miércoles, 5 de noviembre de 2025

Desencuentros:

 

A Pedro Mairal


Mientras bajaba uno a uno los escalones del antro al que me habían conducido meses de deambular con hastío por las calles sucias, desconchadas, estrechas y desconocidas pude sentir la pudrición de aquello que estuviera mascando durante años y la necesidad de vomitarlo, sin poder hacerlo, y el asco, además, por tener que tragarlo otra vez, sintiendo que era imposible, que se agarraba a la garganta y que no llegaba a bajar nunca por más que lo empujase.

No olvidaba por qué había abandonado a mi familia, a mis amistades, mi país: deseo de prosperar, de crecer, de ser más, me mentía. Aún conservaba este empeño en lo más incierto de mis ilusiones, pero ahora, después del tiempo y de lo que sucede, siempre sucede algo, eran otras mis preocupaciones, distintas, más urgentes, más necesarias. Mis brazos y mis muslos lo anunciaban a voces, lo gritaban, me decía.

Afortunadamente el local no estaba ni muy lejos ni abarrotado. No hubiese soportado un recorrido largo desde donde me encontraba, no sé adónde, dado mi estado inflamado y abatido. Ahora recuerdo que tenía frío, no en la piel de la cara ni de las manos, más adentro, en los huesos. Temblaba cuando bajé las escaleras y entré en aquel sitio oscuro. Después del pequeño tramo, no más de tres escalones, y de soltar la barra del pasamanos con mucho tiento para no caer, pude contemplar el lugar. No era muy grande, apenas diez o doce metros de largo por cinco de ancho, algunas mesas pequeñas rodeadas de taburetes bajos, música de jazz, creo, focos de colores alumbrando no se sabía muy bien adónde. Algunas mesas estaban vacías. Fui a ocupar una de ellas cuando desde el rincón más oscuro pude observar que una pareja me miraba con interés o con atención, no sé. Ella era una mujer que había sido guapa no hacía mucho, él era un individuo con cara triste y aburrida. Creí entender que ella hacía un gesto como para indicar que me acercara. Ambos me miraron avanzar hacia ellos, sorteando, en la penumbra, los obstáculos invisibles, oscuros. Observé el movimiento lento de la cabeza de él y el escotado vestido negro de ella. Sin gentileza, él me acercó un taburete invitándome a sentarme con ellos. Al principio dudé porque lo que yo buscaba era otro tipo de relación, de contacto, y en ese lugar y con esa pareja era difícil que lo encontrase. No obstante, mis fuerzas sucumbieron y no logré imponer mi rechazo. Muy despacio acepté la propuesta de los desconocidos. No entendía bien lo que me decían o lo que hablaban entre ellos, pero parecía que discutían, sobre todo ella, que tendía a alzar la voz en aquel lugar cerrado y falto de aire, ruidoso. Después ella me agarró una mano, comenzó a acariciarla mientras me miraba de una forma que no sé explicar, creo que simulaba un deseo imposible porque en mi estado no podría haber levantado el deseo de nadie en la circunstancia que estuviera. Él, en cambio, callaba, la miraba a ella y me miraba a mí. Después, creo, que se disgustó con algo que ella dijo o hizo, no sé. Se levantó del taburete e hizo el gesto de llamar al camarero para pagar la cuenta. Entonces vi lo que, sin yo saberlo hasta entonces, iba buscando: abrió su cartera con varios billetes de cinco mil. Después de pagar la cuenta y de despedirse de la señora, que continuaba con mi mano entre las suyas, yo saqué, no sé de donde, las fuerzas para levantarme, agarrarme del brazo de aquel señor y despedirme de la señora con un casi inaudible “a ver más”. Creo que a él se le mudó la cara, como si hubiera ganado una batalla o algo así. Ella, en cambio, siguió fumando con su cara aparentemente adormecida detrás del humo de su alargada pipa. Sorteamos las mesas y los taburetes desocupados, me ayudó a subir las escaleras, salimos a la calle y este individuo de cara triste me echó su chaqueta por encima de mis hombros. Este fue el gesto más amable de ese día, hasta entonces. Después de andar unos pasos, con voz más aguda de lo que yo había previsto y que contrastaba con su rostro seco, me preguntó: “¿Adónde quiere que la lleve? ¿Qué quiere hacer?” Yo, sin medir mis palabras, contesté: “Comer. Llévame a comer, por favor”.

Ya no hablamos más hasta mucho después, hasta que tras de salir del restorán y llegar a un hostal cercano y limpio, me agarró de los hombros, me sentó en el borde de la cama y, mirándome, muy fijos sus ojos en los míos, me dijo algo que no llegué a entender del todo y que yo interpreté como: “esta noche puedo pasarla sólo con su presencia. No necesita darme más. Me siento sobradamente pagado”. Después se sentó en la única silla de la habitación sin dejar de mirarme. Yo me sentía agotada y satisfecha, notaba la barriga llena mientras de golpe me asaltó el cansancio, el sopor, y el sueño. Creo que él me ayudó a despojarme de la ropa. Recuerdo, entre sueños, que un botón de la blusa se me abrió a destiempo dejando escapar un pecho que él miró con deseo. No dijo nada, no hizo nada. Yo sonreí. Ya no recuerdo nada hasta el día siguiente. Por la mañana él no estaba en la habitación que había dejado abonada.

Nunca volví a saber ni a ver a ese hombre sin identidad y mi recuerdo de él, borroso, siempre va unido a una música de jazz, nostálgica y lejana, que, muy despacio, viene y va acompañando mis pensamientos junto a la irresistible necesidad de saldar una deuda.

miércoles, 29 de octubre de 2025

Cuestión de incredulidad:

 

Ante todo quisiera dejar claro que ella, la del cuerpo delgado y largo, la que caminaba por la orilla de la playa, o por la orilla de la acera, o de la carretera, con una leve inclinación hacia su lado izquierdo, apenas perceptible, la que indicaba con su generosa nariz el camino que no habría de tomar, pues siempre miraba hacia adelante, pero de soslayo, la que parecía un faro móvil en el borde de todo, de la carretera, de la acera, de la playa, no me importaba nada. Quiero decir la verdad, además, no tengo necesidad de mentir, puesto que ella ya no está ni puede oír lo que estoy diciendo. Y estoy diciendo, que quede claro, que ella no me importaba nada, que nunca me importó nada, pero también quiero decir que, a pesar de ello, yo estaba enloquecido de amor por ella, enloquecido de amor como un joven de quince años: soñaba con ella, la imaginaba en cada momento, simulaba hablar con ella a todas horas, escuchaba su voz detrás de todas las otras voces, apócrifas, y sobre todo veía constantemente sus ojos. Oscuros como la noche, profundos como un pozo sin final, ojos huecos en los que cabían todo tipo de objetos extraños: caracolas marinas, camarones transparentes, girasoles abiertos al sol, cristales de rocas, idolitos del calcolítico, ácaros diminutos, hojas de árboles que eran insectos camuflados, mariposas que volvían a ser gusanos, manchas de aceite irisadas, charcos que reflejaban un cielo azul, lentes para agrandar lo más diminuto, también para acercar lo más lejano, lacre para sellar cartas, telas de sedas multicolores, figuras de nácar, de alabastro, de ámbar, de ébano, de marfil, de carey, de oro también.

Por ello, por mi enloquecido amor la imaginaba despierto, la soñaba mientras dormía, a veces también la soñaba despierto, pero esto no lo puedo confirmar, porque mi amor, ciego, me impedía distinguir cuándo estaba despierto o cuándo no. Recuerdo ahora mi vida de entonces como un continuo sin rupturas, como cuando ves un cuadro o una fotografía, que no te paras a mirar los detalles hasta después, sino que la miras y la ves, no como cuando lees una novela, que la lees sorbito a sorbito, desde la primera página hasta la última y entonces se acaba, sino como una fotografía, que la miras y la ves y no se acaba nunca, porque nunca se olvida. Así era este amor mío que no se acababa, ni se acaba aún, que no se olvida, que permanece, que forma parte de mi naturaleza si me permiten ustedes, señores y señoras del jurado, hablar así, no porque dude de que exista una naturaleza o condición humana, sino porque dude de que esa naturaleza sea la mía, como míos son mis recuerdos o mi memoria, o quizá tampoco estos sean míos y sólo míos.

Iba diciendo que entonces la imaginaba o la soñaba caminando por la orilla de la playa o de la carretera, caminando por el borde, por el fino y delgado borde. Alta y delgada como un faro en la noche. Caminando despacio pero con pasos poco firmes, delicados, miedosos, posados con mucho cuidado, como para no hacerse daño, con sus pies descalzos, con las piedras de filos puntiagudos de la playa, con las conchas rotas, con algún vidrio distraído y arrogante. Desde lejos parecía más pequeña de lo que era. A veces la soñaba o la imaginaba temblando de frío, con la cara y el pelo húmedos por las salpicaduras de las olas del mar. Siempre por el borde de la vida. Creo que era friolera. Empequeñecía con el frío, se encogía, pero no dejaba de caminar, muy despacio, mas sin dejar de avanzar. Caminaba hasta que el sol acababa rompiendo por encima del acantilado. Entonces, lo miraba unos segundos. No sé cómo en mis sueños no se quedaba ciega. Después se giraba hacia el interior del bosque y se perdía entre los arbustos de camarina.

Declaro que nunca supe a qué salía las mañanas a recorrer la orilla del mar. Yo la soñaba o la imaginaba buscando algo: moluscos, conchas, piedras, cantos blancos y desgastados, solitarios, deportistas, pescadores, bañistas, amantes despechados, náufragos, creo que buscaba herirse o herirme a mí, a todos los que en alguna ocasión habían osado hablarle, mirarle, porque una mirada o una palabra también hacen daño, a todo el mundo tal vez. Eso es lo que yo imaginaba o soñaba, que ella buscaba la fórmula para herir al mundo, porque quizá el mundo la hubiese herido a ella también, o no. No obstante, digo todo esto, porque, aunque yo estuviera enamorado de ella, ella a mí no me importaba nada. Quiero decir, que yo no había logrado amarla como creo que ella se había imaginado o había soñado que era el amor. Esto es, yo había sido incapaz de quererla como ella había soñado o imaginado el amor: puro, infantil, descarado, ingenuo, muy simple, muy claro y directo, franco, casi virginal en su pureza, casi prostibulario en su descaro.

Si esto les sirve para juzgarme, háganlo. Si no es así, ustedes verán, pero yo no tengo nada más que contarles. En cuanto a ella, ella, inocente y entregada, sólo consiguió herirse a sí misma.

jueves, 9 de octubre de 2025

Los patios falsos:

 


«¿Quién nos ha dado la esponja capaz de borrar el horizonte?»

(Friedrich Nietzsche, El gay saber. Aforismo 125).


Un locutor de radio hubiera declamado que la mañana de verano lucía espléndida. Y verdaderamente así era.

Armado de valor decidiste iniciar tu viaje por los patios falsos. Estos eran patios interiores a los bloques de pisos pequeños y oscuros, con suelos de cemento, mugrientos las más de las veces y ventanucos en lugar de ventanas, pero los llamábamos falsos porque no pertenecían a dichos bloques. Aunque se encontraban rodeados por éstos, cualquiera, que no fuese del barrio, podía recorrerlos y pasar de uno a otro sin problemas, circulando por el interior de las manzanas, a cielo abierto. Algunos de estos patios habían sido enlosados por los vecinos hacia mucho tiempo, pero la mayoría estaba igual que hacía cuarenta años, sin cuidar, con la tierra sucia y el piso desigual, con yerbas silvestres y secas por anchas extensiones. También tenían su fauna particular.

La mañana, su leve brisa fresca, te había invitado a iniciar tu breve recorrido a través de estos descampados hasta llegar al tuyo propio, al del bloque en que se encontraba tu apartamento, después de cruzar cuatro, tal vez cinco patios, y tú habías aceptado la invitación (o tal vez sea mejor decir que no habías podido rechazarla). El recorrido podría ampliarse a otros diez o doce patios, pero no había motivo, poco era lo que te unía a aquellos por donde apenas habías circulado en los últimos treinta, cuarenta años. Tú sólo querías visitar y cruzar algunos concretos, seleccionados para recordar, creo que dijiste la primera vez, pero es muy probable que la razón fuera otra. ¿Tú la conocías? Más que recordar, como tú te decías, verdaderamente lo que hubieras deseado era retener, recuperar. Iluso. Más que “para recordar” debería haber escrito “por, a causa del recuerdo que no logra borrarse”. ¡Quién tuviera la esponja que pudiese borrar la memoria!

Mirando hacia el cielo limpio, sin nubes, dejaste que te invadiese una forma de extraño vértigo mezclado son alguna gota de desidia y de escasa o nula voluntad. Apenas pisaste el primer patio creíste perder el sentido y caer a la tierra. Pero después de la caída, en el instante siguiente, te viste alzarte y mirar hacia las pequeñas ventanas de los bloques que te rodeaban. Este primero era un patio irregular: tenía seis lados, pero no formaba un hexágono. Todos los bloques que lo circundaban tenían cuatro pisos de altura. Las ventanas eran pequeñas, ya lo he dicho, y oscuras. Algunas tenían las persianas levantadas. Mas la obscuridad del interior hacía imposible distinguir nada, como si la materia, dentro de las habitaciones, se hubiera transfigurado en formas simplemente esbozadas, sin volumen, como si se hubiesen desmaterializado, pensaste. Detuviste tu mirada en la tercera ventana del segundo bloque contando desde tu izquierda. Mirando hacia la obscuridad de su interior creíste ver la forma de una mano delicada levantando un vaso de agua. Después, cuando quisiste concentrar tu mirada en esa mano, ésta, flotando en el espacio interior, desapareció. Tus ojos no lograron ver nada más, pero la imagen de esa mano, o su recuerdo, fue abriéndose paso entre las tinieblas y volvió a revelarse con su piel blanca y su movimiento en el aire limpio de una tarde inmóvil de muchos años atrás. Esa mano, que se balanceaba acompañando el movimiento del cuerpo mientras caminaba junto a tu mano... Tus dedos, que rozaron los suyos; sus dedos, que se detuvieron un instante. Tus dedos, que volvieron a tocar los suyos. Sus dedos, que, finalmente, se agarraron a los tuyos. Tal vez esa mano, levantando el vaso de agua, fuera la misma que se enlazara con la tuya; esto es, quizá, dijiste, lo que hubieras deseado. Hubieras deseado también una ráfaga de aire, el vuelo de un jilguero o un rayo de sol que hubieran colaborado para atraer el rostro, al que pertenecía esa mano, hacia el alfeizar de la ventana y poder contemplarlo. El que tú recordabas era de amplia frente, de presente nariz, de ojos claros y cabello rubio. Ahora, ¿cómo sería ese rostro? Pensaste que tal vez fuera mejor no saberlo. Entonces empezaste a comprender que no era el olvido lo que pretendías, sino más bien... una suerte de liberación de la memoria. Pero esto fue sólo un atisbo de conocimiento, un no-conocimiento propiamente, contaste más tarde, cuando ya creíste comprenderlo todo.

Pisando las yerbas secas fuiste acercándote al segundo patio. Notabas cómo te pesaban las piernas en un desproporcionado cansancio, como desproporcionada era la longitud del patio, cómo avanzabas con dificultad, casi arrastrando los pies, y temiendo tropezar y caer. Te punzaba un dolor agudo en la cabeza, en el lóbulo occipital, en aquella parte en que, dijiste, se produce la visión. Tal vez por ello, empezaste a creer que el sol era un poderoso enemigo, no por su calor, sino por su luz. Poco a poco, lentamente, llegaste a la puerta, en mitad de la tapia, que separaba ambos patios. Lograste cruzar el umbral al borde del desmayo.

Éste segundo patio tenía cinco lados, pero no era un pentágono. Te volvieron a invadir el vértigo y las náuseas. Sentías el dolor en el interior de tu cabeza mientras ésta giraba bajo el sol claro y limpio de la mañana. No llegaste al centro del patio, a pesar de que éste estaba liso y enlosado con baldosas blancas y rojas, como un inmenso tablero de ajedrez. Te imaginaste situado aproximadamente a mitad del tablero, en tierra de nadie, como si estuvieras enfrentado a dos ejércitos de soldados robots o muertos o teledirigidos, contrapuestos frente a frente. Pero al mismo tiempo tú no eras una pieza en juego de esa guerra, creíste. Te encontrabas en mitad de un campo de batalla que no te pertenecía, entre dos ejércitos rivales, fortísimos y en formación de combate. Creíste que el viento comenzó a levantar el polvo acumulado desde más de treinta años atrás, dijiste más tarde. Viento y polvo de alguna guerra de la que no participabas, que no comprendías. Empezaste a sangrar por la nariz. Quizá fuera un golpe, un puñetazo antiguo que ahora venía a cobrarse sus heridas. Apenas lograste ver el puño cerrado y fuerte que sobresalía en la última ventana, la del cuarto, en el rincón más agudo del patio. Allí vivía... ¿Angelines? No lo recuerdas bien. Recordabas mejor los brazos y los puños de su marido cuando alguien te acusó de ser tú quien le robabas los besos de su esposa. No sabes con claridad ahora su nombre, el de ella, pero no olvidas ni el sabor de los puños de su marido ni el de los besos de su esposa. Sus caricias siempre fueron las más delicadas, las más deseadas también, las menos olvidadas, las siempre presentes.

Lentamente fuiste cruzando este segundo patio sin que se te fuera el dolor en el interior del cráneo, y te dirigiste hacia una de las tapias con la entrada que conducía al tercero. Creíste recuperar fuerzas, pero pronto comprendiste que esto era una ilusión. Podría escribir que, según contaste, fuiste arrastrándote como una serpiente, pero sin su agilidad, sin su flexibilidad, por la dificultad que encontrabas en abandonar este recuerdo o por lo débil que te había dejado el mismo o por que añoraras alguna identidad olvidada desde hacía demasiado tiempo. Lentamente, repito, cruzaste el umbral que te condujo al tercer patio. Era más pequeño que los anteriores. Tres lados que formaban un triángulo escaleno. De repente tus ojos, independientes, se fueron desde la tierra del piso, seca y pedregosa, hasta la ventana del segundo situada más cerca del vértice más agudo de la triada de lados y ángulos. Creíste ver, en el interior de la habitación oscura, la silueta, apenas dibujada, de una barbilla y unos labios, apenas medio rostro. Y esto no es poco: los trigonometras miran muy lejos, pensaste. Pero ya no lograste ver más, ni los ojos ni la nariz de ese rostro, aunque con lo ya contemplado era suficiente, llegaste a afirmar. Los labios entrevistos llenaron todo el patio de formas, colores, líneas, luces, sombras, tal que todo este conjunto comenzó a girar y a girar a tu alrededor, en un movimiento ascendente, pero al mismo tiempo inmóvil, porque nada lograba desaparecer o esfumarse, o ¿eras tú quien girabas y girabas abrazado y pegado a unos labios, labios junto a labios, girando en un baile infinito, porque, dijiste, seguía sucediendo en tu cabeza hasta ese mismo instante? Una extraña y fría bruma arañó arrugas en tu frente, recordaste, o en tu mente, añadiste también. Después sólo puedes retener el sabor de la tierra en tu boca y la arena arañando tu garganta reseca. El sol, ya en todo lo alto, generaba entonces, dijiste, un calor propio de un desierto seco, árido y muerto.

Cuando creíste recuperar la calma o el sosiego o la fuerza o la inteligencia o el sentido común o un extraño sentido de lo necesario o de lo pasado o del porvenir o del vulgar interés te fuiste dirigiendo, lentamente, con la mirada fija en el rincón que la tapia formaba con el bloque, donde se hallaba la puerta de salida, pero con la vista nublada por el polvo, por la arena, por el viento, por la fatiga, hacia el lugar donde se encontraba el siguiente umbral de la siguiente puerta del siguiente patio, falso como todos.

Una vez en él te hallaste en la excéntrica abultada de un falso rectángulo: cuatro lados desiguales de bloques de distinta altura. Tu mirada vidriosa se dirigió entonces a la tercera planta del bloque de tres niveles. La tercera ventana desde la izquierda tenía la persiana levantada. Como en los anteriores patios sólo pudiste atisbar un interior oscuro, casi negro. Mas, a fuerza de agudizar la vista, escudriñando, lograste ver, creíste, un seno desnudo. Tal vez, dijiste, no llegases a verlo y solo lo imaginaras, pero esto no significaba nada, dijiste, porque el pecho, visto o imaginado, era el mismo pecho de la muchacha desconocida que lograste arrebatarle a tu esposa años atrás, el día en que ella te confesó que, igual que ti, a ella también le gustaban las mujeres. En un bar nocturno, después de demasiadas copas de bourbon, tú y ella, iniciasteis una absurda competición por ver quién lograba seducir esa noche a una delgada joven extranjera, polaca llegaste a decir, que se encontraba borracha y perdida en aquel antro miserable. Tú ganaste aquella noche esa batalla, pero, más tarde dijiste, que aquella victoria había sido la peor de tus derrotas, porque tu esposa no volvió a aparecer más por el apartamento que compartíais entonces. Tal vez ella, tu esposa de entonces, se llevara consigo la identidad que ahora andabas buscando. Tal vez tú siempre habías sabido que ella la conservaba consigo, porque con ella habías sido feliz, recordaste. Tal vez por ello nunca ya podrás recuperarla, recordarla, creíste y crees aún.

Más tarde solo recordabas que una nube gris se formó de repente y que, tapando el sol, y devolviéndote los ojos, comenzó a descargar en un fuerte chaparrón. El agua fría, mojándote la piel, el cabello, los ojos te fue limpiando de la arena. Tus ojos, llenos de agua o de lágrimas, te recordaron los ojos claros y hechos de lluvia de Angelines, o tal vez fuera de... Las gotas de lluvia iban borrando en su arrastre algunos de los recuerdos, dijiste. No es el olvido lo que busco, afirmaste también, sino lo que no quisiera olvidar ni cambiar ni modificar ni perder. Con ello fuiste entrando en un sopor húmedo y cálido, acogedor. Tal vez te dejaras caer y te golpearas la cabeza y el labio con el suelo de piedra y tierra. El sol, de nuevo, se había abierto el paso a través de la nube y una mañana espléndida de verano lucía en el descampado, como hubiera dicho ese locutor de mierda, mientras un pequeño reptil se calentaba sobre una roca redonda como el huevo de un ave.


jueves, 11 de septiembre de 2025

Obscuridades:

 

Aún no me ha sido posible olvidar aquella noche. Y las sucesivas, vulgares imitaciones, no logran más que recordármela.

Desde muchos días antes la había presentido, después sólo tuve que mirarla o desearla. Tal vez por ello, oculto en la noche, comencé a andar a trozos, a veces incluso parándome en seco y escuchando, hacia su habitación, sin haber soltado aún el vaso de ron que tenía en la mano, sin saber lo que iba o quería o estaba dispuesto a hacer. Cuando finalmente solté el vaso de cristal sobre la repisa del salón aún no sabía lo que iba a hacer ni, por supuesto, cómo se lo tomaría ella. Creo que esto último no me importaba entonces nada. En ese momento creo que fue cuando noté mi sangre fluyendo por todos los ríos de mi cuerpo, palpitando con fuerza en mis sienes y en mis testículos. El gran salón estaba a oscuras y desierto. Solo un pequeño punto de luz, donde se concentraba todo el universo, brillaba en el pomo de la puerta de su habitación. Con decisión acerqué mi mano, lo agarré y lo giré, pero necesitando, implorando incluso, en el fondo salitrero de mis deseos, para evitar la perdición, eso creía entonces, que el pestillo estuviese echado por dentro. Mas el pomo giró y, sin ningún obstáculo ni ningún ruido, la puerta se abrió dulcemente. Pude oler el cuerpo y la respiración de la mulata. Rápidamente, como un felino, traspasé el umbral y cerré el pestillo a mi espalda. Quieto, escuché y velé silencioso el fluir de su sueño.

Lentamente fui quitándome la ropa mientras no podía dejar de contemplarla en la obscuridad de la noche un solo instante. Ella seguía dormida, desapasionada, o eso creía yo. Cuando estaba completamente desnudo me acerqué a su cama. La mulata, de piel de melocotón, en silencio, tenía los ojos abiertos. Creí entonces que tal vez ella me estuviese esperando. Iluso. ¿Desde cuándo? ¿Quizá desde que yo la presintiera? Todavía antes de ver sus ojos abiertos pude contemplar la silueta de la mujer yaciendo sobre el lecho. Sus formas eran redondas, como colinas antiguas dibujadas por el viento y por el agua. La piel de sus brazos y de sus muslos brillaba en la noche. Hacía calor y la humedad era incluso violenta. Ninguna brisa recorría la habitación, aunque la ventana abierta dejaba penetrar un leve rayo de luna. Sentí con fuerza el deseo irrenunciable de ver el cuerpo fibroso y desnudo de la mulata. Sentí enorgullecerse mi glande, independiente, liberándose del prepucio, sentí también cómo mi pene, comenzaba a cobrar vida no como antes, sino con una fuerza hacía tiempo olvidada, prehistórica, se erguía tal si hubiera sido convocado a una cita ineludible y vital. En ese momento, creo, desaparecieron definitivamente todas mis dudas, si es que llegara a tenerlas. No las recordaba entonces. Tampoco las recuerdo ahora.

Cuando me acerqué a la cara de la mulata y alargué mi mano derecha para intentar taparle la boca, vi sus ojos abiertos. No llegué a tocar sus labios, porque ella ya había tomado mi mano con la suya y la había depositado lentamente sobre su hombro. Acerqué mis labios a los de ella y noté el sudor y el vaho caliente que salía de su boca. Ahora puedo recordar su extraño olor a naranjas agrias. Nunca había estado tan cerca de ella. Ni de ella ni de ninguna otra mujer, salvo de mi esposa. Noté cómo se removían mis testículos en su bolsa.

Mientras le retiraba el camisón empecé a besarla y a pasarle la lengua por toda su piel de seda. Después empezó ella a hacer lo mismo con mi piel. Nuestros cuerpos mojados es estremecían. Tal vez sudábamos. Todo está envuelto en una densa niebla que me aleja de mis recuerdos de esa noche. Sus nalgas, de esto estoy seguro, eran duras, fuertes, incluso musculosas. Estuvimos un largo rato besándonos, chupándonos, mirándonos, deseándonos, acariciándonos, respirándonos, olfateándonos, babeándonos, retorciéndonos, estremeciéndonos, apeteciéndonos, enlazándonos, peleándonos, mordiéndonos, apresándonos, derritiéndonos, calcinándonos, buscándonos, huyéndonos, entregándonos hasta que decidí penetrarla con fuerza por detrás, bien regada mi verga con los flujos de su vagina mientras con mi mano derecha le acariciaba el clítoris, con la misma mano con la que antes quisiera, inútilmente, taparle la boca. He de reconocer que me costaba penetrarla, pero ella, empujando, me pedía, con un rostro serio y entregado, que siguiera, que no cejara, que no retrocediera, que no huyera. Disfrutaba mirándola y sintiéndola deshacerse, chorrearse. El sexo no es para cobardes ni para remilgados, creo que llegué a pensar o tal vez esto ocurriese después. Entonces aprendí, creo también, que el sexo o es mezcla, mezcla temeraria y audaz, de fluidos, de saliva, de semen, de olores, de alientos, de sudores,... también de deseos o no es nada.

domingo, 20 de julio de 2025

Una mala noche:

 

Que miraba la mar,

la mal casada,

que miraba la mar

cómo es ancha y larga.

(CANCIONERO ANÓNIMO).


Todo comenzó en el momento en que me fui a la cama con un libro entre las manos. Estaba cansada de la jornada transcurrida, pero estaba también ansiosa por continuar la lectura de los cuentos que me traían y me llevaban desde hacía unos días. No importan los títulos, no importan los autores, sólo importan los textos, me decía. Pero tal vez tampoco importen los textos, porque lo único que recuerdo son las imágenes. La imagen de una mujer sola sentada a la orilla del mar, contemplando el inmenso horizonte azul, el inmenso lomo del mar, como hubiera dicho... Cercenó este pensamiento como si hubiera cortado con un cuchillo de un tajo el cuello o las patas de un pollo. Pero no importan tampoco los pensamientos de esta mujer, ni lo que sintiese en el momento en que miraba si es que algo sintiese, porque nada indicaba que así fuera. Solo miraba y tal vez más que mirar al horizonte, se mirase hacia ese otro horizonte que transcurre por otros lugares más oscuros, más impenetrables, con más ecos, en esa caverna interior a la que en muy pocos momentos, tal vez en ninguno, nos atrevemos a mirar y, desde luego, no osamos, bajo ninguna excusa o motivo, compartir con nadie, apenas, incluso, con nosotros mismos. Lugar sagrado por excelencia, lugar prohibido, lugar clausurado, lugar temido. Esa imagen de la mujer mirando hacia no se sabe dónde es la imagen que recuerdo, y que no logro borrar, de mí misma mirando primero hacia la página del libro, después hacia el fondo de la habitación solitaria, después hacia la ventana abierta hacia la noche. Después también hacia ese otro fondo insondable, hacia esa gruta deshabitada y, por ello, mentirosa, que es el sí mismo más íntimo, único y exclusivo. Y en esa imagen de aquella otra mujer mirando al horizonte marino pude contemplarme a mí misma cuando comenzaron a brotar las imágenes o recuerdos, primero de forma breve, pero intensa, como si les costase trabajo su mostración o sus salidas de las grietas de la memoria en donde estuviesen encerradas; después más voraces, más céleres, más coloridas y vistosas, más evidentes, inevitables, imperativas, también torturadoras. Todas esas imágenes de un pasado no pasado, intentando escapar del olvido, se agolpaban violentamente en mi conciencia abatida y fueron empujándome, brotando con delicuescencia a través de mis ojos, pero con virulencia de mi garganta, hasta la ventana abierta hacia la noche. No me empujó nadie, porque nadie más había en la habitación, pero yo sentí el impulso irrefrenable hacia el vacío. Ahora preveo que se va a hacer un silencio atronador y esta es mi calma deseada antes del impacto definitivo.

martes, 15 de julio de 2025

Fantasmas:

 A veces creo que, más que vivir, sueño. Y sueño y pienso, entonces, en quién sueña mi sueño. Me observo a mí mismo recorrer las calles que, de noche, me conducen al instituto en el que trabajo. No hay aún nadie sobre las aceras, nadie tampoco en la verja de entrada. Pero la puerta ya está abierta, como si me esperara.

Casi siempre soy el primero en llegar a la sala de profesores. Incluso antes de que la señora Carmen o la señora Teresa lleguen para levantar las persianas y encender la luz. Me veo entonces de pie, en un rincón de la sala observar la larga mesa del centro de la grande y amplia habitación. La he visto muchas veces llena de papeles y de codos de compañeros. En ese instante y sólo en él creo que esta mesa es el alma del centro, lo único que aún le da unidad y sentido a lo que hacemos todos los profesores solitarios, aislados, desconectados. A causa de esta mesa de hace unos años, sueño o pienso, en mis sueños siempre conservo algún poso de racionalidad, la sala de profesores no aparece aún ni muy pobre ni muy desoladora ni muy vencida.

Aún antes de amanecer suele llegar algún profesor. Normalmente León, el profesor de Lengua, con su respiración asmática. No parece haberme visto o, si lo ha hecho, no me dice nada. Tal vez él sabe que no suelo estar para muchas chanzas tan de mañana. Se sienta en un rincón de la sala de profesores, saca su cajetilla de tabaco, su mechero y su pequeño cenicero con tapadera. Se enciende un cigarrillo y espera a que pase el tiempo y toque el timbre para acudir a clase. Abre una carpeta azul y mira sus papeles sin tocarlos. No volverá a levantar la mirada ni para ver quién ha entrado en la sala. Yo tampoco le hablo. Sé que él ya no puede oírme: la profesora de biología, el profesor de matemáticas, la de historia... La melancolía lo invade todo, más aún en este mes de noviembre y poco antes de amanecer.

Me acerco a mi casillero, tomo con desgana mi libreta de calificaciones y una carpeta de cartulina azul y salgo a los pasillos desiertos y apagados del centro. Mas que pasillos son corredores, túneles, galerías estrechas. Suben y bajan. A veces no conducen a ningún sitio y terminan en un muro sin ventanas. A veces, también, al final del pasillo parece que te encuentras con alguien que te está mirando. Suele ser la Señorita Carrascal, de biología. Pero esto es imposible, porque la Señorita Carrascal falleció hace más de diez años. Ya no recuerdo por qué lleva una margarita prendida en su oreja derecha.

En los pasillos oscuros hay puertas blancas. Todas están cerradas. Detrás de algunas sabes que hay gente, porque las escuchas susurrar, aunque tengan la luz apagada, tú percibes, o así lo crees, o lo sueñas, un leve movimiento a través de la rendija inferior de la puerta cerrada. Detrás de ella siempre pasan cosas ignoradas y sorprendentes. A veces un grito histérico o una orden. A veces una explicación complicada o una canción. A veces, también, una suplica o un gimoteo muy lejano.

Una puerta se abre de pronto y sale, sobrepasando apenas el dintel, un muchacho de unos doce años. Sabes que se llama Alejandro, y sabes también que esto tampoco puede ser. Se escuchan las voces de la Señorita Ponce, de Lengua Española. El muchacho me mira, vuelve a entrar y cierra la puerta. Se silencian los murmullos.

Sigo andando por el corredor. No sé adónde conduce. Se cruza con otro que sube hacia arriba, gira a la derecha, después a la izquierda y baja, baja y vuelve a bajar. Nunca he llegado a comprender la lógica del arquitecto que diseñó este edificio. Todos los días me pierdo buscando el aula que me toca a cada hora. Sobre todo si es la primera hora de la mañana o de la noche.

Voy leyendo las plaquitas que hay junto a las puertas blancas: 1º A, 1º B, 2º F, 4º J. No encuentro mi aula. Tampoco sé la que busco, pero sigo andando. El pasillo se inclina levemente hacia arriba, para después volver a bajar abruptamente, en ángulo agudo. Saludo otra vez a la Señorita Carrascal. "Buenos días, compañera". "¿Buenos?" -parece responder. ¿O era la señora Ponce? También me cruzo con el profesor León. Tampoco me saluda esta vez. Tal vez no me haya visto o tal vez no quiera verme. Fue un buen hombre y un gran poeta. En los pasillos no se le permite fumar y en las aulas tampoco. Tal vez por ello esté siempre de mal humor, o eso parece. Y eso que aún no sabe que dentro de poco tampoco lo dejarán fumar en la sala de profesores.

Sigo andando por la galería cada vez más estrecha. Las puertas blancas están todas cerradas. 8º C, 2º H. A mi derecha hay una abierta. Cuando me acerco veo que es la de los servicios. Apestan. Miro hacia mis pies y observo que el suelo está mojado y sucio. Es muy posible que en este tramo esté caminando sobre orines.

Estoy cansado y desesperado de vagabundear por este espacio reducido, pero interminable. Parece como si las aulas, los departamentos y la salas cambiasen continuamente de lugar. O se alargasen o redujesen. Me siento como Alicia en la madriguera de su conejo.

Subo las escaleras del fondo. Recuerdo que, aunque el instituto tenga dos plantas, yo he bajado al menos tres. Creo que ahora estoy en la planta alta, porque al final del tunel, o del pasillo, hay una ventana con los cristales muy sucios, pero que deja entrar una leve y casi opaca lámina de luz. Debe estar amaneciendo fuera. Debe ser también que me estoy despertando. No obstante aún estoy en medio de una red enorme compuesta de celdillas y túneles o pasillos superpuestos, antepuestos, pospuestos y puertas blancas. No logro entender las plaquitas de las puertas. Deben de estar escritas en hebreo o en asirio o en cualquier otro alfabeto desconocido para mí. ¿Cuántos grupos y niveles tendrá este instituto?

Abro al azar una puerta esperando encontrar a mis alumnos, alguna cara conocida. Todos, en silencio, se giran para mirarme. La profesora Figueroa interrumpe su clase de inglés. Pido perdón y cierro arrepentido y titubeante la puerta como si hubiera sido testigo involuntario de un secreto inconfesable. Escucho con tranquilidad cómo continúa la clase. Tras otra puerta oigo la voz del profesor de historia Ruiz. O tal vez sea el profesor de matemáticas Ríos ¿o era Hurtado? No, el bueno de Hurtado tampoco puede ser ya. En esta ocasión no me atrevo a abrir la puerta.

Detrás de otra más adelante no se escucha a ningún profesor. Solo un leve murmullo. Respiro, agarro el picaporte, me armo de valor y, con decisión, abro. Efectivamente no hay ningún profesor en el estrado. Solo alumnos en sus pupitres que se giran hacia mí. "Hola, profesor" -dice alguien. Creo reconocerlos. Son mis alumnos que me estaban esperando. Los veo siempre todos iguales. Y los de este curso iguales a los del curso anterior y a los del anterior aún. Pero esto me tranquiliza. Soy yo el único que no soy el mismo. Me dirijo a mi mesa. Abro la carpeta. Y les pregunto a los niños: "¿Por dónde íbamos?" No soy capaz de precisar en qué nivel y curso estamos. Hago un esfuerzo enorme por recordar. Ya: tenemos que leer un texto del Protágoras de Platón. Me lo acaba de chivar la alumna más lista de la clase. Debo estar pues en el curso 9º. Ahora lo veo claro. Son los alumnos de la tutoría de doña García, la profesora de historia.

Mecánicamente comienzo a leer el texto de Platón. Y mecánicamente voy explicando cada palabra, cada concepto, cada idea, cada relación de ideas. Los alumnos me escuchan, pienso, o sueño, algunos escriben. ¿También ellos están muertos? ¿También ellos tienen la cabeza en otra parte? ¿También ellos se han preguntado esta mañana qué extraño ser venía hoy a darles clase? ¿Qué animal? Los niños, con sus caras aun por conformarse o definirse, siempre me han inquietado. Incluso podría decir que me han dado miedo: sus rasgos aún no formados del todo, sus gestos en cambio tan exagerados, rostros extraplanetarios o extraplacentarios o extratemporales, como insectos diminutos vistos en una gota de agua iridiscente a través de la lente mágica y sutilmente pulida de un microscopio.

Cada hora de clase es una nueva tortura, que termina de pronto con las trompetas del apocalipsis, con un timbrazo repentino que ensordece y ciega por unos instantes. Los muchachos salen del aula en tromba mucho antes de que yo pueda recuperar mis ojos y mis oídos. Permanezco solo en el estrado, junto a la pizarra y frente a los pupitres vacíos y silenciosos, bajo la tenue y parpadeante luz de los fluorescentes, mirando en las paredes una tabla periódica, una reproducción del Guernica, una bola del mundo, una ajada cartulina semidescolgada con el rostro altivo de Isabel la Católica mirando hacia el suelo,... En el centro del techo del aula hay un gancho. Siempre desconocí su función. Pero en este instante sé que si hubiera en el cajón de mi mesa una cuerda lo bastante gruesa como para soportar mi peso, ya la habría descubierto. Afortunada o desgraciadamente no tengo tiempo para pensar o seguir soñando. Debo emprender de nuevo la marcha en busca de la siguiente aula y del siguiente curso. Bajo el dintel de la puerta del aula que voy traspasando me vuelvo a cruzar con la señorita Carrascal. Sé que es ella porque lleva una margarita prendida del pelo, muy cerca de su oreja izquierda: "Hola, profesor Martínez. Tenga usted un buen día" -me dice, sonriendo. Yo no consigo decirle nada.

sábado, 3 de mayo de 2025

Cuestión de fuerzas:

 

El patio del colegio no era cuadrado. Tampoco lo era su organización ni probablemente nada en el barrio tuviera un orden simétrico o armónico o matemático. De un lado, una tapia gruesa y alta, más alta que las cabezas de los mayores, de los otros cuatro lados paredes de distintos edificios, de distintas alturas. No todos debían ser aularios, porque a veces los vecinos tendían de los cordeles entre dos edificios la ropa mojada. El suelo del patio, irregular, era de albero sucio y duro. Los alumnos accedíamos al colegio por la puerta situada en el centro de la tapia alta y nos íbamos colocando en filas por grupos de clase. El primero que llegaba se colocaba al principio de la fila de su clase y ahí pretendía mantenerse hasta que llegaba el grandullón de nuestra clase, Nicolás. Aunque traspasase el umbral del patio el último, siempre se colocaba el primero. Después llegaban los tutores y se situaban en la cabecera de la fila. Nuestro tutor era don Juan, el profesor de francés. No era de los más viejos. Cuando un alumno, de los de los cursos superiores, salía al patio a tocar la campana, las filas de niños, encabezados por sus tutores, íbamos entrando por riguroso orden alfanumérico en los pasillos que conducían a nuestras aulas. «Disciplina militar», parecía quejarse don Juan.

La salida del colegio, en cambio, era completamente caótica. Este caos empezaba aún antes, en el interior de las aulas. Unos minutos antes de que sonase la campana, ya estábamos algunos alumnos inquietos por salir corriendo. Los materiales escolares ordenados sobre la mesa, para, rápidamente, poderlos introducir en la maleta y salir pitando del aula, a empujones y en carreras por los pasillos, atravesando el patio entre gritos y cruzando hacia la calle en la que ya recuperábamos la calma. El grandullón era de los últimos en entrar por la mañana, pero también era de los últimos en salir del colegio. Aunque gritaba y empujaba todo lo que podía, no solía correr. Ahora creo que aunque alto y grande, entonces también era gordo y fofo. Cuando se reía, que era casi siempre y por todo, lo hacía sonoramente dejando caer la saliva por un mentón casi inexistente. No obstante, Nicolás tenía algo que nos hacía respetarlo como buen amigo.

Recuerdo que debió de ser un día de primavera, tal vez de finales del segundo trimestre. Cuando el grandullón llegó adonde estábamos todos, con todos me refiero a los cuatro que siempre solíamos volver juntos desde el colegio a casa, preguntó: “¿Qué hacéis, niñas? Os he dicho mil veces que no me esperéis. Venga, todos corriendo”, nos arengó mientras le daba un empujón a Manolo, el Canijo. Todos nos pusimos en marcha y corriendo nos alejamos unos metros dejando solo a Nicolás.

Desde lejos lo mirábamos atrás y lo veíamos cargar con la maleta, sudar y jadear. Pero aquel día, el grandullón iba más despacio que de costumbre, jadeaba menos, aunque llevaba la camiseta empapada de sudor. Vimos cómo se paró en mitad de la calle, cómo miró a un lado, cómo se acercó a una pared y cómo se puso a hablar con alguien. Después se le acercaron tres más por detrás. Lo rodearon, lo empujaron, le abrieron la cartera y le desparramaron los libros por la tierra. Entre los cuatro empezaron a pegarle con los puños y los codos. Patadas también le dieron. Los cuatro amigos, a unos cien metros de la paliza, nos miramos, alguno intentó echar a correr, pero finalmente no hicimos nada. «A ver, nos ha dicho que lo dejemos solo», dijo el Orejas.

Cuando los otros se fueron y dejaron a Nicolás tumbado en la tierra, dolorido, llorando y sangrando por un labio y una ceja, nos acercamos a él. Intentamos levantarlo del suelo, pero él hizo un gesto con la mano, como diciendonos que lo dejáramos en paz, que no lo ayudáramos. Después, cuando logró levantarse, solo, nos miró a todos con desprecio. Entonces yo no sabía bien lo que era esto del desprecio.

Al día siguiente Nicolás no volvió al colegio. Ni al siguiente ni al siguiente del siguiente. No volvió en todo el resto del curso.

El Orejas escuchó a su hermano mayor decir que la paliza se la había dado el Garrotillo con tres de sus colegas. El Garrotillo era el hermano menor del Garrote. Éste, el Garrote, era alto y fuerte, pero su hermano menor, el Garrotillo, era un tipo canijo y enano, que tenía muy mala leche, según se rumoreaba por el barrio. Era famoso por ser un auténtico terror sin ningún freno de ningún tipo. El hermano del Orejas le contó que Nicolás había empujado por error a una niña de otra clase que era del interés del Garrotillo. Parece que fue por eso por lo que recibió la paliza. Seguro que Nicolás ni se había dado cuenta de ello ni sabía por qué había recibido la paliza.

Después de algunos meses, en verano, estando ya de vacaciones escolares, nos encontramos a Nicolás al otro lado del campo que había más allá de la iglesia, junto a los enormes tubos de cemento rotos y abandonados donde solíamos jugar al despiste. Estaba muy cambiado. Había crecido aún más y estaba más delgado y fuerte. Nos contó que su padre había decidido que dejara nuestro colegio y lo inscribió en otro religioso donde la disciplina y el orden eran mayores. Nos dijo también que había empezado a ir a un gimnasio en el que hacía ejercicios todos los días y practicaba boxeo. Por lo visto era una promesa en este deporte. Verdaderamente sus brazos y piernas eran musculosos. El Canijo le preguntó que por qué hacía eso. Y él le respondió que porque cuando estuviera preparado iba a buscar al Garrotillo y le iba a devolver la paliza que le había dado. Yo le pregunté que cuándo sería eso. Y él me respondió que ya me había dicho que «cuando estuviera preparado».

Pasó todo el verano y empezó el nuevo curso. El colegio seguía igual, pero, de alguna manera, echábamos de menos al grandullón. Semanas después, otro, de otra pandilla, también grande y más bien bobo, lo había sustituido.

Unos días antes de las vacaciones de Navidad me encontré con Nicolás más allá del campo de la Iglesia. Estaba aún más fuerte y grande que la última vez. Pensé que ese Otro le duraría muy poco a nuestro grandullón.

  • Adónde vas, Nico -le pregunté-.

  • ¡Negro! -me respondió apenas con un susurro y esbozando una sonrisa-.

  • ¿No vienes ya al colegio?

    Después de unos segundos me respondió:

  • Mi padre no quiere.

    Más tarde dijo:

  • Ahora me dedico solo al gimnasio. ¡Mira! -ordenó-. Y se agachó junto a uno de los enormes tubos de cemento del descampado y lo levantó del suelo sin apenas esfuerzo. Después dijo:

  • Súbete arriba.

    E, igualmente, volvió a levantar el pesado y enorme tubo conmigo sobre él.

Estuvimos un rato buscando sin mucho éxito peleles hasta que me dijo, con una voz muy baja, que ya estaba preparado para ir a por el Garrotillo y devolverle lo que le debía.

Yo le pregunté que «¿Por qué seguía con eso? ¿Si aún no lo había olvidado?» y él me respondió, con los claros ojos brillando, que «ese muñeco le había hecho mucho daño y que a él no le pegaba nadie».

Ya estaba cayendo la tarde cuando se marchó.

Me quedé preocupado y pensativo, y, por ello, creo, que empecé a seguirlo desde lejos.

Vi cómo se introdujo por el callejón que hay más acá de la fábrica de naranjas, cómo lo recorrió hasta el fondo y cómo después giró a la izquierda por un camino de tierra que llevaba a unas chabolas construidas con todo tipo de materiales. Yo nunca había llegado hasta allí. Todo me era nuevo y extraño. Nicolás se acercó a una de las chabolas, a unos veinte metros y gritó.

  • ¡Eh! Mierda. Sal, si tienes güevos.

    La noche era cálida y pensé que me hubiera dado mucho miedo si ese grito me lo hubiese dirigido a mí.

Escuchamos un chirrido y vi una cancela abriéndose. Me pareció ver, al borde la noche, la silueta canija del Garrotillo.

Cuando éste miró hacia la figura de quien lo increpaba se quedó quieto, pero cuando lo reconoció pude ver un brillo en sus dientes blancos.

  • ¿Qué quieres, maricón? ¿Aún te debo algo? -preguntó con voz estridente.

  • Sí, aún me debes. Tú y tus tres amigos. Y tú me lo vas a pagar ahora -dijo Nicolás con voz clara y recia, segura de sí-.

  • ¡Vete, si no quieres problemas! -volvió a decir el Garrotillo después de soltar una carcajada entre hipos.

Nicolás echó a correr hacia su casi nulo oponente. Cuando se acercó a él se detuvo en seco. Lo miró y pareció dudar.

El Garrotillo, quieto, no dejaba de enseñarle los dientes brillantes. Creo que estos, sus dientes, fueron los que detuvieron a Nicolás. Después aquél dijo algo que no pude o supe oír -parecía el graznido o el chirrido de un insecto- y que hizo que Nicolás recuperara aparentemente sus ganas de lucha. De un salto se lanzó hacia el Garrotillo, pero cuando iba a agarrarlo por la cabeza para destrozar al bicho, tropezó o se le doblaron las rodillas o lo invadió una sensación extraña de arrepentimiento o simplemente se olvidó de dónde estaba o quizás se dejase caer. Pude ver al Garrotillo mirarlo con desprecio. Ahora sí que aprendí lo que esto significaba, y rápidamente sacó, no sé de dónde, una navaja y se la puso a Nicolás en el cuello, diciéndole:

  • Muy bien, maricón. A lo mejor no eres tan inútil y aún puedes limpiarme las botas con la lengua. Venga, maricón, lámelas.

    Yo vi a Nicolás, enorme y fortísimo, agachado de rodillas, lamiéndole las botas, llenas de fango, al Garrotillo. Entonces no pude más y me acerqué corriendo hacia ambos. Empujé al insecto, que se asustó cuando me vio aparecer de repente en mitad de la noche, me abracé a Nicolás, lo ayudé, ahora sí, a levantarse y le dije:

  • ¡Venga! ¡Ya está bien! Volvamos al barrio. Nadie va a saber nunca nada de esto.

Intercambio a tres voces:

 

Primera voz:

HE VENIDO A ESCRIBIRTE, ES DECIR, A SER:


En la extremidad de mí estoy yo. Yo, implorante, yo, la que necesita, la que pide, la que llora, la que se lamenta. Pero la que canta. La que dice palabras. ¿Palabras al viento? Qué importa, los vientos las traen de nuevo y yo las poseo.

Yo al lado del viento. La colina de los vientos aullantes me llama. Voy, bruja que soy. Y me transmuto.

Oh, cachorro, ¿dónde está tu alma? ¿Está cerca de tu cuerpo? Yo estoy cerca de mi cuerpo. Y muero lentamente

¿Qué estoy diciendo? Estoy diciendo amor. Y cerca del amor estamos nosotros.

Clarice Lispector.


Segunda voz:

SONETO DE LO POSIBLE:


Puede ser que una vez / en un desvelo

descubramos que el mundo es una fiesta

y encontremos al fin esa respuesta

que desde siempre nos esconde el cielo


puede ser que una noche / en algún vuelo

ganemos sin querer alguna apuesta

y advirtamos que un alma está dispuesta

a servirnos de paz y de consuelo


puede ser que el transcurso de los años

nos vaya proponiendo otra corriente

dejándonos con suerte y sin extraños


y aunque en la piel nos queden cicatrices

desde el viejo pasado hasta el presente

puede ser que logremos ser felices.

Mario Benedetti.


Tercera voz:

Ahora que no estás lejos, o que no estás más lejos que lo que no soy, lo sé, creo. Porque pido, porque lloro, porque me lamento, porque te añoro, porque canto, o te canto, creo. Porque digo palabras y al viento las lanzo; pero ¿qué importa el viento si me las devuelve a la cara con un eco agresivo? "Amor", "No te vayas", "Mi vida sin ti es nada",... ¿Qué extraños objetos son estas voces, que siendo mías no las poseo? Marchan, con el viento de cara, hacia un pasado que no conocieron. Y yo frente al viento permanezco con los pies bien plantados sobre la roca. El viento sabe más de mí que yo mismo. Tal vez por ello, quiera lanzarme hacia atrás, junto a mis palabras lanzadas por necesidad. ¿Cómo ser voz para dejarse llevar por este viento sabio? ¡Tan cerca del amor estabas y yo no supe cómo mirarte! El mundo, entonces, era una fiesta. ¡Qué desvelo! Grito: "Enigma" y el viento me responde "Respuesta". Yo creí, ciego entonces, que eras un enigma por desvelar. Hoy sé que tú eras la única respuesta. El viento insiste en repetir mis voces y llevarlas arrastradas hacia atrás, pero yo no soy como ellas, a mí este viento solo me conmueve, pero no puede arrastrarme, porque no soy otra cosa que mi cuerpo. Otra cosa que mi cuerpo no es, no existe, no consiste, tampoco fue, por más que me repita mil veces lo contrario. Alguna noche, en algún vuelo creímos que la felicidad era posible, incluso fácil o inevitable. ¡Qué poderoso el engaño de hacernos creer lo que siempre creímos! Entonces el viento de nuestras ilusiones nos llevaba de un lado a otro sin sentir siquiera que estábamos fijos en el mismo lugar. ¿Ahora? Ni tú ni yo estamos donde entonces ni volveremos a pisar las huellas de la misma orilla, por mucho que sepamos, y así lo gritemos, que esas huellas son las cicatrices que nos abrasa nuestra piel.


jueves, 17 de abril de 2025

Desencuentros. Dos escenas:

 

"Se queda sola, iluminada

por la oronda luna. Calma.

Tatiana escribe, siempre fijo

el pensamiento en Oneguin.

La carta de la joven virgen

rebosa de amor sincero.

Por fin la tiene terminada.

Tatiana, ¿a quién la has destinado?"

(A. S. Pushkin, Eugenio Oneguin. Cap. III, Poema XXI)



Primera escena:

En el centro y al fondo del escenario se ve un banco rodeado de frutales y de voluptuosas flores. Debe ser primavera. Se escucha música que parece provenir de un salón lateral. Una joven sale del salón por el lado derecho del escenario. Va vestida con traje de fina gasa. Su cabello, media melena, está levemente sujeto para que se descuelgue apenas sobre su espalda. No lleva tocado. Se sienta en el banco y suspira. Parecería el banco del amor si ella no estuviese sola o tal vez sea el banco del amor precisamente porque ella está sola. Se hace el silencio, como si el salón de baile contiguo se hubiera distanciado kilómetros o leguas o verstas. Comienzan a escucharse los trinos de los ruiseñores. Ella mira al horizonte pensativa. Vuelve a suspirar. Agacha su cabeza.

Por el lado izquierdo del escenario entra un joven. Lleva frac con el cuello alzado, pantalones grises bombachos, el sombrero de copa entre las manos, porta largas, voluminosas y rizadas patillas. Se acerca lentamente hacia el banco. Se para a unos dos metros de la joven.

Ella levanta el bello rostro y lo mira a los ojos. Antes ha suspirado. Definitivamente es el banco del amor. Él rehúsa mirarla. Hablan. Tal vez ella preguntase “¿Por qué?”. Tal vez él respondiese: “No puedo entregarte mi vida” o “Tengo otras misiones”, “o negocios”, “o asuntos”, “o tal vez”. Ella prefirió no responderle y por ello quizá bajase su mirada y se levantase del banco. Una vez a su altura él no supo ya qué decirle. Él le entregó una carta. Tal vez la carta que ella le enviase y en la que le confesase su amor. Muy atrevida debió de ser ella para tal hazaña. Él le devolvió, pues, su carta. Ella la recogió y la arrugó entre sus manos. Ahora no dejaba de mirarlo. Él agachó su cabeza antes de girarse y salir por donde había venido. Ella, lentamente, apesadumbrada quizá, volvió hacia el salón lateral donde otra vez sonaba la música, un vals. El banco del jardín, del amor o del desamor, quedó vacío y lentamente va yendo al negro.


Segunda escena (quince años después):

En el centro y al fondo del escenario se ve un banco rodeado de árboles descuidados. Parece el mismo banco de la escena anterior, pero es otro. Este está más viejo, más ajado, como el jardín. Es otoño. Un otoño muy húmedo y gris. Incluso ventoso. Nuevamente se escucha música procedente del salón lateral. Un hombre entra por el lado izquierdo del escenario. Parece provenir del exterior de la finca. Viste con un traje chaqueta negro. Es elegante, pero algo denota en él que su apariencia exterior no se ajusta a su sentir interno: tal vez camine con cierto desequilibrio, aunque rápido. Sí, parece que tiene prisa. Se sienta en el banco y espera. Impaciente. Lleva un sombrero hongo entre sus manos. No para de darle vueltas. Quizá esté nervioso.

Deja de sonar la música y se hace el silencio en el jardín. Pero en esta ocasión no se escucha a ningún ruiseñor ni a ninguna otra ave canora. Solo se escucha el viento. O tal vez sean los suspiros violentos y desasosegados del hombre. Aún porta las patillas rizadas y voluminosas de la escena anterior.

Por el lado derecho se acerca una mujer. Lleva el pelo recogido en un moño alto. En sus cabellos brillan algunas perlas. No lleva tocado. Su vestido es delicado, pero no de gasa. Camina despacio hacia el banco. Observa al hombre. ¿Lo reconoce? No se sienta a su lado.

Cuando él la mira, deja su sombrero sobre el banco y le extiende ambas manos hacia las de ella. Ella le toca los dedos a él. Él intenta agarrarlas para atraerlas, parece. Ella no se lo permite. Permanece de pie. Él se levanta y habla con ella. Tal vez le implore diciéndole: “Por favor. He comprendido. No puedo vivir sin ti”. Tal vez ella, seria, le responda: “Lo sé, pero no es ahora el momento”. Él le entrega una carta. Ella la recoge, pero no la lee. La arruga en su mano derecha. Parece que quiere marcharse. Quizá él le pregunte: “Pero ¿es que ya no me amas?” y quizá ella, parándose en seco antes de marcharse definitivamente, le responda: “Esa no es la cuestión. Claro que te amo. ¿Acaso vale la pena fingir? Pero la cuestión es otra. Ya no es el momento”.

Ella abandona el jardín y sale del escenario por la puerta que da al salón de baile. Vuelve a escucharse la música.

Él se queda en el centro del escenario delante del banco del amor o del banco del desamor, ese que nunca estuvo ocupado por los dos amantes a la vez. Él sale lentamente del escenario por el lado izquierdo. Poco a poco el banco va fundiéndose al negro.

jueves, 27 de marzo de 2025

Dos adioses:

 

Aunque nací en Sevilla, España, he vivido toda mi vida en Córdoba, Argentina.


De Sevilla y de España solo recordaba una amplia habitación con una cama y una mecedora, un armario también había, una mesa tal vez, unas sillas y un rostro arrugado que me miraba sin mucho amor. El áspero rostro de mi abuela paterna. Y no recordaba nada más, porque a mis cuatro años mis padres embarcaron conmigo rumbo a Argentina. Algunas imágenes de Buenos Aires, pocas tambien, y después todo el resto de mi infancia, de mi juventud y de mi vida en aquella Córdoba, la de allá.


Araceli había fallecido en un pueblito de Huelva y, antes de todo..., lo único, lo primeo y lo último que quería hacer era visitar el lugar donde ella había decidido morir.


Araceli era mi hija. Siempre tuvo una vida difícil. De niña apenas comía, porque, decía, todo le sentaba mal. Permanentes conflictos con sus amigos y compañeros escolares. ¡Todo se lo tomaba tan en serio! A veces pienso que ella siempre estuvo incómoda consigo misma. Siempre salvo aquella vez en que, por su cumpleaños, 14, le regalé unos versos. Se los metí en una cajita de madera con la tapa desencajada. Cuando la abrió con expectación pudo leer lo que yo le había escrito pensando en ella:

A mi hija:

Sueño

que sueñas

que te viene el sueño

en que te recojo

en mis brazos.


A ella le encantó tanto el poema que me abrazó, me beso y se marchó corriendo a su habitación con la cajita de madera que tenía la tapa desencajada y el papel del poema arrugado entre sus manos.


Después su vida siguió recorriendo los derroteros previstos de sorpresas, decepciones, traiciones, y compromisos y amores contrariados. Su vida fue... como la de casi todos... un pequeño desastre. Pero tampoco era Araceli de las que se dejan ayudar fácilmente. Mis brazos, siempre abiertos para ella, no lograron cercarla en aquellos momentos en que más lo hubiera necesitado.


Una tarde nos llegó a Amelia, mi esposa, y a mí una carta remitida por nuestra hija: «Me voy a España -decía-. Estoy harta de Argentina y de los argentinos. Quiero darle un giro definitivo a mi vida.» Y acá que se vino. Tanto Amelia como yo, en el fondo, nos alegramos. Sabíamos que nuestra hija, cómo decirlo, tenía una mala racha, eso es, y, por qué no, empezar de nuevo en otro lugar. Pero ambos sabíamos también, o al menos yo estaba seguro de ello, que el lugar era lo de menos, que el problema lo llevaba Araceli consigo misma y que si no había logrado desprenderse de él en Argentína tampoco lo lograría en España.


El pueblito en que decidió fallecer Araceli se llama Mazagón. Me había informado de que estaba en la costa de Huelva, cerca de la capital.


Cuando llegué a este pueblo andaluz, el autobús me dejó en una plaza pequeña junto a un hotel. Esta plazoleta estaba cerca de la fonda en que habitó Araceli sus últimos días. La luz lo llenaba todo. Y el olor del mar. Entendí rápidamente por qué ella había elegido ese lugar. Pero yo no quería permanecer mucho tiempo aquí. No podía. Solo perseguía encontrar algún detalle que me hiciera recordar a mi bella Araceli, su paso, por leve que fuera, algún pequeño objeto que me confirmara de su presencia y de sus últimas horas.


Al día siguiente, muy temprano, me dirigí hacia la fonda donde ella se había hospedado.


  • Buenos días -le dije a la mujer que estaba dormitando en una mecedora.

El vestíbulo de la casa estaba limpio. El suelo era de losetas de barro cocido y las paredes estaban encaladas de un blanco sorolliano.

Le conté a la mujer a qué venía. Ella escuchó atentamente y sorprendida me dijo:

  • Entonces... ¿dice usted que es el padre de Araceli, esa pobre muchacha?

  • Sí -le respondí-. Soy su padre. ¿Ve? -le pregunté enseñándole una fotografía que llevaba en mi cartera.

  • ¿Y dice usted que desearía ver la habitación en que pasó su hija sus últimos días?

  • Sí, esto es. Quisiera verla.


Desde la habitación se veía el mar. La brillante luz del exterior apenas si entraba por la pequeña y cubierta ventana. La cama estaba pegada a una pared. Junto a ella una mesita de noche con una lamparita que tenía una mampara pintada de colores azules y rosas. Sobre la estantería algunos libros.

  • ¿Eran suyos? -le pregunté a la mujer-.

  • No. Los dejó ahí el inquilino anterior. Ella no trajo nada.

Después de unos instantes de silencio en que me dediqué a escrutar cada rincón de la habitación buscando algo que me la recordara a ella sin lograrlo, la mujer me preguntó:

  • ¿Desea usted algo más?

Parecía que tenía cosas que hacer y yo la estaba incomodando más de lo que ella había previsto.

  • No -le dije-. Ya marcho.

Antes de abandonar el lugar, le volví a preguntar a la mujer.

  • ¿Usted la conoció?

  • Sí -respondió-.

  • ¿Y qué opinión se formó de ella? No me interesaba nada la opinión de aquella señora, lo que yo quería saber era qué imagen proyectaba mi pequeña Araceli en sus últimos días.

  • ¡Oh! -dijo la mujer-. Después de un prolongado silencio continuó: Su hija era... como una mariposa en el desierto. Quiero decir que no encajaba ni aquí ni hubiera encajado en ningún otro lugar. Creo que ni ella misma sabía lo que buscaba -concluyó-.

  • Gracias -logré decir-.

  • Una última cuestión. ¿No conservará usted nada de ella?

  • ¿De ella? ¿Algo?... Sí -dijo-. Creo que dejó... olvidado, o lo que sea, un libro sobre la mesilla de noche. Creo que está... sí, aquí.

Y sacó un libro verde de Walt Whitman.

  • Debe ser lo último que estuviera leyendo. Tenga. Lléveselo. Le pertenece.

  • Gracias -volví a decirle- alargando la mano para recoger ese vulgar y pobre tesoro que finalmente había logrado.


No le di ninguna importancia al libro hasta que por la tarde, antes de coger el último autobús hacia Sevilla, estuve leyendo algunos pasajes de Hojas de hierba:


¿Ha pensado alguien que es afortunado nacer?

Me apresuro a informarle que no es menos afotunado morir, y sé lo que digo.

Muero con los que mueren...

(...)

No soy la tierra ni lo que pertenece a la tierra,...

(...)

Esta es la hierba que crece donde hay tierra y hay agua,

Este es el aire común que baña el planeta.


Estuve a punto de arrojar el libro al tacho cuando abriéndose por una página, tal vez algo desencajada, dejó aparecer la esquina de un papel manchado y con unos versos que debían haber sido muy leídos, o escritos, quizá por mi Araceli:

A mi padre:

Sueñas

que sueño

que me viene el sueño

en que me recoges

en tus brazos.

jueves, 20 de marzo de 2025

El monstruo herido:

 


¡No os riais, he dicho! ¡No os riais! Atrás han quedado ya los tiempos en que nuestros padres temblaban con solo ver aproximarse el terrible momento de la entrega de nuestros jóvenes más prometedores para satisfacer las aviesas, perversas y miserables intenciones y actos del monstruo de cuerpo de guerrero y cabeza de toro. Entonces ellos clamaban y suspiraban porque no fuesen sus hijos los elegidos por el rey, pero también lloraban por los que finalmente eran los elegidos, aunque no estuviesen entre ellos sus propios hijos. Entonces ellos, nuestros padres, sentían que los hijos de los otros eran los suyos propios. ¡He dicho que no os riais!

Nosotros vivimos ahora en un tiempo diferente. No son ya nuestros hijos e hijas quienes tienen que satisfacer, por el bien de todos, las necesidades o los caprichos, para el caso es lo mismo, del terrible monstruo de cuernos, fuerza y respiración de toro. El minotauro es ya un ser viejo, desdentado y enfermo. Ya no genera miedo. Pero no os riais, que tampoco lo que genera es risa.

Entonces, cuando era joven y fuerte, nadie se atrevía a murmurar ni a decir nada ni, por supuesto, a reírse. Acuérdate, Arístides, de cuando fue tu primogénito uno de los elegidos para satisfacer las necesidades libidinosas del monstruo. Algunos que lograron escapar de sus zarpas contaron cómo lo agarró de los brazos, cómo lo lanzó al suelo bocarriba, cómo le levantó ambas piernas al aire, y cómo lo sodomizó cara a cara, aliento frente a aliento. El miedo y los desgarros acabaron con la vida de tu hijo. Y como tú, Arístides, muchos otros sufristeis, por el bien de toda la ciudad, las atrocidades del minotauro. ¡Que nadie se ría ahora, porque entonces nadie lo hacía! ¿O es que creéis que entonces éramos bestias y no hombres?

¿Qué teníamos que haber hecho para no sucumbir al miedo y a la fuerza opositora? ¿Qué podíamos haber hecho? Todo lo intentamos, nada conseguimos. ¿Esto hace peores a nuestros padres? Nosotros tampoco hicimos nada más que sucumbir, implorar a los dioses y dejarnos matar pagando el tributo acordado por nuestra cobardía e impotencia.

En el fondo, reconozcámoslo, admirábamos su fuerza, su altura, su vigor, su mirada impenetrable y su virtud. Muy en el fondo todos hubiéramos querido ocupar el lugar del monstruo. Pero ninguno supo o pudo hacerlo. Miserables fuimos y más miserables seríamos ahora si nos dedicásemos a reírnos de él porque está viejo, cansado y enfermo, y porque ya no asusta ni a las vírgenes vestales. Su verga está flácida como un cordel destensado. Si miserable fue él entonces, miserables fuimos todos. ¡Mirad todos cómo llora Arístides! Llora porque sabe que digo verdad.

Admitamos que admirábamos su fuerza y su virtud. Ahora, viejo, vencido y derrotado, solo genera compasión y pena. ¿Hay algo más trágico que tener que ver con tus propios ojos cómo alguien que fue puro vigor y duros músculos, ande ahora con dificultades, quiera, bravo, embestir y no alcance siquiera a levantar la cabeza porque solo tiene fuerzas en su cuello para agacharla?

Mirad, ciudadanos, por honor, por el suyo y por el nuestro, demos muerte piadosa a la bestia y callémonos. No digamos una palabra más. Sólo el silencio puede borrar la línea que nos separa de nuestro propio pasado. Reconstruyamos nuestro honor a partir de este silencio y que solo vuelvan a hablar quienes tengan verdaderamente algo sensato que decir con la cabeza alta y mirando hacia adelante.

domingo, 2 de marzo de 2025

Importancias relativas:

 

Lo imposible es lo que ocurre visto desde fuera, pero no sabes cómo decirlo.

Crees que fue en el parque grande de las afueras de la ciudad. Estuviste contemplando a una pareja de enamorados: agarrados de las manos, enlazaban sus labios sin despegarlos un instante. Crees que no se hablaban entre sí, pero desde la distancia en que te encontrabas era imposible saber esto. Ella tenía los ojos cerrados; él, en cambio, estaba ansioso por no cerrarlos, por no perderse nada de lo que le estaba sucediendo.

De repente empiezas a elevarse por los aires. Primero muy despacio y como dudando. Te elevas apenas un centímetro para volver a caer a tierra y de nuevo hacia arriba y hacia abajo otra vez. Hasta que definitivamente ocurre el equilibrio necesario y lentamente comienzas a elevarte, como si levitaras, hacia arriba, hacia las nubes, muy despacio. Puedes ver a la pareja de enamorados que sigue con sus besos y sus caricias, ajenos al extraordinario suceso que está aconteciendo a unos metros de ellos. Puedes verlos desde arriba, casi sobre su exacta vertical. Aún puedes identificarlos como dos enamorados, porque no es mucha la distancia que te separa de ellos. Después sigues ascendiendo. Ves las copas de los árboles desde el cielo y ves también el parque entero, no tan grande como parecía desde el suelo, y la ciudad, y sigues ascendiendo hacia las nubes. El suelo parece aplastado o aplanado. Apenas distingues cumbres. Desde la altura de las nubes, las montañas son poco más que una planicie rugosa. Sigues ascendiendo y ascendiendo. Sientes cuando sales de la atmósfera terrestre. Al principio crees que te falta el aire, que no puedes respirar. Te agarras la garganta. Toses. Descubres que no necesitas el aire para nada, que puedes seguir contemplando la Tierra desde fuera de ella y que no le ocurre nada a tu cuerpo. Y sigues ascendiendo, o tal vez sea más exacto decir, alejándote. Se te viene a la cabeza la palabra «extrínseco». Logras ver la Luna a lo lejos y otros astros. Crees pasar demasiado cerca de Marte, y de, supones, Saturno. Pero no estás seguro. Sientes un vértigo, mayor que cuando dejaste la atmósfera terrestre, cuando descubres que has abandonado el Sistema Solar. Lo sabes porque no conoces o identificas nada de lo que ves. Astros y más astros por todos lados. No sabes qué es arriba o qué es abajo. No sabes si estás al derecho o al revés, pero tampoco necesitas saberlo. Tú sigues levitando o ascendiendo o alejándote o viajando. Pasados muchos días, si es que esto puede seguir diciéndose así, ves a lo lejos un extraño punto blanquecino. Es la galaxia de la que partiste. Ves también otras galaxias. No sabes adónde te conducirá este extraño ascenso o viaje. Tampoco parece importarte. Tampoco puedes evitarlo. No logras acordarte de nada de lo que sucedía allá abajo o allá a lo lejos, en la tierra, en tu ciudad, en el parque. Como si todo aquello no tuviera ninguna importancia desde aquí, o como si hubieras decidido que realmente nunca la tuvo. Te sientes no solo, sino único, pero no por ello privilegiado, aunque seas lo más cercano a Dios que ninguna religión imaginara jamás.

Sigues avanzando y crees que estás llegando a los límites del universo, si es que el universo tuviera límites. Comienzas a aburrirte, te cansas de mirar, porque lo que más hay es nada. Piensas: «lo que abunda es la ausencia, el vacío, la nada, la soledad. Lo extraordinario es la compañía, la materia, ésta es lo verdaderamente único y divino, y en ella, en la materia, aún más extraordinario, la vida y la conciencia, y la conciencia de la conciencia». Empiezas a aterrarte. Ahora el vacío te angustia. No puedes desesperarte, pero estás asustado, impresionado, aturdido. Deseas no seguir ascendiendo o alejándote. Deseas huir, por qué no, morir. Pero no puedes hacer nada para lograrlo. Cierras la boca para no respirar, pero no hay oxígeno a tu alrededor. Esfuerzo inútil.

De repente, de nuevo sientes que algo pasa, te has parado en mitad de una noche inmensa. Sabes que no avanzas. Después de unos segundos, quién sabe, o de unos días o de años quizás, empiezas a retroceder, si esto se puede decir así. Comienzas a bajar, a volver.

A lo lejos vuelves a ver tu galaxia y otras más lejanas. Crees identificar más tarde, mucho más tarde, a Plutón y a Urano. Allí ves a Marte y más allá la Tierra con su satélite. «¡Qué verdadera belleza!», te dices.

Notas un escalofrío cuando comprendes que estás de nuevo ingresando en la atmósfera. Vuelves a respirar. Te sientes agotado. El oxígeno te quema los pulmones como si llevaras años sin usarlos. La tierra te parece una enorme planicie. Sigues bajando, ahora sí, volviendo. Identificas los límites de tu ciudad y después los del parque. A lo lejos ves una pareja de enamorados que está besándose tiernamente. Sus manos están entrelazadas. Piensas que no pueden ser los mismos que recuerdas, porque estos, por sus aspectos, tienen no menos de noventa años. Pero tú sabes que son los mismos individuos, que decidieron enlazarse y así han continuado por siempre. Ella, inconsciente quizá, o sabia, sigue con sus ojos cerrados. Piensas: «¡Qué extrañas decisiones toman a veces los humanos!» Y depositas con esta meditación tus pies en el suelo.

Feliz día del inocente:

 

Este hombre o mujer, para el caso que me ocupa es lo mismo, que, como todas las mañanas desde hace más de veinte años o veinte mil, se levanta temprano, antes de amanecer, tal vez también puedan ser doscientos mil, que cree que le gusta el silencio de este único momento en que se prepara un café antes de ducharse y de marcharse a trabajar duramente y a luchar con y contra otros como él para conseguir todo o nada y que observa ese instante en que la luz, por unos segundos, toma tonos rosas y brillantes, anunciando el comienzo de un nuevo y prometedor día, y al final, como todos los anteriores, decepcionante. Que confía en ese momento matutino e inocente en que este día será distinto y único, como únicos son esos segundos en que el sol, apenas en el horizonte, empieza a acariciar la materia con dedos o rayos más rosas que naranjas, confiriéndole a ésta, a la materia, una suerte de espiritualidad mentirosa y falsa, como falsas son las expectativas de este hombre (o mujer) despierto y dispuesto a afrontar lo que tenga que venir y como tenga a bien venir. Con la cara alta y la mirada menos triste que cansada (y eso que aún no ha levantado ese sol traidor, siempre al servicio del tiempo que transcurre inexorable para lograr siempre finalmente llegar por sorpresa al lugar donde todos los caminos se encuentran, por sorpresa, sí, siempre por sorpresa -no importa la edad que creas tener, porque no la tienes, porque no eres nada, comparado con ese sol que gira en un ciclo tan amplio que no puedes abarcarlo en tu pensamiento-, ignorante también del lugar que ocupa, del puesto y función que cumple, colaborador necesario y lerdo, insensato, necio y mineral, en este tránsito de la nada a la nada). Y ese hombre (o mujer) que insiste cada mañana cargando, necio también quizás, iluso, ingenuo, trágico como héroe de sino insoslayable que se dirige, incluso sabiéndolo, hacia un final terrible, o no tanto, porque también y según se piense, sea una salvación, una salvación en el vacío, en la nada, cargando o esculpiendo la dura roca que ha de volver a girar una y otra vez, como si fuese su propia lápida con la que, cree, ha de adornar, adecentar, embellecer y, tal vez, cerrar su propia tumba.

viernes, 24 de enero de 2025

Una venganza:

 

- Me preguntaba una cosa... ¿Alguna vez ha hecho algo bueno en su vida?

Wolfer Joe le miró a los ojos y le contestó, retirando los labios de los dientes:

- Sí. Una vez. Traicioné a una mujer.

A la señal del verdugo, unos hombres tiraron de las cuerdas del cajón de embalaje”. (Dorothy M. Johnson: La última bravata. 1957)


Todos en aquel lugar conocían la vuelta de Evelio Valdés. Este había pasado en prisión los últimos diez años y todos rumoreaban en el pueblo que nada más salir volvería a cobrarse la justicia que no le dimos, porque todos en el pueblo habían participado entonces en aquel linchamiento con el que lograron encerrar a Evelio. Todos también sabían que él no era el único culpable, quizá el que menos, del homicidio de su padrastro, y que otros varios se libraron de la prisión con más motivos y aún hoy campaban por las tabernas sin temor alguno. Pero Evelio era el odiado y temido por todos.

Desde niño todos pudimos ver cómo Evelio llevaba la maldad dentro de sí. Disfrutaba cuando pateaba a los perros o a los gatos, cuando abofeteaba a otros niños más pequeños y muchos vimos repetidamente cómo, muy despacio, iba cerrando el puño en alto de su mano derecha conteniendo un canario cantor hasta reventarlo.

Evelio siguió descendiendo por esa senda grasienta y negra que lo condujo a lugares de delincuencia, de tráfico, de broncas y de gestos duros, de dinero fácil, de abultados gastos y de desenfreno permanente. Evelio Valdés siempre estaba metido en algún lío y hacía tiempo que la policía lo contemplaba de cerca. Lo peor de él era que parecía que disfrutaba con el daño que hacía. Y le daba igual a quién. Tal vez por ello, todos quisieron vengarse de él, lo denunciaron en cuanto pudieron y le echaron el muerto del homicidio de su padrasto Ponce, el rata.

Diez años después de aquello todos temían la vuelta de Evelio Valdés al pueblo, porque todos temían su venganza y todos también sabían que su golpe mortal y sádico caería, y caería sobre cualquiera, porque cualquiera éramos todos.

Algunos dicen que lo vieron subirse al tren en la capital. Otros dice que alquiló un coche deportivo. Otros, los menos, coincidían en que tal vez hubiese cambiado de opinión en la cárcel y se hubiese ido en dirección opuesta al pueblo. Pero lo cierto es que en el primer día después de su liberación nadie pudo ver a Evelio Valdés caminar por las calles polvorientas del pueblo. Aún así, nadie, al caer la noche, estaba tranquilo, porque cuanto más tarde se hacía, más amenazante se mostraba su vuelta.

Pasó el primer día y el segundo y el siguiente al segundo y el siguiente, y nadie pudo distinguir la silueta delgada de Evelio dibujarse en el centro de la calle principal. Algunos, los más, empezaban a decir, bromeando de temor: «Evelio se ha marchado lejos, está viejo, le han dado lo suyo en la prisión, no se atreverá a volver». Pero otros, los menos, pensaban en silencio que a más demora, más peligrosa la vuelta.

A la séptima noche, cuando la sombra de Evelio comenzaba a borrarse del horizonte del poblado, y cuando muchos estaban gritando y riendo en la taberna Central y la música sonaba a todo volumen, Evelio Valdés, mostrando sus dientes y mordiendo un palillo abrió las puertas del bar. Todos se giraron y el ruido cesó de repente. Alguien calló la música y todos los allí presentes pudimos escuchar los pasos de Evelio cruzar la estancia, acercarse a la barra y al propio Evelio Valdés decir, como si no hubieran transcurrido diez años desde la última vez:

  • Tomás, ponme algo de beber. Lo que quieras.

Después Evelio se giró, apoyó los codos en la barra y fue mirando, uno a uno, a todos los rostros de los allí presentes. Evelio dijo:

  • Que continúe la fiesta. ¿Por qué habéis callado la música? ¿Acaso no es motivo de alegría mi vuelta?

Y, así, la taberna recuperó lentamente el ruido, pero las voces de los allí presentes se hicieron más comedidas de lo que lo eran antes de su llegada.


Una furcia de marcadas pecas y amenazante escote se le acercó y le propuso:

  • Evelio, ¿quieres invitarme a una copa?

Pero Evelio no le contestó. Ella siguió diciendo:

  • ¿No te acuerdas de mí? Soy la Charo. Me dijiste que te esperara bajo el álamo grande.

Evelio siguió sin decir nada. Tampoco la miró. Fue a sentarse a una mesa en un rincón. No tuvo que apartar a nadie, porque todos iban dejando libre el lugar que ocupaban a su paso. Poco a poco el bar fue desalojándose hasta que en él solo quedaron la furcia, el barman Tomás y el propio Evelio. La noche había concluido.


Pasaron varios días y Evelio no se cobraba su venganza. Muchos en el pueblo comenzaron a relajarse. Algunos opinaban de él diciendo: «No puede hacer nada», «Ha cambiado», «Lo han cambiado en la cárcel», «Siempre fue un cobarde», «¿Quién le teme ahora?». Evelio ni decía ni hacía nada. Solo sonreía, a veces, mostrando los dientes. Aunque nadie lo reconocía, esta su sonrisa, seguía dando miedo a todos.


Aunque nada hiciera, nadie quería a Evelio en el pueblo. Muchos murmuraban entre dientes: «Está esperando algo o preparándolo». Hasta que todos, ya cansados de él y de esta situación insoportable, actuaron como uno solo. La historia volvió a repetirse, pero ahora como farsa cruel, a partir del momento en que Evelio entró en la taberna y antes de que pudiera decirle a Tomás que le sirviera algo, mientras se acercaba a la barra, el idiota de Fran, el Picao, se interpuso a su paso, se enfrentó a él y le dijo:

  • Ya no asustas, Evelio. Queremos que te vayas de aquí.

Evelio bordeó al Picao y siguió hasta la barra. El Picao, por detrás, le puso la mano izquierda en el hombro, hizo que Evelio se girara y le lanzó un puñetazo al rostro con tanta fuerza que estrelló el cuerpo de Evelio en la barra del bar. Después comenzó la pelea en la que muchos participaron golpeando y pateando a Evelio. Finalmente, entre varios, decidieron sacarlo a la calle central y colgarlo de la rama del álamo grande.

Evelio, maltrecho y herido, seguía sin decir nada.

Aún antes de colgarlo definitivamente, alguien, casi implorando, se dirigió a Evelio preguntándole:

  • ¿Pero es que no vas a decir nada?

Evelio lo miró con desprecio, primero a él y después a todos los demás, mostrando sus dientes y esbozando con dolor una leve sonrisa. En este momento supe que la venganza de Evelio Valdés con su vuelta ya se había consumado.