy capaz de precisar en qué nivel y curso estamos. Hago un esfuerzo enorme por recordar. Ya: tenemos que leer un texto del Protágoras de Platón. Me lo acaba de chivar la alumna más lista de la clase. Debo estar pues en el curso 9º. Ahora lo veo claro. Son los alumnos de la tutoría de doña García, la profesora de historia.

Mecánicamente comienzo a leer el texto de Platón. Y mecánicamente voy explicando cada palabra, cada concepto, cada idea, cada relación de ideas. Los alumnos me escuchan, pienso, o sueño, algunos escriben. ¿También ellos están muertos? ¿También ellos tienen la cabeza en otra parte? ¿También ellos se han preguntado esta mañana qué extraño ser venía hoy a darles clase? ¿Qué animal? Los niños, con sus caras aun por conformarse o definirse, siempre me han inquietado. Incluso podría decir que me han dado miedo: sus rasgos aún no formados del todo, sus gestos en cambio tan exagerados, rostros extraplanetarios o extraplacentarios o extratemporales, como insectos diminutos vistos en una gota de agua iridiscente a través de la lente mágica y sutilmente pulida de un microscopio.

Cada hora de clase es una nueva tortura, que termina de pronto con las trompetas del apocalipsis, con un timbrazo repentino que ensordece y ciega por unos instantes. Los muchachos salen del aula en tromba mucho antes de que yo pueda recuperar mis ojos y mis oídos. Permanezco solo en el estrado, junto a la pizarra y frente a los pupitres vacíos y silenciosos, bajo la tenue y parpadeante luz de los fluorescentes, mirando en las paredes una tabla periódica, una reproducción del Guernica, una bola del mundo, una ajada cartulina semidescolgada con el rostro altivo de Isabel la Católica mirando hacia el suelo,... En el centro del techo del aula hay un gancho. Siempre desconocí su función. Pero en este instante sé que si hubiera en el cajón de mi mesa una cuerda lo bastante gruesa como para soportar mi peso, ya la habría descubierto. Afortunada o desgraciadamente no tengo tiempo para pensar o seguir soñando. Debo emprender de nuevo la marcha en busca de la siguiente aula y del siguiente curso. Bajo el dintel de la puerta del aula que voy traspasando me vuelvo a cruzar con la señorita Carrascal. Sé que es ella porque lleva una margarita prendida del pelo, muy cerca de su oreja izquierda: "Hola, profesor Martínez. Tenga usted un buen día" -me dice, sonriendo. Yo no consigo decirle nada.

sábado, 3 de mayo de 2025

Cuestión de fuerzas:

 

El patio del colegio no era cuadrado. Tampoco lo era su organización ni probablemente nada en el barrio tuviera un orden simétrico o armónico o matemático. De un lado, una tapia gruesa y alta, más alta que las cabezas de los mayores, de los otros cuatro lados paredes de distintos edificios, de distintas alturas. No todos debían ser aularios, porque a veces los vecinos tendían de los cordeles entre dos edificios la ropa mojada. El suelo del patio, irregular, era de albero sucio y duro. Los alumnos accedíamos al colegio por la puerta situada en el centro de la tapia alta y nos íbamos colocando en filas por grupos de clase. El primero que llegaba se colocaba al principio de la fila de su clase y ahí pretendía mantenerse hasta que llegaba el grandullón de nuestra clase, Nicolás. Aunque traspasase el umbral del patio el último, siempre se colocaba el primero. Después llegaban los tutores y se situaban en la cabecera de la fila. Nuestro tutor era don Juan, el profesor de francés. No era de los más viejos. Cuando un alumno, de los de los cursos superiores, salía al patio a tocar la campana, las filas de niños, encabezados por sus tutores, íbamos entrando por riguroso orden alfanumérico en los pasillos que conducían a nuestras aulas. «Disciplina militar», parecía quejarse don Juan.

La salida del colegio, en cambio, era completamente caótica. Este caos empezaba aún antes, en el interior de las aulas. Unos minutos antes de que sonase la campana, ya estábamos algunos alumnos inquietos por salir corriendo. Los materiales escolares ordenados sobre la mesa, para, rápidamente, poderlos introducir en la maleta y salir pitando del aula, a empujones y en carreras por los pasillos, atravesando el patio entre gritos y cruzando hacia la calle en la que ya recuperábamos la calma. El grandullón era de los últimos en entrar por la mañana, pero también era de los últimos en salir del colegio. Aunque gritaba y empujaba todo lo que podía, no solía correr. Ahora creo que aunque alto y grande, entonces también era gordo y fofo. Cuando se reía, que era casi siempre y por todo, lo hacía sonoramente dejando caer la saliva por un mentón casi inexistente. No obstante, Nicolás tenía algo que nos hacía respetarlo como buen amigo.

Recuerdo que debió de ser un día de primavera, tal vez de finales del segundo trimestre. Cuando el grandullón llegó adonde estábamos todos, con todos me refiero a los cuatro que siempre solíamos volver juntos desde el colegio a casa, preguntó: “¿Qué hacéis, niñas? Os he dicho mil veces que no me esperéis. Venga, todos corriendo”, nos arengó mientras le daba un empujón a Manolo, el Canijo. Todos nos pusimos en marcha y corriendo nos alejamos unos metros dejando solo a Nicolás.

Desde lejos lo mirábamos atrás y lo veíamos cargar con la maleta, sudar y jadear. Pero aquel día, el grandullón iba más despacio que de costumbre, jadeaba menos, aunque llevaba la camiseta empapada de sudor. Vimos cómo se paró en mitad de la calle, cómo miró a un lado, cómo se acercó a una pared y cómo se puso a hablar con alguien. Después se le acercaron tres más por detrás. Lo rodearon, lo empujaron, le abrieron la cartera y le desparramaron los libros por la tierra. Entre los cuatro empezaron a pegarle con los puños y los codos. Patadas también le dieron. Los cuatro amigos, a unos cien metros de la paliza, nos miramos, alguno intentó echar a correr, pero finalmente no hicimos nada. «A ver, nos ha dicho que lo dejemos solo», dijo el Orejas.

Cuando los otros se fueron y dejaron a Nicolás tumbado en la tierra, dolorido, llorando y sangrando por un labio y una ceja, nos acercamos a él. Intentamos levantarlo del suelo, pero él hizo un gesto con la mano, como diciendonos que lo dejáramos en paz, que no lo ayudáramos. Después, cuando logró levantarse, solo, nos miró a todos con desprecio. Entonces yo no sabía bien lo que era esto del desprecio.

Al día siguiente Nicolás no volvió al colegio. Ni al siguiente ni al siguiente del siguiente. No volvió en todo el resto del curso.

El Orejas escuchó a su hermano mayor decir que la paliza se la había dado el Garrotillo con tres de sus colegas. El Garrotillo era el hermano menor del Garrote. Éste, el Garrote, era alto y fuerte, pero su hermano menor, el Garrotillo, era un tipo canijo y enano, que tenía muy mala leche, según se rumoreaba por el barrio. Era famoso por ser un auténtico terror sin ningún freno de ningún tipo. El hermano del Orejas le contó que Nicolás había empujado por error a una niña de otra clase que era del interés del Garrotillo. Parece que fue por eso por lo que recibió la paliza. Seguro que Nicolás ni se había dado cuenta de ello ni sabía por qué había recibido la paliza.

Después de algunos meses, en verano, estando ya de vacaciones escolares, nos encontramos a Nicolás al otro lado del campo que había más allá de la iglesia, junto a los enormes tubos de cemento rotos y abandonados donde solíamos jugar al despiste. Estaba muy cambiado. Había crecido aún más y estaba más delgado y fuerte. Nos contó que su padre había decidido que dejara nuestro colegio y lo inscribió en otro religioso donde la disciplina y el orden eran mayores. Nos dijo también que había empezado a ir a un gimnasio en el que hacía ejercicios todos los días y practicaba boxeo. Por lo visto era una promesa en este deporte. Verdaderamente sus brazos y piernas eran musculosos. El Canijo le preguntó que por qué hacía eso. Y él le respondió que porque cuando estuviera preparado iba a buscar al Garrotillo y le iba a devolver la paliza que le había dado. Yo le pregunté que cuándo sería eso. Y él me respondió que ya me había dicho que «cuando estuviera preparado».

Pasó todo el verano y empezó el nuevo curso. El colegio seguía igual, pero, de alguna manera, echábamos de menos al grandullón. Semanas después, otro, de otra pandilla, también grande y más bien bobo, lo había sustituido.

Unos días antes de las vacaciones de Navidad me encontré con Nicolás más allá del campo de la Iglesia. Estaba aún más fuerte y grande que la última vez. Pensé que ese Otro le duraría muy poco a nuestro grandullón.

  • Adónde vas, Nico -le pregunté-.

  • ¡Negro! -me respondió apenas con un susurro y esbozando una sonrisa-.

  • ¿No vienes ya al colegio?

    Después de unos segundos me respondió:

  • Mi padre no quiere.

    Más tarde dijo:

  • Ahora me dedico solo al gimnasio. ¡Mira! -ordenó-. Y se agachó junto a uno de los enormes tubos de cemento del descampado y lo levantó del suelo sin apenas esfuerzo. Después dijo:

  • Súbete arriba.

    E, igualmente, volvió a levantar el pesado y enorme tubo conmigo sobre él.

Estuvimos un rato buscando sin mucho éxito peleles hasta que me dijo, con una voz muy baja, que ya estaba preparado para ir a por el Garrotillo y devolverle lo que le debía.

Yo le pregunté que «¿Por qué seguía con eso? ¿Si aún no lo había olvidado?» y él me respondió, con los claros ojos brillando, que «ese muñeco le había hecho mucho daño y que a él no le pegaba nadie».

Ya estaba cayendo la tarde cuando se marchó.

Me quedé preocupado y pensativo, y, por ello, creo, que empecé a seguirlo desde lejos.

Vi cómo se introdujo por el callejón que hay más acá de la fábrica de naranjas, cómo lo recorrió hasta el fondo y cómo después giró a la izquierda por un camino de tierra que llevaba a unas chabolas construidas con todo tipo de materiales. Yo nunca había llegado hasta allí. Todo me era nuevo y extraño. Nicolás se acercó a una de las chabolas, a unos veinte metros y gritó.

  • ¡Eh! Mierda. Sal, si tienes güevos.

    La noche era cálida y pensé que me hubiera dado mucho miedo si ese grito me lo hubiese dirigido a mí.

Escuchamos un chirrido y vi una cancela abriéndose. Me pareció ver, al borde la noche, la silueta canija del Garrotillo.

Cuando éste miró hacia la figura de quien lo increpaba se quedó quieto, pero cuando lo reconoció pude ver un brillo en sus dientes blancos.

  • ¿Qué quieres, maricón? ¿Aún te debo algo? -preguntó con voz estridente.

  • Sí, aún me debes. Tú y tus tres amigos. Y tú me lo vas a pagar ahora -dijo Nicolás con voz clara y recia, segura de sí-.

  • ¡Vete, si no quieres problemas! -volvió a decir el Garrotillo después de soltar una carcajada entre hipos.

Nicolás echó a correr hacia su casi nulo oponente. Cuando se acercó a él se detuvo en seco. Lo miró y pareció dudar.

El Garrotillo, quieto, no dejaba de enseñarle los dientes brillantes. Creo que estos, sus dientes, fueron los que detuvieron a Nicolás. Después aquél dijo algo que no pude o supe oír -parecía el graznido o el chirrido de un insecto- y que hizo que Nicolás recuperara aparentemente sus ganas de lucha. De un salto se lanzó hacia el Garrotillo, pero cuando iba a agarrarlo por la cabeza para destrozar al bicho, tropezó o se le doblaron las rodillas o lo invadió una sensación extraña de arrepentimiento o simplemente se olvidó de dónde estaba o quizás se dejase caer. Pude ver al Garrotillo mirarlo con desprecio. Ahora sí que aprendí lo que esto significaba, y rápidamente sacó, no sé de dónde, una navaja y se la puso a Nicolás en el cuello, diciéndole:

  • Muy bien, maricón. A lo mejor no eres tan inútil y aún puedes limpiarme las botas con la lengua. Venga, maricón, lámelas.

    Yo vi a Nicolás, enorme y fortísimo, agachado de rodillas, lamiéndole las botas, llenas de fango, al Garrotillo. Entonces no pude más y me acerqué corriendo hacia ambos. Empujé al insecto, que se asustó cuando me vio aparecer de repente en mitad de la noche, me abracé a Nicolás, lo ayudé, ahora sí, a levantarse y le dije:

  • ¡Venga! ¡Ya está bien! Volvamos al barrio. Nadie va a saber nunca nada de esto.

Intercambio a tres voces:

 

Primera voz:

HE VENIDO A ESCRIBIRTE, ES DECIR, A SER:


En la extremidad de mí estoy yo. Yo, implorante, yo, la que necesita, la que pide, la que llora, la que se lamenta. Pero la que canta. La que dice palabras. ¿Palabras al viento? Qué importa, los vientos las traen de nuevo y yo las poseo.

Yo al lado del viento. La colina de los vientos aullantes me llama. Voy, bruja que soy. Y me transmuto.

Oh, cachorro, ¿dónde está tu alma? ¿Está cerca de tu cuerpo? Yo estoy cerca de mi cuerpo. Y muero lentamente

¿Qué estoy diciendo? Estoy diciendo amor. Y cerca del amor estamos nosotros.

Clarice Lispector.


Segunda voz:

SONETO DE LO POSIBLE:


Puede ser que una vez / en un desvelo

descubramos que el mundo es una fiesta

y encontremos al fin esa respuesta

que desde siempre nos esconde el cielo


puede ser que una noche / en algún vuelo

ganemos sin querer alguna apuesta

y advirtamos que un alma está dispuesta

a servirnos de paz y de consuelo


puede ser que el transcurso de los años

nos vaya proponiendo otra corriente

dejándonos con suerte y sin extraños


y aunque en la piel nos queden cicatrices

desde el viejo pasado hasta el presente

puede ser que logremos ser felices.

Mario Benedetti.


Tercera voz:

Ahora que no estás lejos, o que no estás más lejos que lo que no soy, lo sé, creo. Porque pido, porque lloro, porque me lamento, porque te añoro, porque canto, o te canto, creo. Porque digo palabras y al viento las lanzo; pero ¿qué importa el viento si me las devuelve a la cara con un eco agresivo? "Amor", "No te vayas", "Mi vida sin ti es nada",... ¿Qué extraños objetos son estas voces, que siendo mías no las poseo? Marchan, con el viento de cara, hacia un pasado que no conocieron. Y yo frente al viento permanezco con los pies bien plantados sobre la roca. El viento sabe más de mí que yo mismo. Tal vez por ello, quiera lanzarme hacia atrás, junto a mis palabras lanzadas por necesidad. ¿Cómo ser voz para dejarse llevar por este viento sabio? ¡Tan cerca del amor estabas y yo no supe cómo mirarte! El mundo, entonces, era una fiesta. ¡Qué desvelo! Grito: "Enigma" y el viento me responde "Respuesta". Yo creí, ciego entonces, que eras un enigma por desvelar. Hoy sé que tú eras la única respuesta. El viento insiste en repetir mis voces y llevarlas arrastradas hacia atrás, pero yo no soy como ellas, a mí este viento solo me conmueve, pero no puede arrastrarme, porque no soy otra cosa que mi cuerpo. Otra cosa que mi cuerpo no es, no existe, no consiste, tampoco fue, por más que me repita mil veces lo contrario. Alguna noche, en algún vuelo creímos que la felicidad era posible, incluso fácil o inevitable. ¡Qué poderoso el engaño de hacernos creer lo que siempre creímos! Entonces el viento de nuestras ilusiones nos llevaba de un lado a otro sin sentir siquiera que estábamos fijos en el mismo lugar. ¿Ahora? Ni tú ni yo estamos donde entonces ni volveremos a pisar las huellas de la misma orilla, por mucho que sepamos, y así lo gritemos, que esas huellas son las cicatrices que nos abrasa nuestra piel.


jueves, 17 de abril de 2025

Desencuentros. Dos escenas:

 

"Se queda sola, iluminada

por la oronda luna. Calma.

Tatiana escribe, siempre fijo

el pensamiento en Oneguin.

La carta de la joven virgen

rebosa de amor sincero.

Por fin la tiene terminada.

Tatiana, ¿a quién la has destinado?"

(A. S. Pushkin, Eugenio Oneguin. Cap. III, Poema XXI)



Primera escena:

En el centro y al fondo del escenario se ve un banco rodeado de frutales y de voluptuosas flores. Debe ser primavera. Se escucha música que parece provenir de un salón lateral. Una joven sale del salón por el lado derecho del escenario. Va vestida con traje de fina gasa. Su cabello, media melena, está levemente sujeto para que se descuelgue apenas sobre su espalda. No lleva tocado. Se sienta en el banco y suspira. Parecería el banco del amor si ella no estuviese sola o tal vez sea el banco del amor precisamente porque ella está sola. Se hace el silencio, como si el salón de baile contiguo se hubiera distanciado kilómetros o leguas o verstas. Comienzan a escucharse los trinos de los ruiseñores. Ella mira al horizonte pensativa. Vuelve a suspirar. Agacha su cabeza.

Por el lado izquierdo del escenario entra un joven. Lleva frac con el cuello alzado, pantalones grises bombachos, el sombrero de copa entre las manos, porta largas, voluminosas y rizadas patillas. Se acerca lentamente hacia el banco. Se para a unos dos metros de la joven.

Ella levanta el bello rostro y lo mira a los ojos. Antes ha suspirado. Definitivamente es el banco del amor. Él rehúsa mirarla. Hablan. Tal vez ella preguntase “¿Por qué?”. Tal vez él respondiese: “No puedo entregarte mi vida” o “Tengo otras misiones”, “o negocios”, “o asuntos”, “o tal vez”. Ella prefirió no responderle y por ello quizá bajase su mirada y se levantase del banco. Una vez a su altura él no supo ya qué decirle. Él le entregó una carta. Tal vez la carta que ella le enviase y en la que le confesase su amor. Muy atrevida debió de ser ella para tal hazaña. Él le devolvió, pues, su carta. Ella la recogió y la arrugó entre sus manos. Ahora no dejaba de mirarlo. Él agachó su cabeza antes de girarse y salir por donde había venido. Ella, lentamente, apesadumbrada quizá, volvió hacia el salón lateral donde otra vez sonaba la música, un vals. El banco del jardín, del amor o del desamor, quedó vacío y lentamente va yendo al negro.


Segunda escena (quince años después):

En el centro y al fondo del escenario se ve un banco rodeado de árboles descuidados. Parece el mismo banco de la escena anterior, pero es otro. Este está más viejo, más ajado, como el jardín. Es otoño. Un otoño muy húmedo y gris. Incluso ventoso. Nuevamente se escucha música procedente del salón lateral. Un hombre entra por el lado izquierdo del escenario. Parece provenir del exterior de la finca. Viste con un traje chaqueta negro. Es elegante, pero algo denota en él que su apariencia exterior no se ajusta a su sentir interno: tal vez camine con cierto desequilibrio, aunque rápido. Sí, parece que tiene prisa. Se sienta en el banco y espera. Impaciente. Lleva un sombrero hongo entre sus manos. No para de darle vueltas. Quizá esté nervioso.

Deja de sonar la música y se hace el silencio en el jardín. Pero en esta ocasión no se escucha a ningún ruiseñor ni a ninguna otra ave canora. Solo se escucha el viento. O tal vez sean los suspiros violentos y desasosegados del hombre. Aún porta las patillas rizadas y voluminosas de la escena anterior.

Por el lado derecho se acerca una mujer. Lleva el pelo recogido en un moño alto. En sus cabellos brillan algunas perlas. No lleva tocado. Su vestido es delicado, pero no de gasa. Camina despacio hacia el banco. Observa al hombre. ¿Lo reconoce? No se sienta a su lado.

Cuando él la mira, deja su sombrero sobre el banco y le extiende ambas manos hacia las de ella. Ella le toca los dedos a él. Él intenta agarrarlas para atraerlas, parece. Ella no se lo permite. Permanece de pie. Él se levanta y habla con ella. Tal vez le implore diciéndole: “Por favor. He comprendido. No puedo vivir sin ti”. Tal vez ella, seria, le responda: “Lo sé, pero no es ahora el momento”. Él le entrega una carta. Ella la recoge, pero no la lee. La arruga en su mano derecha. Parece que quiere marcharse. Quizá él le pregunte: “Pero ¿es que ya no me amas?” y quizá ella, parándose en seco antes de marcharse definitivamente, le responda: “Esa no es la cuestión. Claro que te amo. ¿Acaso vale la pena fingir? Pero la cuestión es otra. Ya no es el momento”.

Ella abandona el jardín y sale del escenario por la puerta que da al salón de baile. Vuelve a escucharse la música.

Él se queda en el centro del escenario delante del banco del amor o del banco del desamor, ese que nunca estuvo ocupado por los dos amantes a la vez. Él sale lentamente del escenario por el lado izquierdo. Poco a poco el banco va fundiéndose al negro.

jueves, 27 de marzo de 2025

Dos adioses:

 

Aunque nací en Sevilla, España, he vivido toda mi vida en Córdoba, Argentina.


De Sevilla y de España solo recordaba una amplia habitación con una cama y una mecedora, un armario también había, una mesa tal vez, unas sillas y un rostro arrugado que me miraba sin mucho amor. El áspero rostro de mi abuela paterna. Y no recordaba nada más, porque a mis cuatro años mis padres embarcaron conmigo rumbo a Argentina. Algunas imágenes de Buenos Aires, pocas tambien, y después todo el resto de mi infancia, de mi juventud y de mi vida en aquella Córdoba, la de allá.


Araceli había fallecido en un pueblito de Huelva y, antes de todo..., lo único, lo primeo y lo último que quería hacer era visitar el lugar donde ella había decidido morir.


Araceli era mi hija. Siempre tuvo una vida difícil. De niña apenas comía, porque, decía, todo le sentaba mal. Permanentes conflictos con sus amigos y compañeros escolares. ¡Todo se lo tomaba tan en serio! A veces pienso que ella siempre estuvo incómoda consigo misma. Siempre salvo aquella vez en que, por su cumpleaños, 14, le regalé unos versos. Se los metí en una cajita de madera con la tapa desencajada. Cuando la abrió con expectación pudo leer lo que yo le había escrito pensando en ella:

A mi hija:

Sueño

que sueñas

que te viene el sueño

en que te recojo

en mis brazos.


A ella le encantó tanto el poema que me abrazó, me beso y se marchó corriendo a su habitación con la cajita de madera que tenía la tapa desencajada y el papel del poema arrugado entre sus manos.


Después su vida siguió recorriendo los derroteros previstos de sorpresas, decepciones, traiciones, y compromisos y amores contrariados. Su vida fue... como la de casi todos... un pequeño desastre. Pero tampoco era Araceli de las que se dejan ayudar fácilmente. Mis brazos, siempre abiertos para ella, no lograron cercarla en aquellos momentos en que más lo hubiera necesitado.


Una tarde nos llegó a Amelia, mi esposa, y a mí una carta remitida por nuestra hija: «Me voy a España -decía-. Estoy harta de Argentina y de los argentinos. Quiero darle un giro definitivo a mi vida.» Y acá que se vino. Tanto Amelia como yo, en el fondo, nos alegramos. Sabíamos que nuestra hija, cómo decirlo, tenía una mala racha, eso es, y, por qué no, empezar de nuevo en otro lugar. Pero ambos sabíamos también, o al menos yo estaba seguro de ello, que el lugar era lo de menos, que el problema lo llevaba Araceli consigo misma y que si no había logrado desprenderse de él en Argentína tampoco lo lograría en España.


El pueblito en que decidió fallecer Araceli se llama Mazagón. Me había informado de que estaba en la costa de Huelva, cerca de la capital.


Cuando llegué a este pueblo andaluz, el autobús me dejó en una plaza pequeña junto a un hotel. Esta plazoleta estaba cerca de la fonda en que habitó Araceli sus últimos días. La luz lo llenaba todo. Y el olor del mar. Entendí rápidamente por qué ella había elegido ese lugar. Pero yo no quería permanecer mucho tiempo aquí. No podía. Solo perseguía encontrar algún detalle que me hiciera recordar a mi bella Araceli, su paso, por leve que fuera, algún pequeño objeto que me confirmara de su presencia y de sus últimas horas.


Al día siguiente, muy temprano, me dirigí hacia la fonda donde ella se había hospedado.


  • Buenos días -le dije a la mujer que estaba dormitando en una mecedora.

El vestíbulo de la casa estaba limpio. El suelo era de losetas de barro cocido y las paredes estaban encaladas de un blanco sorolliano.

Le conté a la mujer a qué venía. Ella escuchó atentamente y sorprendida me dijo:

  • Entonces... ¿dice usted que es el padre de Araceli, esa pobre muchacha?

  • Sí -le respondí-. Soy su padre. ¿Ve? -le pregunté enseñándole una fotografía que llevaba en mi cartera.

  • ¿Y dice usted que desearía ver la habitación en que pasó su hija sus últimos días?

  • Sí, esto es. Quisiera verla.


Desde la habitación se veía el mar. La brillante luz del exterior apenas si entraba por la pequeña y cubierta ventana. La cama estaba pegada a una pared. Junto a ella una mesita de noche con una lamparita que tenía una mampara pintada de colores azules y rosas. Sobre la estantería algunos libros.

  • ¿Eran suyos? -le pregunté a la mujer-.

  • No. Los dejó ahí el inquilino anterior. Ella no trajo nada.

Después de unos instantes de silencio en que me dediqué a escrutar cada rincón de la habitación buscando algo que me la recordara a ella sin lograrlo, la mujer me preguntó:

  • ¿Desea usted algo más?

Parecía que tenía cosas que hacer y yo la estaba incomodando más de lo que ella había previsto.

  • No -le dije-. Ya marcho.

Antes de abandonar el lugar, le volví a preguntar a la mujer.

  • ¿Usted la conoció?

  • Sí -respondió-.

  • ¿Y qué opinión se formó de ella? No me interesaba nada la opinión de aquella señora, lo que yo quería saber era qué imagen proyectaba mi pequeña Araceli en sus últimos días.

  • ¡Oh! -dijo la mujer-. Después de un prolongado silencio continuó: Su hija era... como una mariposa en el desierto. Quiero decir que no encajaba ni aquí ni hubiera encajado en ningún otro lugar. Creo que ni ella misma sabía lo que buscaba -concluyó-.

  • Gracias -logré decir-.

  • Una última cuestión. ¿No conservará usted nada de ella?

  • ¿De ella? ¿Algo?... Sí -dijo-. Creo que dejó... olvidado, o lo que sea, un libro sobre la mesilla de noche. Creo que está... sí, aquí.

Y sacó un libro verde de Walt Whitman.

  • Debe ser lo último que estuviera leyendo. Tenga. Lléveselo. Le pertenece.

  • Gracias -volví a decirle- alargando la mano para recoger ese vulgar y pobre tesoro que finalmente había logrado.


No le di ninguna importancia al libro hasta que por la tarde, antes de coger el último autobús hacia Sevilla, estuve leyendo algunos pasajes de Hojas de hierba:


¿Ha pensado alguien que es afortunado nacer?

Me apresuro a informarle que no es menos afotunado morir, y sé lo que digo.

Muero con los que mueren...

(...)

No soy la tierra ni lo que pertenece a la tierra,...

(...)

Esta es la hierba que crece donde hay tierra y hay agua,

Este es el aire común que baña el planeta.


Estuve a punto de arrojar el libro al tacho cuando abriéndose por una página, tal vez algo desencajada, dejó aparecer la esquina de un papel manchado y con unos versos que debían haber sido muy leídos, o escritos, quizá por mi Araceli:

A mi padre:

Sueñas

que sueño

que me viene el sueño

en que me recoges

en tus brazos.

jueves, 20 de marzo de 2025

El monstruo herido:

 


¡No os riais, he dicho! ¡No os riais! Atrás han quedado ya los tiempos en que nuestros padres temblaban con solo ver aproximarse el terrible momento de la entrega de nuestros jóvenes más prometedores para satisfacer las aviesas, perversas y miserables intenciones y actos del monstruo de cuerpo de guerrero y cabeza de toro. Entonces ellos clamaban y suspiraban porque no fuesen sus hijos los elegidos por el rey, pero también lloraban por los que finalmente eran los elegidos, aunque no estuviesen entre ellos sus propios hijos. Entonces ellos, nuestros padres, sentían que los hijos de los otros eran los suyos propios. ¡He dicho que no os riais!

Nosotros vivimos ahora en un tiempo diferente. No son ya nuestros hijos e hijas quienes tienen que satisfacer, por el bien de todos, las necesidades o los caprichos, para el caso es lo mismo, del terrible monstruo de cuernos, fuerza y respiración de toro. El minotauro es ya un ser viejo, desdentado y enfermo. Ya no genera miedo. Pero no os riais, que tampoco lo que genera es risa.

Entonces, cuando era joven y fuerte, nadie se atrevía a murmurar ni a decir nada ni, por supuesto, a reírse. Acuérdate, Arístides, de cuando fue tu primogénito uno de los elegidos para satisfacer las necesidades libidinosas del monstruo. Algunos que lograron escapar de sus zarpas contaron cómo lo agarró de los brazos, cómo lo lanzó al suelo bocarriba, cómo le levantó ambas piernas al aire, y cómo lo sodomizó cara a cara, aliento frente a aliento. El miedo y los desgarros acabaron con la vida de tu hijo. Y como tú, Arístides, muchos otros sufristeis, por el bien de toda la ciudad, las atrocidades del minotauro. ¡Que nadie se ría ahora, porque entonces nadie lo hacía! ¿O es que creéis que entonces éramos bestias y no hombres?

¿Qué teníamos que haber hecho para no sucumbir al miedo y a la fuerza opositora? ¿Qué podíamos haber hecho? Todo lo intentamos, nada conseguimos. ¿Esto hace peores a nuestros padres? Nosotros tampoco hicimos nada más que sucumbir, implorar a los dioses y dejarnos matar pagando el tributo acordado por nuestra cobardía e impotencia.

En el fondo, reconozcámoslo, admirábamos su fuerza, su altura, su vigor, su mirada impenetrable y su virtud. Muy en el fondo todos hubiéramos querido ocupar el lugar del monstruo. Pero ninguno supo o pudo hacerlo. Miserables fuimos y más miserables seríamos ahora si nos dedicásemos a reírnos de él porque está viejo, cansado y enfermo, y porque ya no asusta ni a las vírgenes vestales. Su verga está flácida como un cordel destensado. Si miserable fue él entonces, miserables fuimos todos. ¡Mirad todos cómo llora Arístides! Llora porque sabe que digo verdad.

Admitamos que admirábamos su fuerza y su virtud. Ahora, viejo, vencido y derrotado, solo genera compasión y pena. ¿Hay algo más trágico que tener que ver con tus propios ojos cómo alguien que fue puro vigor y duros músculos, ande ahora con dificultades, quiera, bravo, embestir y no alcance siquiera a levantar la cabeza porque solo tiene fuerzas en su cuello para agacharla?

Mirad, ciudadanos, por honor, por el suyo y por el nuestro, demos muerte piadosa a la bestia y callémonos. No digamos una palabra más. Sólo el silencio puede borrar la línea que nos separa de nuestro propio pasado. Reconstruyamos nuestro honor a partir de este silencio y que solo vuelvan a hablar quienes tengan verdaderamente algo sensato que decir con la cabeza alta y mirando hacia adelante.

domingo, 2 de marzo de 2025

Importancias relativas:

 

Lo imposible es lo que ocurre visto desde fuera, pero no sabes cómo decirlo.

Crees que fue en el parque grande de las afueras de la ciudad. Estuviste contemplando a una pareja de enamorados: agarrados de las manos, enlazaban sus labios sin despegarlos un instante. Crees que no se hablaban entre sí, pero desde la distancia en que te encontrabas era imposible saber esto. Ella tenía los ojos cerrados; él, en cambio, estaba ansioso por no cerrarlos, por no perderse nada de lo que le estaba sucediendo.

De repente empiezas a elevarse por los aires. Primero muy despacio y como dudando. Te elevas apenas un centímetro para volver a caer a tierra y de nuevo hacia arriba y hacia abajo otra vez. Hasta que definitivamente ocurre el equilibrio necesario y lentamente comienzas a elevarte, como si levitaras, hacia arriba, hacia las nubes, muy despacio. Puedes ver a la pareja de enamorados que sigue con sus besos y sus caricias, ajenos al extraordinario suceso que está aconteciendo a unos metros de ellos. Puedes verlos desde arriba, casi sobre su exacta vertical. Aún puedes identificarlos como dos enamorados, porque no es mucha la distancia que te separa de ellos. Después sigues ascendiendo. Ves las copas de los árboles desde el cielo y ves también el parque entero, no tan grande como parecía desde el suelo, y la ciudad, y sigues ascendiendo hacia las nubes. El suelo parece aplastado o aplanado. Apenas distingues cumbres. Desde la altura de las nubes, las montañas son poco más que una planicie rugosa. Sigues ascendiendo y ascendiendo. Sientes cuando sales de la atmósfera terrestre. Al principio crees que te falta el aire, que no puedes respirar. Te agarras la garganta. Toses. Descubres que no necesitas el aire para nada, que puedes seguir contemplando la Tierra desde fuera de ella y que no le ocurre nada a tu cuerpo. Y sigues ascendiendo, o tal vez sea más exacto decir, alejándote. Se te viene a la cabeza la palabra «extrínseco». Logras ver la Luna a lo lejos y otros astros. Crees pasar demasiado cerca de Marte, y de, supones, Saturno. Pero no estás seguro. Sientes un vértigo, mayor que cuando dejaste la atmósfera terrestre, cuando descubres que has abandonado el Sistema Solar. Lo sabes porque no conoces o identificas nada de lo que ves. Astros y más astros por todos lados. No sabes qué es arriba o qué es abajo. No sabes si estás al derecho o al revés, pero tampoco necesitas saberlo. Tú sigues levitando o ascendiendo o alejándote o viajando. Pasados muchos días, si es que esto puede seguir diciéndose así, ves a lo lejos un extraño punto blanquecino. Es la galaxia de la que partiste. Ves también otras galaxias. No sabes adónde te conducirá este extraño ascenso o viaje. Tampoco parece importarte. Tampoco puedes evitarlo. No logras acordarte de nada de lo que sucedía allá abajo o allá a lo lejos, en la tierra, en tu ciudad, en el parque. Como si todo aquello no tuviera ninguna importancia desde aquí, o como si hubieras decidido que realmente nunca la tuvo. Te sientes no solo, sino único, pero no por ello privilegiado, aunque seas lo más cercano a Dios que ninguna religión imaginara jamás.

Sigues avanzando y crees que estás llegando a los límites del universo, si es que el universo tuviera límites. Comienzas a aburrirte, te cansas de mirar, porque lo que más hay es nada. Piensas: «lo que abunda es la ausencia, el vacío, la nada, la soledad. Lo extraordinario es la compañía, la materia, ésta es lo verdaderamente único y divino, y en ella, en la materia, aún más extraordinario, la vida y la conciencia, y la conciencia de la conciencia». Empiezas a aterrarte. Ahora el vacío te angustia. No puedes desesperarte, pero estás asustado, impresionado, aturdido. Deseas no seguir ascendiendo o alejándote. Deseas huir, por qué no, morir. Pero no puedes hacer nada para lograrlo. Cierras la boca para no respirar, pero no hay oxígeno a tu alrededor. Esfuerzo inútil.

De repente, de nuevo sientes que algo pasa, te has parado en mitad de una noche inmensa. Sabes que no avanzas. Después de unos segundos, quién sabe, o de unos días o de años quizás, empiezas a retroceder, si esto se puede decir así. Comienzas a bajar, a volver.

A lo lejos vuelves a ver tu galaxia y otras más lejanas. Crees identificar más tarde, mucho más tarde, a Plutón y a Urano. Allí ves a Marte y más allá la Tierra con su satélite. «¡Qué verdadera belleza!», te dices.

Notas un escalofrío cuando comprendes que estás de nuevo ingresando en la atmósfera. Vuelves a respirar. Te sientes agotado. El oxígeno te quema los pulmones como si llevaras años sin usarlos. La tierra te parece una enorme planicie. Sigues bajando, ahora sí, volviendo. Identificas los límites de tu ciudad y después los del parque. A lo lejos ves una pareja de enamorados que está besándose tiernamente. Sus manos están entrelazadas. Piensas que no pueden ser los mismos que recuerdas, porque estos, por sus aspectos, tienen no menos de noventa años. Pero tú sabes que son los mismos individuos, que decidieron enlazarse y así han continuado por siempre. Ella, inconsciente quizá, o sabia, sigue con sus ojos cerrados. Piensas: «¡Qué extrañas decisiones toman a veces los humanos!» Y depositas con esta meditación tus pies en el suelo.

Feliz día del inocente:

 

Este hombre o mujer, para el caso que me ocupa es lo mismo, que, como todas las mañanas desde hace más de veinte años o veinte mil, se levanta temprano, antes de amanecer, tal vez también puedan ser doscientos mil, que cree que le gusta el silencio de este único momento en que se prepara un café antes de ducharse y de marcharse a trabajar duramente y a luchar con y contra otros como él para conseguir todo o nada y que observa ese instante en que la luz, por unos segundos, toma tonos rosas y brillantes, anunciando el comienzo de un nuevo y prometedor día, y al final, como todos los anteriores, decepcionante. Que confía en ese momento matutino e inocente en que este día será distinto y único, como únicos son esos segundos en que el sol, apenas en el horizonte, empieza a acariciar la materia con dedos o rayos más rosas que naranjas, confiriéndole a ésta, a la materia, una suerte de espiritualidad mentirosa y falsa, como falsas son las expectativas de este hombre (o mujer) despierto y dispuesto a afrontar lo que tenga que venir y como tenga a bien venir. Con la cara alta y la mirada menos triste que cansada (y eso que aún no ha levantado ese sol traidor, siempre al servicio del tiempo que transcurre inexorable para lograr siempre finalmente llegar por sorpresa al lugar donde todos los caminos se encuentran, por sorpresa, sí, siempre por sorpresa -no importa la edad que creas tener, porque no la tienes, porque no eres nada, comparado con ese sol que gira en un ciclo tan amplio que no puedes abarcarlo en tu pensamiento-, ignorante también del lugar que ocupa, del puesto y función que cumple, colaborador necesario y lerdo, insensato, necio y mineral, en este tránsito de la nada a la nada). Y ese hombre (o mujer) que insiste cada mañana cargando, necio también quizás, iluso, ingenuo, trágico como héroe de sino insoslayable que se dirige, incluso sabiéndolo, hacia un final terrible, o no tanto, porque también y según se piense, sea una salvación, una salvación en el vacío, en la nada, cargando o esculpiendo la dura roca que ha de volver a girar una y otra vez, como si fuese su propia lápida con la que, cree, ha de adornar, adecentar, embellecer y, tal vez, cerrar su propia tumba.

viernes, 24 de enero de 2025

Una venganza:

 

- Me preguntaba una cosa... ¿Alguna vez ha hecho algo bueno en su vida?

Wolfer Joe le miró a los ojos y le contestó, retirando los labios de los dientes:

- Sí. Una vez. Traicioné a una mujer.

A la señal del verdugo, unos hombres tiraron de las cuerdas del cajón de embalaje”. (Dorothy M. Johnson: La última bravata. 1957)


Todos en aquel lugar conocían la vuelta de Evelio Valdés. Este había pasado en prisión los últimos diez años y todos rumoreaban en el pueblo que nada más salir volvería a cobrarse la justicia que no le dimos, porque todos en el pueblo habían participado entonces en aquel linchamiento con el que lograron encerrar a Evelio. Todos también sabían que él no era el único culpable, quizá el que menos, del homicidio de su padrastro, y que otros varios se libraron de la prisión con más motivos y aún hoy campaban por las tabernas sin temor alguno. Pero Evelio era el odiado y temido por todos.

Desde niño todos pudimos ver cómo Evelio llevaba la maldad dentro de sí. Disfrutaba cuando pateaba a los perros o a los gatos, cuando abofeteaba a otros niños más pequeños y muchos vimos repetidamente cómo, muy despacio, iba cerrando el puño en alto de su mano derecha conteniendo un canario cantor hasta reventarlo.

Evelio siguió descendiendo por esa senda grasienta y negra que lo condujo a lugares de delincuencia, de tráfico, de broncas y de gestos duros, de dinero fácil, de abultados gastos y de desenfreno permanente. Evelio Valdés siempre estaba metido en algún lío y hacía tiempo que la policía lo contemplaba de cerca. Lo peor de él era que parecía que disfrutaba con el daño que hacía. Y le daba igual a quién. Tal vez por ello, todos quisieron vengarse de él, lo denunciaron en cuanto pudieron y le echaron el muerto del homicidio de su padrasto Ponce, el rata.

Diez años después de aquello todos temían la vuelta de Evelio Valdés al pueblo, porque todos temían su venganza y todos también sabían que su golpe mortal y sádico caería, y caería sobre cualquiera, porque cualquiera éramos todos.

Algunos dicen que lo vieron subirse al tren en la capital. Otros dice que alquiló un coche deportivo. Otros, los menos, coincidían en que tal vez hubiese cambiado de opinión en la cárcel y se hubiese ido en dirección opuesta al pueblo. Pero lo cierto es que en el primer día después de su liberación nadie pudo ver a Evelio Valdés caminar por las calles polvorientas del pueblo. Aún así, nadie, al caer la noche, estaba tranquilo, porque cuanto más tarde se hacía, más amenazante se mostraba su vuelta.

Pasó el primer día y el segundo y el siguiente al segundo y el siguiente, y nadie pudo distinguir la silueta delgada de Evelio dibujarse en el centro de la calle principal. Algunos, los más, empezaban a decir, bromeando de temor: «Evelio se ha marchado lejos, está viejo, le han dado lo suyo en la prisión, no se atreverá a volver». Pero otros, los menos, pensaban en silencio que a más demora, más peligrosa la vuelta.

A la séptima noche, cuando la sombra de Evelio comenzaba a borrarse del horizonte del poblado, y cuando muchos estaban gritando y riendo en la taberna Central y la música sonaba a todo volumen, Evelio Valdés, mostrando sus dientes y mordiendo un palillo abrió las puertas del bar. Todos se giraron y el ruido cesó de repente. Alguien calló la música y todos los allí presentes pudimos escuchar los pasos de Evelio cruzar la estancia, acercarse a la barra y al propio Evelio Valdés decir, como si no hubieran transcurrido diez años desde la última vez:

  • Tomás, ponme algo de beber. Lo que quieras.

Después Evelio se giró, apoyó los codos en la barra y fue mirando, uno a uno, a todos los rostros de los allí presentes. Evelio dijo:

  • Que continúe la fiesta. ¿Por qué habéis callado la música? ¿Acaso no es motivo de alegría mi vuelta?

Y, así, la taberna recuperó lentamente el ruido, pero las voces de los allí presentes se hicieron más comedidas de lo que lo eran antes de su llegada.


Una furcia de marcadas pecas y amenazante escote se le acercó y le propuso:

  • Evelio, ¿quieres invitarme a una copa?

Pero Evelio no le contestó. Ella siguió diciendo:

  • ¿No te acuerdas de mí? Soy la Charo. Me dijiste que te esperara bajo el álamo grande.

Evelio siguió sin decir nada. Tampoco la miró. Fue a sentarse a una mesa en un rincón. No tuvo que apartar a nadie, porque todos iban dejando libre el lugar que ocupaban a su paso. Poco a poco el bar fue desalojándose hasta que en él solo quedaron la furcia, el barman Tomás y el propio Evelio. La noche había concluido.


Pasaron varios días y Evelio no se cobraba su venganza. Muchos en el pueblo comenzaron a relajarse. Algunos opinaban de él diciendo: «No puede hacer nada», «Ha cambiado», «Lo han cambiado en la cárcel», «Siempre fue un cobarde», «¿Quién le teme ahora?». Evelio ni decía ni hacía nada. Solo sonreía, a veces, mostrando los dientes. Aunque nadie lo reconocía, esta su sonrisa, seguía dando miedo a todos.


Aunque nada hiciera, nadie quería a Evelio en el pueblo. Muchos murmuraban entre dientes: «Está esperando algo o preparándolo». Hasta que todos, ya cansados de él y de esta situación insoportable, actuaron como uno solo. La historia volvió a repetirse, pero ahora como farsa cruel, a partir del momento en que Evelio entró en la taberna y antes de que pudiera decirle a Tomás que le sirviera algo, mientras se acercaba a la barra, el idiota de Fran, el Picao, se interpuso a su paso, se enfrentó a él y le dijo:

  • Ya no asustas, Evelio. Queremos que te vayas de aquí.

Evelio bordeó al Picao y siguió hasta la barra. El Picao, por detrás, le puso la mano izquierda en el hombro, hizo que Evelio se girara y le lanzó un puñetazo al rostro con tanta fuerza que estrelló el cuerpo de Evelio en la barra del bar. Después comenzó la pelea en la que muchos participaron golpeando y pateando a Evelio. Finalmente, entre varios, decidieron sacarlo a la calle central y colgarlo de la rama del álamo grande.

Evelio, maltrecho y herido, seguía sin decir nada.

Aún antes de colgarlo definitivamente, alguien, casi implorando, se dirigió a Evelio preguntándole:

  • ¿Pero es que no vas a decir nada?

Evelio lo miró con desprecio, primero a él y después a todos los demás, mostrando sus dientes y esbozando con dolor una leve sonrisa. En este momento supe que la venganza de Evelio Valdés con su vuelta ya se había consumado.

Un instante:

 

Te ves mirando a través del cristal de la ventana. Hace frío. Siempre llegas tarde al colegio. Con el dedo índice dibujas cuadrados y círculos en el cristal empañado. Después, cuando ya no te queda más espacio, lo borras todo con la manga del chaleco y te desplazas a otro cristal. Cuando ya no quedan más cristales en los que dibujar, miras hacia la calle y ves a algún vecino avanzar muy despacio y a otras madres y niños muy abrigados. No piensas nada cuando los miras. Nunca has pensado nada, ni imaginado siguiera, te dices. Ahora sabes que siempre tuviste una tendencia natural y espontánea hacia el dulce y suave dejar pasar el tiempo, aunque ya no la practiques. Tu forma natural de ser siempre fue la molicie o la apatía hacia todo y todos. Siempre te creiste estar situado al margen. Hasta que un día, descubriste que esto era una enorme falsedad, que también eras un niño como los otros. Fue ese mismo día en que murió tu madre.

Te lo dijo tu tío Miguel, recuerdas. Llegó muy temprano a casa, amaneciendo. Abrió el portal de la calle, subió las escaleras y antes de entrar tocó en la puerta con los nudillos, como no queriendo molestar. Después entró con su llave, que era la llave de su hermana, de tu madre, se acercó a ti, te agarró de los hombros y te dijo muy serio: «Mamá ha muerto, Paquito». Y tú supiste entonces, en ese momento, que había algo que sí que te importaba, por lo que sí hubieras peleado. Pero, como siempre, siempre llegas tarde a todo.

Tu hermano mayor, Falito, era quien te llevaba al colegio desde hacía unas semanas. Tu madre no estaba en casa porque decía tu tío que estaba malita en el hospital, que ya pronto se repondría y que volvería a casa. Tú te aprovechabas de que ella no estuviera para quedarte unos minutos más en la cama, remoloneando y volviéndote a dormir. Es verdad que ella no estaba para arroparte, pero eso ya lo sabías hacer tú solo. Falito preparaba tu desayuno y el suyo. El tuyo siempre estaba frío. Él decía que eso era porque tú tardabas mucho tiempo en levantarte, que a ver si creías que el colegio te esperaría a tí y que él no podía tampoco llegar tarde al trabajo, que don Vicente, su jefe, no iba a esperarlo ni un minuto para abrir el taller. Entonces creías que no te acordabas de tu madre, pero no era verdad, tú lo sabías. No podías quitártela de la cabeza. Esto lo olvidabas sobre todo cuando salías de la casa y te marchabas calle abajo, hacia el colegio, con la maleta en una mano y con la otra metida en el bolsillo de la chaqueta. Entonces te acordabas de ella, de tu madre, pero no porque tuvieras que llevar tú la maleta y llevar la mano fuera del bolsillo de la chaqueta. No te acordabas de tu madre porque ella te llevase la maleta con una mano y con la otra te calentase la tuya. Pero eso lo sabes ahora que ella ha muerto, te engañas. Te acordabas de ella sin acordarte, porque entre ella y tú no había distancia. Eso creías. Que erais uno. Por eso no te acordabas de ella, como cualquiera que no se acuerda de que tiene dos brazos o dos manos o dos ojos, por eso, porque los tiene. Y los tiene siempre consigo.

Ahora meditas y piensas largo rato. Tal vez recuerdes. Desde ese instante, confirmas, desde el momento en que el tío Miguel entró en la casa con las llaves de mamá, nunca has vuelto a llegar tarde a ningún sitio ni a ninguna cita.


Obscuridades:

 

Ya desde mucho antes la había presentido, quizá mirado o deseado. Después comencé a andar a trozos, a veces incluso parándome en seco, hacia su habitación, sin haber soltado aún el vaso de ron, sin saber lo que iba o quería hacer. Cuando solté el vaso sobre la repisa del salón aún no sabía lo que iba a hacer ni cómo se lo tomaría ella. Fue entonces cuando noté mi sangre fluyendo por todos los ríos de mi cuerpo, palpitando en mis sienes. El gran salón estaba a oscuras y desierto. Solo un pequeño punto de luz, donde se concentraba todo el universo, brillaba en el pomo de la puerta de su habitación. Acerqué mi mano y lo agarré con decisión, pero necesitando en el fondo salitrero de mis deseos, para evitar la perdición, eso creía entonces, que el pestillo estuviese echado por dentro. Mas el pomo giró y sin ningún obstáculo ni ningún ruido la puerta se abrió. Pude oler el cuerpo de la mulata. Rápidamente, como un felino, pasé el umbral y cerré el pestillo a mi espalda. Escuché silencioso el fluir de su respiración.

Lentamente fui quitándome la ropa mientras la contemplaba en la obscuridad de la noche, sin dejar de mirarla un instante. Ella seguía dormida o eso creía yo. Cuando estaba completamente desnudo me acerqué a la cama. La mulata, de piel de seda, aunque en silencio, tenía los ojos abiertos. Creí que tal vez ella me estuviese esperando. ¿Desde cuándo? ¿Quizá desde que yo la presentiera? Todavía antes pude contemplar la silueta de la mujer yaciendo sobre el lecho. Sus formas eran redondas, como colinas dibujadas por el viento y por el agua. La piel de sus brazos y de sus muslos brillaba en la noche. Hacía calor. Ninguna brisa recorría la habitación, aunque la ventana abierta dejaba penetrar un leve rayo de luna. Sentí con fuerza el deseo de ver el cuerpo desnudo de la mulata. Sentí enorgullecerse el glande liberándose del prepucio, sentí también cómo el pene, comenzaba a cobrar vida, cómo se erguía tal si hubiera sido convocado a una cita ineludible. Con ella desaparecieron definitivamente todas mis dudas si es que en algún momento llegara a tenerlas. No las recordaba entonces. Tampoco las recuerdo ahora.

Cuando me acerqué a la cara de la mulata alargé mi mano derecha para intentar taparle la boca. Pero no llegúé a tocar sus labios, porque ella ya la había tomado con la suya y la había depositado sobre su hombro. Acerqué mis labios a los de ella y noté el vaho caliente que salía de su boca. Su olor a almendras amargas. Nunca había estado tan cerca de ella. Ni de ella ni de ninguna otra mujer, salvo mi esposa. Noté cómo se removían mis testículos en su bolsa.

Mientras le retiraba el camisón empecé a besarla y a pasarle la lengua por toda su piel de seda. Después empezó ella a hacerme lo mismo. Nuestros cuerpos estaban mojados, tal vez sudábamos. No lo recuerdo, porque todo está envuelto en una densa niebla. Sus nalgas, de esto estoy seguro, eran duras, fuertes, incluso musculosas. Estuvimos un largo rato besándonos, chupándonos, mirándonos, deseándonos, acariciándonos, respirándonos, olfateándonos, babeándonos, retorciéndonos, estremeciéndonos, apeteciéndonos, enlazándonos, peleándonos, mordiéndonos, apresándonos, derritiéndonos, calcinándonos, buscándonos, huyéndonos, entregándonos hasta que decidí penetrarla con fuerza por atrás, bien regada mi verga con los flujos de su vagina mientras con mi mano derecha le acariciaba el clítoris, con la misma mano con la que antes quisiera taparle la boca. Me costaba penetrarla, pero ella empujándo me pedía que siguiera, que no retrocediera. Disfrutaba viéndola y sintiéndola disfrutar. El sexo no es ni para cobardes ni para remilgados, creo que llegué a pensar o tal vez esto ocurriese después. Entonces aprendí que es mezcla, mezcla temeraria y audaz, de fluidos, de saliva, de semen, de olores, de alientos, de sudores,... o no es sexo.

domingo, 1 de diciembre de 2024

Cosas de familia:

 

(Breve réplica a Mircea Cărtărescu, a quien nunca le perdonaré lo que me hizo fumar una noche.)


Quizá esta situación, por la que vengo pasando desde hace tantos años que ya me he ido olvidando de cuántos, como si fuera algo por lo que tuviera que pasar inevitablemente, o este pueda ser solo mi deseo, creo, sea consecuencia de haber tenido que crear a mi madre.

A veces he llegado a sospechar, ignoro el motivo, que podía distinguir, sin ningún problema, mis invenciones o mis sueños de esa cosa velada, si no directamente oculta, cuando los párpados están cerrados y completamente ignorada cuando abiertos, y que, con arrogancia, solemos llamar «realidad», pero cada vez tengo por más seguro que esto es otra más de mis ilusiones o alucinaciones o sueños, dado que ahora, en este momento preciso o en este día o mes o lugar, no estoy seguro, nunca estoy seguro de casi nada, tuve que inventarme a mi madre para cubrir el hueco que ella dejara cuando decidió callarse y se calló, extraño voto de silencio, justo en el instante en que yo precisamente necesitaba más que nada su voz, justo cuando yo, iluso, creía que el tiempo no existía o que ya habría un momento más adelante para hablar con ella o para dejar que ella me contara o para que ella se atreviera, finalmente, a hablarme de si el hijo, que creo que ella perdió y que no soy yo, esto lo puedo afirmar con seguridad, existió de verdad, que no fue una invención mía ni tampoco de ella, de la madre que me inventé, o de que miraba sin decir nada, quiero decir si lo perdió en «realidad», o no, si fue fruto de su invención o, con más certeza, creo, de la mía, puesto que a veces, muy pocas veces o una sola vez, decía, o creía yo que ella decía, que ese hijo suyo, mi hermano pues, había muerto antes de nacer yo, pero a veces también parecía que seguía estando vivo cuando yo apenas llegaba a los cinco años o cinco años y medio, o, aún inocentemente, cuando hablaba con el hombre a quien yo creía mi padre, con él ella sí que hablaba, aunque no de esto, y cambiaba mi nombre por el suyo, por el de mi hermano, quien no llegó casi a poseerlo, o quizá fuera mi padre quien se confundiera, cuando él le hablaba de los asuntos de su trabajo aunque ella no le preguntara, y ella le contaba a él acerca de la casa o de algún vecino, pero no de él, de su otro hijo, y no porque yo no quisiera o no lo quisiera él, sino porque esto era cosa de mi madre, cosa exclusiva de ella, porque era su hijo y de nadie más, porque ambos habían compartido solo el lecho y las ganas de amar, y, también, a sus otros hijos, mayores que yo, y más ignorantes que yo incluso, o silentes más bien, respecto a su hijo perdido o desaparecido o muerto, porque, como a mí, también a ellos les daría miedo preguntar, insinuar siquiera una pregunta simple como la de ¿qué pasó, madre?, y por ello, tal vez ellos no, pero yo sí, tuve que crearme una madre apócrifa que me contara, que me dijera, que me hablara, en torno a la que yo gravitara como si fuera no mi madre, mi sol, que no lo era, sino una extraña figura artificial, oculta y silenciada para todos, porque, está claro, que sin respuestas, sin algunas respuestas, no se puede vivir, aunque sean respuestas ficticias, falsas, como falso, aunque cada vez menos, como falso, repito, era el abrazo que a esta imagen le daba cada vez que sentía miedo por desaparecer o por morir o, más cotidianamente, por cruzar el patio de la casa de noche hacia mi habitación, como desapareció o murió mi hermano muerto, dejando a mi madre, la verdadera, muda para siempre y, por ello, lejana, ausente, y a mí solitario, cansado, perdido.

Culpas:

 

Para que no se me olvide, necesito recordar y escribir lo que me ocurrió la primera vez que vine a Murcia. Llevaba varias semanas de trabajo intenso en el que me jugaba mucho dinero. Cómo decirlo, las cosas no me iban nada bien y, para colmo, Mara, la buena de Mara, mi esposa adorada, me acababa de confesar una aventura amorosa, un desliz, dijo, con un compañero de su trabajo.

  • Ha sido algo sin importancia ‒afirmó‒. Ni hubo, ni hay, ni habrá nada entre nosotros ‒añadió también.

    En fin... Cosas... La vida. Cuando llegué a Murcia para cerrar unos tratos estaba en un día verdaderamente deplorable. Como no podía ser de otra manera, los negocios finalmente no salieron como yo hubiera deseado y al día siguiente partiría derrotado de nuevo hacia Sevilla, pero esa noche... esa noche no podía hacer otra cosa que concluirla en un bar cercano al hotel.

El garito estaba lleno, aunque no abarrotado. Me acerqué a la barra y, desde la distancia, por encima de la cabeza de una señora muy delgada que había medio acodada en la barra, le hacía gestos a la linda camarera para que me atendiese.

Ocupada en sus cosas con otros clientes no prestaba atención a mis gestos. La mujer canija que ocupaba la barra, murmurando entre dientes, se levantó del taburete, se colgó su bolso en el hombro y salió del bar. Sólo pude verle su espalda huesuda y su perfil de ambiciosa nariz, su barbilla, apenas sus ojos. Me pareció bonita, aunque no era joven o no lo parecía.

Acodado, ahora sí, en la barra pude llamar a la camarera morena que la atendía. Un güisqui, por favor le pedí. Ella, sin prisas, pero con maestría, fue colocando ante mí un posavasos, un vaso corto con hielo y, después, me preguntó:

  • ¿Qué güisqui desea usted?

  • Me da igual. ¿Cuál tiene? pregunté.

  • Tengo varios dijo.

  • Mire, ponga el que quiera.

  • ¿Le va bien un Jack Daniel's?.

  • Un Jack Daniel's va estupendo dije, agachando la mirada hacia el vaso con hielo mientras giraba mi anillo de bodas en el dedo anular.

    Pude sentir su mirada en mi rostro.

Mientras se giraba para alcanzar la botella la observé detenidamente: era alta y delgada, esbelta. También la observé mientras me servía el bourbon: era muy bella, sus ojos y su pelo, negros, su piel muy morena. Por el acento, parecía colombiana o peruana o de algún sitio de por allá.

Después del primero me sirvió un segundo bourbon. Yo intentaba hablar con ella, pero ella estaba muy atereada con otros clientes. Sabía cómo tratarlos. Poco a poco el bar fue vaciándose y cuando ya iba por el cuarto bourbon ella sacó tiempo para acercarse a mí. Tal vez notase que necesitaba consuelo. O qué sé yo.

Me preguntó:

  • ¿Qué le ocurre, caballero?, ¿se encuentra mál?, ¿o son solo problemas?

  • ¿Problemas? Sí, problemas. Y no pequeños.

  • ¿De negocios? volvió a preguntar.

  • Sí, de negocios también. Pero éstos son los menores.

  • ¿Entonces? ¿Problemas de amor? preguntó insinuando con sus labios una leve sonrisa. Yo volví a girar mi anillo de bodas sin responder nada.

Fue entonces cuando ella empezó a hablar y a contarme una historia extraña.

Primero me preguntó si me había fijado en la señora que ocupaba mi taburete cuando yo llegué.

Le mentí diciéndole que levemente, que apenas me había fijado. Es verdad que sólo le había podido ver su espalda y su perfil, pero claro que me había fijado en ellos y en su extrema delgadez, en su cabello castaño recogido en un moño tirante, en su amplia frente, en su ambiciosa nariz y en sus ajadas manos cuando con ellas se colgaba el bolso en el hombro.

La camarera empezó a hablarme de aquella mujer. Dijo que era una cliente habitual, que auque no frecuentaba el bar a diario, se la veía de vez en cuando por el lugar, que siempre acudía sola y que gustaba de hablar o de hablarse a sí misma, que sus gestos eran nerviosos y que a veces lloraba.

La camarera siguió contándome que, con el mechero clipper entre sus dedos, como si de este emanase un extraño poder, comenzaba a recordar. En ese momento la camarera modificó su voz como intentando imitar con un susurro la voz de aquella señora, "cómo comprobó una vez más, como lo venía haciendo desde hacía semanas, cómo el aire estancado invadía toda la estancia. Cómo lo encontraba en el salón y en la cocina, también en los baños, pero sobre todo ese aire viciado y sucio, polvoriento y seco, lo encontraba en el dormitario, que alguna vez fue el suyo".

Esto fue lo primero que la camarera me contó aquel día en ese pub nocturno de Murcia. También me dijo que a ella le gustaba medio sentarse en el taburete y con los codos apoyados en la barra. También que a aquella mujer le gustaba el bourbon, que por ello me lo sirvió a mí, porque entre los dos observaba una extraña relación. Creo que ella dijo "concomitancia".

Después afirmó que yo debía de ser un individuo raro, dado que me había percatado de su presencia, de la presencia de la señora, cuando nadie lo hacía.

  • Ella siempre pasa desapercibida dijo.

Siguió contándome que no era tan mayor como podría parecer. Que no sobrepasaba los cuarenta años, aunque aparentaba no menos de sesenta.

  • Aunque muy delgada, conservaba rasgos que hacían pensar que en otro momento había sido bella. Miraba las cosas pasando su vista delicadamente por encima de ellas dijo la camarera, pero sin permanecer mucho tiempo sobre sus figuras.

    Ella creía que este era el rasgo más característico de su inteligencia. Después, mirándome fijamente a los ojos y, susurrando, pero con la suficiente voz como para que yo pudiese escucharla sin esfuerzo, por encima de la música de jazz que sonaba en el interior del sótano que era aquel local, empezo a citarme, según dijo, frases que aquella señora solía proferir: "el aire estancado invadía todo el dormitorio que una vez fue el mío". "Siempre me supe culpable".

  • Pero no pronunciaba esta última frase como una justificación aclaró, sino, simplemente, como una descripción. Es decir, su probablemente enorme sentido de culpabilidad, no era una justificación de lo que pudiera haber hecho o no, sino más bien, una descripción de su vida.

    O, al menos, así lo interpretaba ella.

  • ¿Culpable de qué? pregunté.

    Creo que fue entonces cuando ella se percató de que yo había sido atrapado por su red de palabras. Creo también que su reacción, fijando una vez más su mirada en mi vaso y en mis labios, fue más un sobresalto de sorpresa que la reacción propia de quien quisiera contar algo; no obstante, decidió seguir hablando.

  • Culpable de todo, ‒dijo, como si ella misma fuera la señora que un rato antes había abandonado el bar, y enmudeció unos segundos que se me hicieron muy largos. Esperó a que diera un trago de dos buches hasta casi apurar mi copa y siguió: "De todo. De la muerte de mi madre, de la enfermedad de mi hermana, del rostro triste y desesperanzado de mi padre, de mi soledad, de mi desilusión, de mis putas ganas de vivir".

    Y diciendo esto la camarera esbozó con sus labios una sonrisa hacia mí como si hubiera sido la señora quien hubiera mirado hacia un camarero vulgar a quien le pidiese otra de lo mismo, aunque sus ojos mantenían la misma expresión de infinita amargura o de desgracia profunda y antigua, como tal vez la camarera no pudiese imitar. Pensé que cuando a alguien se le pega la desgracia, ésta lo acompaña para siempre, que cuando el espíritu de la desgracia penetra en una mujer, sobre todo en una mujer, su vida se pudre lentamente y se maldice, quedando a merced de la misma desgracia para siempre.

"Nunca dejé de obsesionarme creyendo que este sentido de culpa, tan enraizado en los hombres y mujeres de mi generación, era resultado de una educación lubrificada por una religión inhumana que afirmaba la idea de que la vida era un valle de lágrimas y que todo empezó el día en que por el mero hecho de haber nacido acabaron todas las ilusiones futuras de creer y crecer creyendo que la vida podía ser un paraíso", creo que pensé estúpidamente después de escuchar con atención a la camarera morena pronunciar con cadencia las palabras que atribuía a la mujer desconocida. Ella continuaba citando: "Siempre me sentí culpable, incluso antes de crecer en el colegio religioso en que mi padre, solitario, viudo y desencantado con todo, delegó mi educación". Y otros retales de sus monólogos. "Si el alma existe, y es eterna, como me enseñaron, sin duda, la mía debió de ser muy mala en una etapa anterior y por ello el castigo en esta vida es inevitable y desborda la posibilidad de soportarlo", ‒dijo también.

Sus monólogos eran inconexos. Saltaba de un lugar a otro sin lógica sucesión.

  • Después ‒decía la camarera‒, empezaba a hablar de su apartamento, pero no del que ocupaba actualmente, sino de un apartamento anterior que debió de ocupar en algún otro momento de su pasado y en algún lugar de Andalucía (supuse esto por el calor al que en algún momento se refirió). Decía que se había enamorado ingenuamente, que se había entregado con pasión y decisión al amor, que se había casado y que, aunque no había concebido, su vida, entonces, fue feliz. Que incluso llegó a olvidar su otra vida anterior ajena al matrimonio, esa donde la culpabilidad afloraba por doquier y en la que la amargura y la desgracia la invadían. Su piso de entonces debía de ser humilde, pero felizmente bello: las ventanas abiertas casi continuamente, menos en los meses duros y secos del verano y en las horas de más calor, renovaban el aire limpio y fresco, llegado del mar. Recordaba cada objeto de su apartamento, los nombraba caóticamente, cada cuadro, el color de las cortinas del salón, la vajilla, los vasos gruesos y anchos, las sábanas de los armarios y la delicadeza con que se posaban lentamente sobre el colchón de su cama,... recordaba también la dulzura de los gestos y de las palabras de su marido. Atento a todo lo que ella dijera, risueño, contagiaba su alegría incluso a ella. "A punto estuvo de despegarme la desgracia de mi piel", ‒dijo, aunque no parecía que lo dijera con convicción. "Pero la desgracia triunfa siempre y la única culpable de ello fui yo". "Un desliz inocente, una aventura pasajera, sin intenciones, que vino silenciosa, sin ser notada, una noche breve y un día algo más prolongado,... Mi marido que no puede evitar conocerla, que pregunta, que indaga, y yo que confieso, como si nada estuviera en juego, porque verdaderamente nada lo estaba. Su decisión de marcharse, el piso que se queda solo y ancho, y que comienza a desconcharse". "Con él se me fue la poca alegría que respiraban las estancias", ‒dijo, con una seriedad densa. "Todas las habitaciones, el salón, la cocina, los baños fueron entristeciendose, sobre todo el dormitorio". "Siempre, desde entonces, cerrado, con el aire viciado y estancado como las ventanas de mi alma", ‒creí escucharla decir. "Y la desgracia que se vuelve a imponer, aplastante, inevitable como la misma muerte, necesaria". Ya no podía más ‒recitaba‒ cuando, con el clipper entre los dedos decidió oler por última vez el aire podrido de su habitación, su propio olor corporal, su propio aliento y el de su alma. No llegó a pensar que el colchón de viscoelástica con gel frío en su interior pudiera arder con tanta facilidad... "Y allí acabó mi vida feliz, apenas tres años de felicidad en los casi cuarenta que ahora tengo". Todo este párrafo de frases sin mucha conexión aparente lo pronunció la camarera de un tirón.

  • ¡Qué poco dura lo bueno!, ‒dijo apurando de un trago mi propia copa y envolviéndose en un pesado silencio.

  • Después de estas reflexiones ‒siguió diciendo la camarera‒, y de esperar aún unos minutos, siempre se marchaba sin mirar atrás, sin mirar hacia nadie. Creo, también, que se marchaba sin comprender nada de lo que vivía o de lo que le ocurría ‒concluyó‒.

    Yo, en cambio, a partir de esa noche, no pude dejar de pensar en aquella mujer, en su espalda muy delgada y algo encorvada. En su pelo recogido en un moño muy tirante que dejaba ver unas orejas algo separadas y más bien grandes, pero bellas, sin duda.

  • Nadie sabe su nombre ‒añadió‒. Tal vez la contemplación de la desgracia sea un espectáculo imposible de eludir.


Después de aquella noche, al día siguiente volví a Sevilla y no me pregunten por qué, pero cuando hablé con Mara ya había olvidado su aventura amorosa. Solo quise hablarle de mis pésimos negocios, de que tendríamos que ajustarnos el cinturón, de que esta situación sería pasajera y de que ya era hora de empezar a hacer proyectos para cuando superásemos el bache.


Unos meses después volví a Murcia. Ya los negocios habían recuperado su ritmo en alza. Por la mañana disponía de unas horas antes de volverme a Sevilla y decidí pasarme y tomar una cerveza por el bar de aquella noche. Cuando llegué la persiana estaba a medio bajar. El bar estaba cerrado, pero había alguien en su interior. Pude asomarme por debajo de la persiana y vi a dos señores barriendo y limpiando la barra. Logré entrar y les preguntés por la colombiana morena que trabajaba allí. Ellos me respondieron que allí no trabajaba ninguna colombiana. Les dije que hacía unos meses había estado acodado en esa misma barra, señalándola, y había hablado con una camarera colombiana morena, de ojos negros, y muy guapa.

Entonces uno de ellos, el más alto, dijo:

  • ¡Ah, claro! Usted está hablando de Leila, la peruana. Pelo y ojos muy negros. Muy morena.¿Te acuerdas, Raúl? La peruana que trabajó aquí una noche hace unos meses y que al día siguiente se marchó y no volvió a aparecer.

  • Claro, debe ser ella. Respondió el otro. Estaba aquí de paso.

  • ¿Pero, cómo, dicen ustedes que solo trabajó aquí una noche? Entonces... ¿ella no conocía a nadie de por aquí, de esta zona, de este barrio? ¿A una mujer de aspecto cansado, con el pelo recogido en un moño muy tirante y que hablaba sola?

  • ¿Y a quién iba a conocer aquella joven ‒preguntó el más bajo‒? De ella, lo único que sabemos, además de que era muy linda, es que gustaba de inventarse y de contar historias.