jueves, 27 de marzo de 2025

Dos adioses:

 

Aunque nací en Sevilla, España, he vivido toda mi vida en Córdoba, Argentina.


De Sevilla y de España solo recordaba una amplia habitación con una cama y una mecedora, un armario también había, una mesa tal vez, unas sillas y un rostro arrugado que me miraba sin mucho amor. El áspero rostro de mi abuela paterna. Y no recordaba nada más, porque a mis cuatro años mis padres embarcaron conmigo rumbo a Argentina. Algunas imágenes de Buenos Aires, pocas tambien, y después todo el resto de mi infancia, de mi juventud y de mi vida en aquella Córdoba, la de allá.


Araceli había fallecido en un pueblito de Huelva y, antes de todo..., lo único, lo primeo y lo último que quería hacer era visitar el lugar donde ella había decidido morir.


Araceli era mi hija. Siempre tuvo una vida difícil. De niña apenas comía, porque, decía, todo le sentaba mal. Permanentes conflictos con sus amigos y compañeros escolares. ¡Todo se lo tomaba tan en serio! A veces pienso que ella siempre estuvo incómoda consigo misma. Siempre salvo aquella vez en que, por su cumpleaños, 14, le regalé unos versos. Se los metí en una cajita de madera con la tapa desencajada. Cuando la abrió con expectación pudo leer lo que yo le había escrito pensando en ella:

A mi hija:

Sueño

que sueñas

que te viene el sueño

en que te recojo

en mis brazos.


A ella le encantó tanto el poema que me abrazó, me beso y se marchó corriendo a su habitación con la cajita de madera que tenía la tapa desencajada y el papel del poema arrugado entre sus manos.


Después su vida siguió recorriendo los derroteros previstos de sorpresas, decepciones, traiciones, y compromisos y amores contrariados. Su vida fue... como la de casi todos... un pequeño desastre. Pero tampoco era Araceli de las que se dejan ayudar fácilmente. Mis brazos, siempre abiertos para ella, no lograron cercarla en aquellos momentos en que más lo hubiera necesitado.


Una tarde nos llegó a Amelia, mi esposa, y a mí una carta remitida por nuestra hija: «Me voy a España -decía-. Estoy harta de Argentina y de los argentinos. Quiero darle un giro definitivo a mi vida.» Y acá que se vino. Tanto Amelia como yo, en el fondo, nos alegramos. Sabíamos que nuestra hija, cómo decirlo, tenía una mala racha, eso es, y, por qué no, empezar de nuevo en otro lugar. Pero ambos sabíamos también, o al menos yo estaba seguro de ello, que el lugar era lo de menos, que el problema lo llevaba Araceli consigo misma y que si no había logrado desprenderse de él en Argentína tampoco lo lograría en España.


El pueblito en que decidió fallecer Araceli se llama Mazagón. Me había informado de que estaba en la costa de Huelva, cerca de la capital.


Cuando llegué a este pueblo andaluz, el autobús me dejó en una plaza pequeña junto a un hotel. Esta plazoleta estaba cerca de la fonda en que habitó Araceli sus últimos días. La luz lo llenaba todo. Y el olor del mar. Entendí rápidamente por qué ella había elegido ese lugar. Pero yo no quería permanecer mucho tiempo aquí. No podía. Solo perseguía encontrar algún detalle que me hiciera recordar a mi bella Araceli, su paso, por leve que fuera, algún pequeño objeto que me confirmara de su presencia y de sus últimas horas.


Al día siguiente, muy temprano, me dirigí hacia la fonda donde ella se había hospedado.


  • Buenos días -le dije a la mujer que estaba dormitando en una mecedora.

El vestíbulo de la casa estaba limpio. El suelo era de losetas de barro cocido y las paredes estaban encaladas de un blanco sorolliano.

Le conté a la mujer a qué venía. Ella escuchó atentamente y sorprendida me dijo:

  • Entonces... ¿dice usted que es el padre de Araceli, esa pobre muchacha?

  • Sí -le respondí-. Soy su padre. ¿Ve? -le pregunté enseñándole una fotografía que llevaba en mi cartera.

  • ¿Y dice usted que desearía ver la habitación en que pasó su hija sus últimos días?

  • Sí, esto es. Quisiera verla.


Desde la habitación se veía el mar. La brillante luz del exterior apenas si entraba por la pequeña y cubierta ventana. La cama estaba pegada a una pared. Junto a ella una mesita de noche con una lamparita que tenía una mampara pintada de colores azules y rosas. Sobre la estantería algunos libros.

  • ¿Eran suyos? -le pregunté a la mujer-.

  • No. Los dejó ahí el inquilino anterior. Ella no trajo nada.

Después de unos instantes de silencio en que me dediqué a escrutar cada rincón de la habitación buscando algo que me la recordara a ella sin lograrlo, la mujer me preguntó:

  • ¿Desea usted algo más?

Parecía que tenía cosas que hacer y yo la estaba incomodando más de lo que ella había previsto.

  • No -le dije-. Ya marcho.

Antes de abandonar el lugar, le volví a preguntar a la mujer.

  • ¿Usted la conoció?

  • Sí -respondió-.

  • ¿Y qué opinión se formó de ella? No me interesaba nada la opinión de aquella señora, lo que yo quería saber era qué imagen proyectaba mi pequeña Araceli en sus últimos días.

  • ¡Oh! -dijo la mujer-. Después de un prolongado silencio continuó: Su hija era... como una mariposa en el desierto. Quiero decir que no encajaba ni aquí ni hubiera encajado en ningún otro lugar. Creo que ni ella misma sabía lo que buscaba -concluyó-.

  • Gracias -logré decir-.

  • Una última cuestión. ¿No conservará usted nada de ella?

  • ¿De ella? ¿Algo?... Sí -dijo-. Creo que dejó... olvidado, o lo que sea, un libro sobre la mesilla de noche. Creo que está... sí, aquí.

Y sacó un libro verde de Walt Whitman.

  • Debe ser lo último que estuviera leyendo. Tenga. Lléveselo. Le pertenece.

  • Gracias -volví a decirle- alargando la mano para recoger ese vulgar y pobre tesoro que finalmente había logrado.


No le di ninguna importancia al libro hasta que por la tarde, antes de coger el último autobús hacia Sevilla, estuve leyendo algunos pasajes de Hojas de hierba:


¿Ha pensado alguien que es afortunado nacer?

Me apresuro a informarle que no es menos afotunado morir, y sé lo que digo.

Muero con los que mueren...

(...)

No soy la tierra ni lo que pertenece a la tierra,...

(...)

Esta es la hierba que crece donde hay tierra y hay agua,

Este es el aire común que baña el planeta.


Estuve a punto de arrojar el libro al tacho cuando abriéndose por una página, tal vez algo desencajada, dejó aparecer la esquina de un papel manchado y con unos versos que debían haber sido muy leídos, o escritos, quizá por mi Araceli:

A mi padre:

Sueñas

que sueño

que me viene el sueño

en que me recoges

en tus brazos.

jueves, 20 de marzo de 2025

El monstruo herido:

 


¡No os riais, he dicho! ¡No os riais! Atrás han quedado ya los tiempos en que nuestros padres temblaban con solo ver aproximarse el terrible momento de la entrega de nuestros jóvenes más prometedores para satisfacer las aviesas, perversas y miserables intenciones y actos del monstruo de cuerpo de guerrero y cabeza de toro. Entonces ellos clamaban y suspiraban porque no fuesen sus hijos los elegidos por el rey, pero también lloraban por los que finalmente eran los elegidos, aunque no estuviesen entre ellos sus propios hijos. Entonces ellos, nuestros padres, sentían que los hijos de los otros eran los suyos propios. ¡He dicho que no os riais!

Nosotros vivimos ahora en un tiempo diferente. No son ya nuestros hijos e hijas quienes tienen que satisfacer, por el bien de todos, las necesidades o los caprichos, para el caso es lo mismo, del terrible monstruo de cuernos, fuerza y respiración de toro. El minotauro es ya un ser viejo, desdentado y enfermo. Ya no genera miedo. Pero no os riais, que tampoco lo que genera es risa.

Entonces, cuando era joven y fuerte, nadie se atrevía a murmurar ni a decir nada ni, por supuesto, a reírse. Acuérdate, Arístides, de cuando fue tu primogénito uno de los elegidos para satisfacer las necesidades libidinosas del monstruo. Algunos que lograron escapar de sus zarpas contaron cómo lo agarró de los brazos, cómo lo lanzó al suelo bocarriba, cómo le levantó ambas piernas al aire, y cómo lo sodomizó cara a cara, aliento frente a aliento. El miedo y los desgarros acabaron con la vida de tu hijo. Y como tú, Arístides, muchos otros sufristeis, por el bien de toda la ciudad, las atrocidades del minotauro. ¡Que nadie se ría ahora, porque entonces nadie lo hacía! ¿O es que creéis que entonces éramos bestias y no hombres?

¿Qué teníamos que haber hecho para no sucumbir al miedo y a la fuerza opositora? ¿Qué podíamos haber hecho? Todo lo intentamos, nada conseguimos. ¿Esto hace peores a nuestros padres? Nosotros tampoco hicimos nada más que sucumbir, implorar a los dioses y dejarnos matar pagando el tributo acordado por nuestra cobardía e impotencia.

En el fondo, reconozcámoslo, admirábamos su fuerza, su altura, su vigor, su mirada impenetrable y su virtud. Muy en el fondo todos hubiéramos querido ocupar el lugar del monstruo. Pero ninguno supo o pudo hacerlo. Miserables fuimos y más miserables seríamos ahora si nos dedicásemos a reírnos de él porque está viejo, cansado y enfermo, y porque ya no asusta ni a las vírgenes vestales. Su verga está flácida como un cordel destensado. Si miserable fue él entonces, miserables fuimos todos. ¡Mirad todos cómo llora Arístides! Llora porque sabe que digo verdad.

Admitamos que admirábamos su fuerza y su virtud. Ahora, viejo, vencido y derrotado, solo genera compasión y pena. ¿Hay algo más trágico que tener que ver con tus propios ojos cómo alguien que fue puro vigor y duros músculos, ande ahora con dificultades, quiera, bravo, embestir y no alcance siquiera a levantar la cabeza porque solo tiene fuerzas en su cuello para agacharla?

Mirad, ciudadanos, por honor, por el suyo y por el nuestro, demos muerte piadosa a la bestia y callémonos. No digamos una palabra más. Sólo el silencio puede borrar la línea que nos separa de nuestro propio pasado. Reconstruyamos nuestro honor a partir de este silencio y que solo vuelvan a hablar quienes tengan verdaderamente algo sensato que decir con la cabeza alta y mirando hacia adelante.

domingo, 2 de marzo de 2025

Importancias relativas:

 

Lo imposible es lo que ocurre visto desde fuera, pero no sabes cómo decirlo.

Crees que fue en el parque grande de las afueras de la ciudad. Estuviste contemplando a una pareja de enamorados: agarrados de las manos, enlazaban sus labios sin despegarlos un instante. Crees que no se hablaban entre sí, pero desde la distancia en que te encontrabas era imposible saber esto. Ella tenía los ojos cerrados; él, en cambio, estaba ansioso por no cerrarlos, por no perderse nada de lo que le estaba sucediendo.

De repente empiezas a elevarse por los aires. Primero muy despacio y como dudando. Te elevas apenas un centímetro para volver a caer a tierra y de nuevo hacia arriba y hacia abajo otra vez. Hasta que definitivamente ocurre el equilibrio necesario y lentamente comienzas a elevarte, como si levitaras, hacia arriba, hacia las nubes, muy despacio. Puedes ver a la pareja de enamorados que sigue con sus besos y sus caricias, ajenos al extraordinario suceso que está aconteciendo a unos metros de ellos. Puedes verlos desde arriba, casi sobre su exacta vertical. Aún puedes identificarlos como dos enamorados, porque no es mucha la distancia que te separa de ellos. Después sigues ascendiendo. Ves las copas de los árboles desde el cielo y ves también el parque entero, no tan grande como parecía desde el suelo, y la ciudad, y sigues ascendiendo hacia las nubes. El suelo parece aplastado o aplanado. Apenas distingues cumbres. Desde la altura de las nubes, las montañas son poco más que una planicie rugosa. Sigues ascendiendo y ascendiendo. Sientes cuando sales de la atmósfera terrestre. Al principio crees que te falta el aire, que no puedes respirar. Te agarras la garganta. Toses. Descubres que no necesitas el aire para nada, que puedes seguir contemplando la Tierra desde fuera de ella y que no le ocurre nada a tu cuerpo. Y sigues ascendiendo, o tal vez sea más exacto decir, alejándote. Se te viene a la cabeza la palabra «extrínseco». Logras ver la Luna a lo lejos y otros astros. Crees pasar demasiado cerca de Marte, y de, supones, Saturno. Pero no estás seguro. Sientes un vértigo, mayor que cuando dejaste la atmósfera terrestre, cuando descubres que has abandonado el Sistema Solar. Lo sabes porque no conoces o identificas nada de lo que ves. Astros y más astros por todos lados. No sabes qué es arriba o qué es abajo. No sabes si estás al derecho o al revés, pero tampoco necesitas saberlo. Tú sigues levitando o ascendiendo o alejándote o viajando. Pasados muchos días, si es que esto puede seguir diciéndose así, ves a lo lejos un extraño punto blanquecino. Es la galaxia de la que partiste. Ves también otras galaxias. No sabes adónde te conducirá este extraño ascenso o viaje. Tampoco parece importarte. Tampoco puedes evitarlo. No logras acordarte de nada de lo que sucedía allá abajo o allá a lo lejos, en la tierra, en tu ciudad, en el parque. Como si todo aquello no tuviera ninguna importancia desde aquí, o como si hubieras decidido que realmente nunca la tuvo. Te sientes no solo, sino único, pero no por ello privilegiado, aunque seas lo más cercano a Dios que ninguna religión imaginara jamás.

Sigues avanzando y crees que estás llegando a los límites del universo, si es que el universo tuviera límites. Comienzas a aburrirte, te cansas de mirar, porque lo que más hay es nada. Piensas: «lo que abunda es la ausencia, el vacío, la nada, la soledad. Lo extraordinario es la compañía, la materia, ésta es lo verdaderamente único y divino, y en ella, en la materia, aún más extraordinario, la vida y la conciencia, y la conciencia de la conciencia». Empiezas a aterrarte. Ahora el vacío te angustia. No puedes desesperarte, pero estás asustado, impresionado, aturdido. Deseas no seguir ascendiendo o alejándote. Deseas huir, por qué no, morir. Pero no puedes hacer nada para lograrlo. Cierras la boca para no respirar, pero no hay oxígeno a tu alrededor. Esfuerzo inútil.

De repente, de nuevo sientes que algo pasa, te has parado en mitad de una noche inmensa. Sabes que no avanzas. Después de unos segundos, quién sabe, o de unos días o de años quizás, empiezas a retroceder, si esto se puede decir así. Comienzas a bajar, a volver.

A lo lejos vuelves a ver tu galaxia y otras más lejanas. Crees identificar más tarde, mucho más tarde, a Plutón y a Urano. Allí ves a Marte y más allá la Tierra con su satélite. «¡Qué verdadera belleza!», te dices.

Notas un escalofrío cuando comprendes que estás de nuevo ingresando en la atmósfera. Vuelves a respirar. Te sientes agotado. El oxígeno te quema los pulmones como si llevaras años sin usarlos. La tierra te parece una enorme planicie. Sigues bajando, ahora sí, volviendo. Identificas los límites de tu ciudad y después los del parque. A lo lejos ves una pareja de enamorados que está besándose tiernamente. Sus manos están entrelazadas. Piensas que no pueden ser los mismos que recuerdas, porque estos, por sus aspectos, tienen no menos de noventa años. Pero tú sabes que son los mismos individuos, que decidieron enlazarse y así han continuado por siempre. Ella, inconsciente quizá, o sabia, sigue con sus ojos cerrados. Piensas: «¡Qué extrañas decisiones toman a veces los humanos!» Y depositas con esta meditación tus pies en el suelo.

Feliz día del inocente:

 

Este hombre o mujer, para el caso que me ocupa es lo mismo, que, como todas las mañanas desde hace más de veinte años o veinte mil, se levanta temprano, antes de amanecer, tal vez también puedan ser doscientos mil, que cree que le gusta el silencio de este único momento en que se prepara un café antes de ducharse y de marcharse a trabajar duramente y a luchar con y contra otros como él para conseguir todo o nada y que observa ese instante en que la luz, por unos segundos, toma tonos rosas y brillantes, anunciando el comienzo de un nuevo y prometedor día, y al final, como todos los anteriores, decepcionante. Que confía en ese momento matutino e inocente en que este día será distinto y único, como únicos son esos segundos en que el sol, apenas en el horizonte, empieza a acariciar la materia con dedos o rayos más rosas que naranjas, confiriéndole a ésta, a la materia, una suerte de espiritualidad mentirosa y falsa, como falsas son las expectativas de este hombre (o mujer) despierto y dispuesto a afrontar lo que tenga que venir y como tenga a bien venir. Con la cara alta y la mirada menos triste que cansada (y eso que aún no ha levantado ese sol traidor, siempre al servicio del tiempo que transcurre inexorable para lograr siempre finalmente llegar por sorpresa al lugar donde todos los caminos se encuentran, por sorpresa, sí, siempre por sorpresa -no importa la edad que creas tener, porque no la tienes, porque no eres nada, comparado con ese sol que gira en un ciclo tan amplio que no puedes abarcarlo en tu pensamiento-, ignorante también del lugar que ocupa, del puesto y función que cumple, colaborador necesario y lerdo, insensato, necio y mineral, en este tránsito de la nada a la nada). Y ese hombre (o mujer) que insiste cada mañana cargando, necio también quizás, iluso, ingenuo, trágico como héroe de sino insoslayable que se dirige, incluso sabiéndolo, hacia un final terrible, o no tanto, porque también y según se piense, sea una salvación, una salvación en el vacío, en la nada, cargando o esculpiendo la dura roca que ha de volver a girar una y otra vez, como si fuese su propia lápida con la que, cree, ha de adornar, adecentar, embellecer y, tal vez, cerrar su propia tumba.

viernes, 24 de enero de 2025

Una venganza:

 

- Me preguntaba una cosa... ¿Alguna vez ha hecho algo bueno en su vida?

Wolfer Joe le miró a los ojos y le contestó, retirando los labios de los dientes:

- Sí. Una vez. Traicioné a una mujer.

A la señal del verdugo, unos hombres tiraron de las cuerdas del cajón de embalaje”. (Dorothy M. Johnson: La última bravata. 1957)


Todos en aquel lugar conocían la vuelta de Evelio Valdés. Este había pasado en prisión los últimos diez años y todos rumoreaban en el pueblo que nada más salir volvería a cobrarse la justicia que no le dimos, porque todos en el pueblo habían participado entonces en aquel linchamiento con el que lograron encerrar a Evelio. Todos también sabían que él no era el único culpable, quizá el que menos, del homicidio de su padrastro, y que otros varios se libraron de la prisión con más motivos y aún hoy campaban por las tabernas sin temor alguno. Pero Evelio era el odiado y temido por todos.

Desde niño todos pudimos ver cómo Evelio llevaba la maldad dentro de sí. Disfrutaba cuando pateaba a los perros o a los gatos, cuando abofeteaba a otros niños más pequeños y muchos vimos repetidamente cómo, muy despacio, iba cerrando el puño en alto de su mano derecha conteniendo un canario cantor hasta reventarlo.

Evelio siguió descendiendo por esa senda grasienta y negra que lo condujo a lugares de delincuencia, de tráfico, de broncas y de gestos duros, de dinero fácil, de abultados gastos y de desenfreno permanente. Evelio Valdés siempre estaba metido en algún lío y hacía tiempo que la policía lo contemplaba de cerca. Lo peor de él era que parecía que disfrutaba con el daño que hacía. Y le daba igual a quién. Tal vez por ello, todos quisieron vengarse de él, lo denunciaron en cuanto pudieron y le echaron el muerto del homicidio de su padrasto Ponce, el rata.

Diez años después de aquello todos temían la vuelta de Evelio Valdés al pueblo, porque todos temían su venganza y todos también sabían que su golpe mortal y sádico caería, y caería sobre cualquiera, porque cualquiera éramos todos.

Algunos dicen que lo vieron subirse al tren en la capital. Otros dice que alquiló un coche deportivo. Otros, los menos, coincidían en que tal vez hubiese cambiado de opinión en la cárcel y se hubiese ido en dirección opuesta al pueblo. Pero lo cierto es que en el primer día después de su liberación nadie pudo ver a Evelio Valdés caminar por las calles polvorientas del pueblo. Aún así, nadie, al caer la noche, estaba tranquilo, porque cuanto más tarde se hacía, más amenazante se mostraba su vuelta.

Pasó el primer día y el segundo y el siguiente al segundo y el siguiente, y nadie pudo distinguir la silueta delgada de Evelio dibujarse en el centro de la calle principal. Algunos, los más, empezaban a decir, bromeando de temor: «Evelio se ha marchado lejos, está viejo, le han dado lo suyo en la prisión, no se atreverá a volver». Pero otros, los menos, pensaban en silencio que a más demora, más peligrosa la vuelta.

A la séptima noche, cuando la sombra de Evelio comenzaba a borrarse del horizonte del poblado, y cuando muchos estaban gritando y riendo en la taberna Central y la música sonaba a todo volumen, Evelio Valdés, mostrando sus dientes y mordiendo un palillo abrió las puertas del bar. Todos se giraron y el ruido cesó de repente. Alguien calló la música y todos los allí presentes pudimos escuchar los pasos de Evelio cruzar la estancia, acercarse a la barra y al propio Evelio Valdés decir, como si no hubieran transcurrido diez años desde la última vez:

  • Tomás, ponme algo de beber. Lo que quieras.

Después Evelio se giró, apoyó los codos en la barra y fue mirando, uno a uno, a todos los rostros de los allí presentes. Evelio dijo:

  • Que continúe la fiesta. ¿Por qué habéis callado la música? ¿Acaso no es motivo de alegría mi vuelta?

Y, así, la taberna recuperó lentamente el ruido, pero las voces de los allí presentes se hicieron más comedidas de lo que lo eran antes de su llegada.


Una furcia de marcadas pecas y amenazante escote se le acercó y le propuso:

  • Evelio, ¿quieres invitarme a una copa?

Pero Evelio no le contestó. Ella siguió diciendo:

  • ¿No te acuerdas de mí? Soy la Charo. Me dijiste que te esperara bajo el álamo grande.

Evelio siguió sin decir nada. Tampoco la miró. Fue a sentarse a una mesa en un rincón. No tuvo que apartar a nadie, porque todos iban dejando libre el lugar que ocupaban a su paso. Poco a poco el bar fue desalojándose hasta que en él solo quedaron la furcia, el barman Tomás y el propio Evelio. La noche había concluido.


Pasaron varios días y Evelio no se cobraba su venganza. Muchos en el pueblo comenzaron a relajarse. Algunos opinaban de él diciendo: «No puede hacer nada», «Ha cambiado», «Lo han cambiado en la cárcel», «Siempre fue un cobarde», «¿Quién le teme ahora?». Evelio ni decía ni hacía nada. Solo sonreía, a veces, mostrando los dientes. Aunque nadie lo reconocía, esta su sonrisa, seguía dando miedo a todos.


Aunque nada hiciera, nadie quería a Evelio en el pueblo. Muchos murmuraban entre dientes: «Está esperando algo o preparándolo». Hasta que todos, ya cansados de él y de esta situación insoportable, actuaron como uno solo. La historia volvió a repetirse, pero ahora como farsa cruel, a partir del momento en que Evelio entró en la taberna y antes de que pudiera decirle a Tomás que le sirviera algo, mientras se acercaba a la barra, el idiota de Fran, el Picao, se interpuso a su paso, se enfrentó a él y le dijo:

  • Ya no asustas, Evelio. Queremos que te vayas de aquí.

Evelio bordeó al Picao y siguió hasta la barra. El Picao, por detrás, le puso la mano izquierda en el hombro, hizo que Evelio se girara y le lanzó un puñetazo al rostro con tanta fuerza que estrelló el cuerpo de Evelio en la barra del bar. Después comenzó la pelea en la que muchos participaron golpeando y pateando a Evelio. Finalmente, entre varios, decidieron sacarlo a la calle central y colgarlo de la rama del álamo grande.

Evelio, maltrecho y herido, seguía sin decir nada.

Aún antes de colgarlo definitivamente, alguien, casi implorando, se dirigió a Evelio preguntándole:

  • ¿Pero es que no vas a decir nada?

Evelio lo miró con desprecio, primero a él y después a todos los demás, mostrando sus dientes y esbozando con dolor una leve sonrisa. En este momento supe que la venganza de Evelio Valdés con su vuelta ya se había consumado.

Un instante:

 

Te ves mirando a través del cristal de la ventana. Hace frío. Siempre llegas tarde al colegio. Con el dedo índice dibujas cuadrados y círculos en el cristal empañado. Después, cuando ya no te queda más espacio, lo borras todo con la manga del chaleco y te desplazas a otro cristal. Cuando ya no quedan más cristales en los que dibujar, miras hacia la calle y ves a algún vecino avanzar muy despacio y a otras madres y niños muy abrigados. No piensas nada cuando los miras. Nunca has pensado nada, ni imaginado siguiera, te dices. Ahora sabes que siempre tuviste una tendencia natural y espontánea hacia el dulce y suave dejar pasar el tiempo, aunque ya no la practiques. Tu forma natural de ser siempre fue la molicie o la apatía hacia todo y todos. Siempre te creiste estar situado al margen. Hasta que un día, descubriste que esto era una enorme falsedad, que también eras un niño como los otros. Fue ese mismo día en que murió tu madre.

Te lo dijo tu tío Miguel, recuerdas. Llegó muy temprano a casa, amaneciendo. Abrió el portal de la calle, subió las escaleras y antes de entrar tocó en la puerta con los nudillos, como no queriendo molestar. Después entró con su llave, que era la llave de su hermana, de tu madre, se acercó a ti, te agarró de los hombros y te dijo muy serio: «Mamá ha muerto, Paquito». Y tú supiste entonces, en ese momento, que había algo que sí que te importaba, por lo que sí hubieras peleado. Pero, como siempre, siempre llegas tarde a todo.

Tu hermano mayor, Falito, era quien te llevaba al colegio desde hacía unas semanas. Tu madre no estaba en casa porque decía tu tío que estaba malita en el hospital, que ya pronto se repondría y que volvería a casa. Tú te aprovechabas de que ella no estuviera para quedarte unos minutos más en la cama, remoloneando y volviéndote a dormir. Es verdad que ella no estaba para arroparte, pero eso ya lo sabías hacer tú solo. Falito preparaba tu desayuno y el suyo. El tuyo siempre estaba frío. Él decía que eso era porque tú tardabas mucho tiempo en levantarte, que a ver si creías que el colegio te esperaría a tí y que él no podía tampoco llegar tarde al trabajo, que don Vicente, su jefe, no iba a esperarlo ni un minuto para abrir el taller. Entonces creías que no te acordabas de tu madre, pero no era verdad, tú lo sabías. No podías quitártela de la cabeza. Esto lo olvidabas sobre todo cuando salías de la casa y te marchabas calle abajo, hacia el colegio, con la maleta en una mano y con la otra metida en el bolsillo de la chaqueta. Entonces te acordabas de ella, de tu madre, pero no porque tuvieras que llevar tú la maleta y llevar la mano fuera del bolsillo de la chaqueta. No te acordabas de tu madre porque ella te llevase la maleta con una mano y con la otra te calentase la tuya. Pero eso lo sabes ahora que ella ha muerto, te engañas. Te acordabas de ella sin acordarte, porque entre ella y tú no había distancia. Eso creías. Que erais uno. Por eso no te acordabas de ella, como cualquiera que no se acuerda de que tiene dos brazos o dos manos o dos ojos, por eso, porque los tiene. Y los tiene siempre consigo.

Ahora meditas y piensas largo rato. Tal vez recuerdes. Desde ese instante, confirmas, desde el momento en que el tío Miguel entró en la casa con las llaves de mamá, nunca has vuelto a llegar tarde a ningún sitio ni a ninguna cita.


Obscuridades:

 

Ya desde mucho antes la había presentido, quizá mirado o deseado. Después comencé a andar a trozos, a veces incluso parándome en seco, hacia su habitación, sin haber soltado aún el vaso de ron, sin saber lo que iba o quería hacer. Cuando solté el vaso sobre la repisa del salón aún no sabía lo que iba a hacer ni cómo se lo tomaría ella. Fue entonces cuando noté mi sangre fluyendo por todos los ríos de mi cuerpo, palpitando en mis sienes. El gran salón estaba a oscuras y desierto. Solo un pequeño punto de luz, donde se concentraba todo el universo, brillaba en el pomo de la puerta de su habitación. Acerqué mi mano y lo agarré con decisión, pero necesitando en el fondo salitrero de mis deseos, para evitar la perdición, eso creía entonces, que el pestillo estuviese echado por dentro. Mas el pomo giró y sin ningún obstáculo ni ningún ruido la puerta se abrió. Pude oler el cuerpo de la mulata. Rápidamente, como un felino, pasé el umbral y cerré el pestillo a mi espalda. Escuché silencioso el fluir de su respiración.

Lentamente fui quitándome la ropa mientras la contemplaba en la obscuridad de la noche, sin dejar de mirarla un instante. Ella seguía dormida o eso creía yo. Cuando estaba completamente desnudo me acerqué a la cama. La mulata, de piel de seda, aunque en silencio, tenía los ojos abiertos. Creí que tal vez ella me estuviese esperando. ¿Desde cuándo? ¿Quizá desde que yo la presentiera? Todavía antes pude contemplar la silueta de la mujer yaciendo sobre el lecho. Sus formas eran redondas, como colinas dibujadas por el viento y por el agua. La piel de sus brazos y de sus muslos brillaba en la noche. Hacía calor. Ninguna brisa recorría la habitación, aunque la ventana abierta dejaba penetrar un leve rayo de luna. Sentí con fuerza el deseo de ver el cuerpo desnudo de la mulata. Sentí enorgullecerse el glande liberándose del prepucio, sentí también cómo el pene, comenzaba a cobrar vida, cómo se erguía tal si hubiera sido convocado a una cita ineludible. Con ella desaparecieron definitivamente todas mis dudas si es que en algún momento llegara a tenerlas. No las recordaba entonces. Tampoco las recuerdo ahora.

Cuando me acerqué a la cara de la mulata alargé mi mano derecha para intentar taparle la boca. Pero no llegúé a tocar sus labios, porque ella ya la había tomado con la suya y la había depositado sobre su hombro. Acerqué mis labios a los de ella y noté el vaho caliente que salía de su boca. Su olor a almendras amargas. Nunca había estado tan cerca de ella. Ni de ella ni de ninguna otra mujer, salvo mi esposa. Noté cómo se removían mis testículos en su bolsa.

Mientras le retiraba el camisón empecé a besarla y a pasarle la lengua por toda su piel de seda. Después empezó ella a hacerme lo mismo. Nuestros cuerpos estaban mojados, tal vez sudábamos. No lo recuerdo, porque todo está envuelto en una densa niebla. Sus nalgas, de esto estoy seguro, eran duras, fuertes, incluso musculosas. Estuvimos un largo rato besándonos, chupándonos, mirándonos, deseándonos, acariciándonos, respirándonos, olfateándonos, babeándonos, retorciéndonos, estremeciéndonos, apeteciéndonos, enlazándonos, peleándonos, mordiéndonos, apresándonos, derritiéndonos, calcinándonos, buscándonos, huyéndonos, entregándonos hasta que decidí penetrarla con fuerza por atrás, bien regada mi verga con los flujos de su vagina mientras con mi mano derecha le acariciaba el clítoris, con la misma mano con la que antes quisiera taparle la boca. Me costaba penetrarla, pero ella empujándo me pedía que siguiera, que no retrocediera. Disfrutaba viéndola y sintiéndola disfrutar. El sexo no es ni para cobardes ni para remilgados, creo que llegué a pensar o tal vez esto ocurriese después. Entonces aprendí que es mezcla, mezcla temeraria y audaz, de fluidos, de saliva, de semen, de olores, de alientos, de sudores,... o no es sexo.

domingo, 1 de diciembre de 2024

Cosas de familia:

 

(Breve réplica a Mircea Cărtărescu, a quien nunca le perdonaré lo que me hizo fumar una noche.)


Quizá esta situación, por la que vengo pasando desde hace tantos años que ya me he ido olvidando de cuántos, como si fuera algo por lo que tuviera que pasar inevitablemente, o este pueda ser solo mi deseo, creo, sea consecuencia de haber tenido que crear a mi madre.

A veces he llegado a sospechar, ignoro el motivo, que podía distinguir, sin ningún problema, mis invenciones o mis sueños de esa cosa velada, si no directamente oculta, cuando los párpados están cerrados y completamente ignorada cuando abiertos, y que, con arrogancia, solemos llamar «realidad», pero cada vez tengo por más seguro que esto es otra más de mis ilusiones o alucinaciones o sueños, dado que ahora, en este momento preciso o en este día o mes o lugar, no estoy seguro, nunca estoy seguro de casi nada, tuve que inventarme a mi madre para cubrir el hueco que ella dejara cuando decidió callarse y se calló, extraño voto de silencio, justo en el instante en que yo precisamente necesitaba más que nada su voz, justo cuando yo, iluso, creía que el tiempo no existía o que ya habría un momento más adelante para hablar con ella o para dejar que ella me contara o para que ella se atreviera, finalmente, a hablarme de si el hijo, que creo que ella perdió y que no soy yo, esto lo puedo afirmar con seguridad, existió de verdad, que no fue una invención mía ni tampoco de ella, de la madre que me inventé, o de que miraba sin decir nada, quiero decir si lo perdió en «realidad», o no, si fue fruto de su invención o, con más certeza, creo, de la mía, puesto que a veces, muy pocas veces o una sola vez, decía, o creía yo que ella decía, que ese hijo suyo, mi hermano pues, había muerto antes de nacer yo, pero a veces también parecía que seguía estando vivo cuando yo apenas llegaba a los cinco años o cinco años y medio, o, aún inocentemente, cuando hablaba con el hombre a quien yo creía mi padre, con él ella sí que hablaba, aunque no de esto, y cambiaba mi nombre por el suyo, por el de mi hermano, quien no llegó casi a poseerlo, o quizá fuera mi padre quien se confundiera, cuando él le hablaba de los asuntos de su trabajo aunque ella no le preguntara, y ella le contaba a él acerca de la casa o de algún vecino, pero no de él, de su otro hijo, y no porque yo no quisiera o no lo quisiera él, sino porque esto era cosa de mi madre, cosa exclusiva de ella, porque era su hijo y de nadie más, porque ambos habían compartido solo el lecho y las ganas de amar, y, también, a sus otros hijos, mayores que yo, y más ignorantes que yo incluso, o silentes más bien, respecto a su hijo perdido o desaparecido o muerto, porque, como a mí, también a ellos les daría miedo preguntar, insinuar siquiera una pregunta simple como la de ¿qué pasó, madre?, y por ello, tal vez ellos no, pero yo sí, tuve que crearme una madre apócrifa que me contara, que me dijera, que me hablara, en torno a la que yo gravitara como si fuera no mi madre, mi sol, que no lo era, sino una extraña figura artificial, oculta y silenciada para todos, porque, está claro, que sin respuestas, sin algunas respuestas, no se puede vivir, aunque sean respuestas ficticias, falsas, como falso, aunque cada vez menos, como falso, repito, era el abrazo que a esta imagen le daba cada vez que sentía miedo por desaparecer o por morir o, más cotidianamente, por cruzar el patio de la casa de noche hacia mi habitación, como desapareció o murió mi hermano muerto, dejando a mi madre, la verdadera, muda para siempre y, por ello, lejana, ausente, y a mí solitario, cansado, perdido.

Culpas:

 

Para que no se me olvide, necesito recordar y escribir lo que me ocurrió la primera vez que vine a Murcia. Llevaba varias semanas de trabajo intenso en el que me jugaba mucho dinero. Cómo decirlo, las cosas no me iban nada bien y, para colmo, Mara, la buena de Mara, mi esposa adorada, me acababa de confesar una aventura amorosa, un desliz, dijo, con un compañero de su trabajo.

  • Ha sido algo sin importancia ‒afirmó‒. Ni hubo, ni hay, ni habrá nada entre nosotros ‒añadió también.

    En fin... Cosas... La vida. Cuando llegué a Murcia para cerrar unos tratos estaba en un día verdaderamente deplorable. Como no podía ser de otra manera, los negocios finalmente no salieron como yo hubiera deseado y al día siguiente partiría derrotado de nuevo hacia Sevilla, pero esa noche... esa noche no podía hacer otra cosa que concluirla en un bar cercano al hotel.

El garito estaba lleno, aunque no abarrotado. Me acerqué a la barra y, desde la distancia, por encima de la cabeza de una señora muy delgada que había medio acodada en la barra, le hacía gestos a la linda camarera para que me atendiese.

Ocupada en sus cosas con otros clientes no prestaba atención a mis gestos. La mujer canija que ocupaba la barra, murmurando entre dientes, se levantó del taburete, se colgó su bolso en el hombro y salió del bar. Sólo pude verle su espalda huesuda y su perfil de ambiciosa nariz, su barbilla, apenas sus ojos. Me pareció bonita, aunque no era joven o no lo parecía.

Acodado, ahora sí, en la barra pude llamar a la camarera morena que la atendía. Un güisqui, por favor le pedí. Ella, sin prisas, pero con maestría, fue colocando ante mí un posavasos, un vaso corto con hielo y, después, me preguntó:

  • ¿Qué güisqui desea usted?

  • Me da igual. ¿Cuál tiene? pregunté.

  • Tengo varios dijo.

  • Mire, ponga el que quiera.

  • ¿Le va bien un Jack Daniel's?.

  • Un Jack Daniel's va estupendo dije, agachando la mirada hacia el vaso con hielo mientras giraba mi anillo de bodas en el dedo anular.

    Pude sentir su mirada en mi rostro.

Mientras se giraba para alcanzar la botella la observé detenidamente: era alta y delgada, esbelta. También la observé mientras me servía el bourbon: era muy bella, sus ojos y su pelo, negros, su piel muy morena. Por el acento, parecía colombiana o peruana o de algún sitio de por allá.

Después del primero me sirvió un segundo bourbon. Yo intentaba hablar con ella, pero ella estaba muy atereada con otros clientes. Sabía cómo tratarlos. Poco a poco el bar fue vaciándose y cuando ya iba por el cuarto bourbon ella sacó tiempo para acercarse a mí. Tal vez notase que necesitaba consuelo. O qué sé yo.

Me preguntó:

  • ¿Qué le ocurre, caballero?, ¿se encuentra mál?, ¿o son solo problemas?

  • ¿Problemas? Sí, problemas. Y no pequeños.

  • ¿De negocios? volvió a preguntar.

  • Sí, de negocios también. Pero éstos son los menores.

  • ¿Entonces? ¿Problemas de amor? preguntó insinuando con sus labios una leve sonrisa. Yo volví a girar mi anillo de bodas sin responder nada.

Fue entonces cuando ella empezó a hablar y a contarme una historia extraña.

Primero me preguntó si me había fijado en la señora que ocupaba mi taburete cuando yo llegué.

Le mentí diciéndole que levemente, que apenas me había fijado. Es verdad que sólo le había podido ver su espalda y su perfil, pero claro que me había fijado en ellos y en su extrema delgadez, en su cabello castaño recogido en un moño tirante, en su amplia frente, en su ambiciosa nariz y en sus ajadas manos cuando con ellas se colgaba el bolso en el hombro.

La camarera empezó a hablarme de aquella mujer. Dijo que era una cliente habitual, que auque no frecuentaba el bar a diario, se la veía de vez en cuando por el lugar, que siempre acudía sola y que gustaba de hablar o de hablarse a sí misma, que sus gestos eran nerviosos y que a veces lloraba.

La camarera siguió contándome que, con el mechero clipper entre sus dedos, como si de este emanase un extraño poder, comenzaba a recordar. En ese momento la camarera modificó su voz como intentando imitar con un susurro la voz de aquella señora, "cómo comprobó una vez más, como lo venía haciendo desde hacía semanas, cómo el aire estancado invadía toda la estancia. Cómo lo encontraba en el salón y en la cocina, también en los baños, pero sobre todo ese aire viciado y sucio, polvoriento y seco, lo encontraba en el dormitario, que alguna vez fue el suyo".

Esto fue lo primero que la camarera me contó aquel día en ese pub nocturno de Murcia. También me dijo que a ella le gustaba medio sentarse en el taburete y con los codos apoyados en la barra. También que a aquella mujer le gustaba el bourbon, que por ello me lo sirvió a mí, porque entre los dos observaba una extraña relación. Creo que ella dijo "concomitancia".

Después afirmó que yo debía de ser un individuo raro, dado que me había percatado de su presencia, de la presencia de la señora, cuando nadie lo hacía.

  • Ella siempre pasa desapercibida dijo.

Siguió contándome que no era tan mayor como podría parecer. Que no sobrepasaba los cuarenta años, aunque aparentaba no menos de sesenta.

  • Aunque muy delgada, conservaba rasgos que hacían pensar que en otro momento había sido bella. Miraba las cosas pasando su vista delicadamente por encima de ellas dijo la camarera, pero sin permanecer mucho tiempo sobre sus figuras.

    Ella creía que este era el rasgo más característico de su inteligencia. Después, mirándome fijamente a los ojos y, susurrando, pero con la suficiente voz como para que yo pudiese escucharla sin esfuerzo, por encima de la música de jazz que sonaba en el interior del sótano que era aquel local, empezo a citarme, según dijo, frases que aquella señora solía proferir: "el aire estancado invadía todo el dormitorio que una vez fue el mío". "Siempre me supe culpable".

  • Pero no pronunciaba esta última frase como una justificación aclaró, sino, simplemente, como una descripción. Es decir, su probablemente enorme sentido de culpabilidad, no era una justificación de lo que pudiera haber hecho o no, sino más bien, una descripción de su vida.

    O, al menos, así lo interpretaba ella.

  • ¿Culpable de qué? pregunté.

    Creo que fue entonces cuando ella se percató de que yo había sido atrapado por su red de palabras. Creo también que su reacción, fijando una vez más su mirada en mi vaso y en mis labios, fue más un sobresalto de sorpresa que la reacción propia de quien quisiera contar algo; no obstante, decidió seguir hablando.

  • Culpable de todo, ‒dijo, como si ella misma fuera la señora que un rato antes había abandonado el bar, y enmudeció unos segundos que se me hicieron muy largos. Esperó a que diera un trago de dos buches hasta casi apurar mi copa y siguió: "De todo. De la muerte de mi madre, de la enfermedad de mi hermana, del rostro triste y desesperanzado de mi padre, de mi soledad, de mi desilusión, de mis putas ganas de vivir".

    Y diciendo esto la camarera esbozó con sus labios una sonrisa hacia mí como si hubiera sido la señora quien hubiera mirado hacia un camarero vulgar a quien le pidiese otra de lo mismo, aunque sus ojos mantenían la misma expresión de infinita amargura o de desgracia profunda y antigua, como tal vez la camarera no pudiese imitar. Pensé que cuando a alguien se le pega la desgracia, ésta lo acompaña para siempre, que cuando el espíritu de la desgracia penetra en una mujer, sobre todo en una mujer, su vida se pudre lentamente y se maldice, quedando a merced de la misma desgracia para siempre.

"Nunca dejé de obsesionarme creyendo que este sentido de culpa, tan enraizado en los hombres y mujeres de mi generación, era resultado de una educación lubrificada por una religión inhumana que afirmaba la idea de que la vida era un valle de lágrimas y que todo empezó el día en que por el mero hecho de haber nacido acabaron todas las ilusiones futuras de creer y crecer creyendo que la vida podía ser un paraíso", creo que pensé estúpidamente después de escuchar con atención a la camarera morena pronunciar con cadencia las palabras que atribuía a la mujer desconocida. Ella continuaba citando: "Siempre me sentí culpable, incluso antes de crecer en el colegio religioso en que mi padre, solitario, viudo y desencantado con todo, delegó mi educación". Y otros retales de sus monólogos. "Si el alma existe, y es eterna, como me enseñaron, sin duda, la mía debió de ser muy mala en una etapa anterior y por ello el castigo en esta vida es inevitable y desborda la posibilidad de soportarlo", ‒dijo también.

Sus monólogos eran inconexos. Saltaba de un lugar a otro sin lógica sucesión.

  • Después ‒decía la camarera‒, empezaba a hablar de su apartamento, pero no del que ocupaba actualmente, sino de un apartamento anterior que debió de ocupar en algún otro momento de su pasado y en algún lugar de Andalucía (supuse esto por el calor al que en algún momento se refirió). Decía que se había enamorado ingenuamente, que se había entregado con pasión y decisión al amor, que se había casado y que, aunque no había concebido, su vida, entonces, fue feliz. Que incluso llegó a olvidar su otra vida anterior ajena al matrimonio, esa donde la culpabilidad afloraba por doquier y en la que la amargura y la desgracia la invadían. Su piso de entonces debía de ser humilde, pero felizmente bello: las ventanas abiertas casi continuamente, menos en los meses duros y secos del verano y en las horas de más calor, renovaban el aire limpio y fresco, llegado del mar. Recordaba cada objeto de su apartamento, los nombraba caóticamente, cada cuadro, el color de las cortinas del salón, la vajilla, los vasos gruesos y anchos, las sábanas de los armarios y la delicadeza con que se posaban lentamente sobre el colchón de su cama,... recordaba también la dulzura de los gestos y de las palabras de su marido. Atento a todo lo que ella dijera, risueño, contagiaba su alegría incluso a ella. "A punto estuvo de despegarme la desgracia de mi piel", ‒dijo, aunque no parecía que lo dijera con convicción. "Pero la desgracia triunfa siempre y la única culpable de ello fui yo". "Un desliz inocente, una aventura pasajera, sin intenciones, que vino silenciosa, sin ser notada, una noche breve y un día algo más prolongado,... Mi marido que no puede evitar conocerla, que pregunta, que indaga, y yo que confieso, como si nada estuviera en juego, porque verdaderamente nada lo estaba. Su decisión de marcharse, el piso que se queda solo y ancho, y que comienza a desconcharse". "Con él se me fue la poca alegría que respiraban las estancias", ‒dijo, con una seriedad densa. "Todas las habitaciones, el salón, la cocina, los baños fueron entristeciendose, sobre todo el dormitorio". "Siempre, desde entonces, cerrado, con el aire viciado y estancado como las ventanas de mi alma", ‒creí escucharla decir. "Y la desgracia que se vuelve a imponer, aplastante, inevitable como la misma muerte, necesaria". Ya no podía más ‒recitaba‒ cuando, con el clipper entre los dedos decidió oler por última vez el aire podrido de su habitación, su propio olor corporal, su propio aliento y el de su alma. No llegó a pensar que el colchón de viscoelástica con gel frío en su interior pudiera arder con tanta facilidad... "Y allí acabó mi vida feliz, apenas tres años de felicidad en los casi cuarenta que ahora tengo". Todo este párrafo de frases sin mucha conexión aparente lo pronunció la camarera de un tirón.

  • ¡Qué poco dura lo bueno!, ‒dijo apurando de un trago mi propia copa y envolviéndose en un pesado silencio.

  • Después de estas reflexiones ‒siguió diciendo la camarera‒, y de esperar aún unos minutos, siempre se marchaba sin mirar atrás, sin mirar hacia nadie. Creo, también, que se marchaba sin comprender nada de lo que vivía o de lo que le ocurría ‒concluyó‒.

    Yo, en cambio, a partir de esa noche, no pude dejar de pensar en aquella mujer, en su espalda muy delgada y algo encorvada. En su pelo recogido en un moño muy tirante que dejaba ver unas orejas algo separadas y más bien grandes, pero bellas, sin duda.

  • Nadie sabe su nombre ‒añadió‒. Tal vez la contemplación de la desgracia sea un espectáculo imposible de eludir.


Después de aquella noche, al día siguiente volví a Sevilla y no me pregunten por qué, pero cuando hablé con Mara ya había olvidado su aventura amorosa. Solo quise hablarle de mis pésimos negocios, de que tendríamos que ajustarnos el cinturón, de que esta situación sería pasajera y de que ya era hora de empezar a hacer proyectos para cuando superásemos el bache.


Unos meses después volví a Murcia. Ya los negocios habían recuperado su ritmo en alza. Por la mañana disponía de unas horas antes de volverme a Sevilla y decidí pasarme y tomar una cerveza por el bar de aquella noche. Cuando llegué la persiana estaba a medio bajar. El bar estaba cerrado, pero había alguien en su interior. Pude asomarme por debajo de la persiana y vi a dos señores barriendo y limpiando la barra. Logré entrar y les preguntés por la colombiana morena que trabajaba allí. Ellos me respondieron que allí no trabajaba ninguna colombiana. Les dije que hacía unos meses había estado acodado en esa misma barra, señalándola, y había hablado con una camarera colombiana morena, de ojos negros, y muy guapa.

Entonces uno de ellos, el más alto, dijo:

  • ¡Ah, claro! Usted está hablando de Leila, la peruana. Pelo y ojos muy negros. Muy morena.¿Te acuerdas, Raúl? La peruana que trabajó aquí una noche hace unos meses y que al día siguiente se marchó y no volvió a aparecer.

  • Claro, debe ser ella. Respondió el otro. Estaba aquí de paso.

  • ¿Pero, cómo, dicen ustedes que solo trabajó aquí una noche? Entonces... ¿ella no conocía a nadie de por aquí, de esta zona, de este barrio? ¿A una mujer de aspecto cansado, con el pelo recogido en un moño muy tirante y que hablaba sola?

  • ¿Y a quién iba a conocer aquella joven ‒preguntó el más bajo‒? De ella, lo único que sabemos, además de que era muy linda, es que gustaba de inventarse y de contar historias.

martes, 26 de noviembre de 2024

La isla que habito:

 Dedicado a la escritora mejicana Daniela Tarazona.

Mientras masticaba un trozo de manzana, pensaba que esta mañana no había querido salir a caminar cuando el timbre de la puerta sonó crispando o escindiendo el silencio del apartamento y no solo de éste.

Ni demasiado agudo ni con demasiado volumen, el dingdong era un prolongado "Diiingdooooonnnggg". La "ong" final se expandía por el espacio del apartamento y lentamente, prolongadamente, iba apagándose hasta desaparecer y dejar en su lugar un vacío más que un silencio que lograba prolongarse aún más en la conciencia de Ismael.

Lo primero era ducharse, pensaba. La caminata había sido larga y dura. Diez kilómetros en una hora y veinte minutos. No obstante no sentía quemazón alguna en los pies. Había una mañana espléndida cuando salió de casa, recordaba, cuando Eos, la de dedos rosados, se dejó contemplar.

Recordó el timbre y se preguntó: "¿Quién será ahora?". Se acercó a la mirilla y pudo comprobar que al otro lado de la puerta, en el rellano, en había nadie. Se veía al través de la lente la puerta oblonga de los vecinos al frente, la del ascensor a la derecha y el pasamanos de la escalera a la izquierda. Abrió la puerta del apartamento y, efectivamente, comprobó que no había nadie en el rellano.

Antes de darse una ducha recogió unos papeles arrugados de la mesa del salón y fue a tirarlos a la papelera. Cuando abrió la tapa pudo observar los restos de piel y del corazón de una manzana. No recordaba haber comido nada antes de salir a caminar y nunca desayunaba antes de ducharse. No obstante, conservaba en la boca, creía, un ligero sabor a manzana, y en los dedos su leve y dulce olor.

Intentó comprender a qué se debía su actual estado de desasosiego, cuando le llamó la atención el que las paredes del baño estaban húmedas. El agua caliente de la ducha cayendo sobre su cabeza le hacía ensimismarse. Bajo el agua tan caliente, que le ponía la piel roja, surgían sus más íntimas y profundas reflexiones. Pensó que su cuerpo ya estaba limpio. No sólo no había sudor en su piel, sino que estaba incluso perfumado. Cuando salió de la ducha y se secó el cuerpo con una toalla húmeda, se puso desodorante y agarró el bote de colonia para comprobar que estaba vacío. Lo depositó en la repisa junto a decenas de otros jabones y lociones.

En la cocina, se preparó un abundante desayuno mientras pensaba que no tenía muchas ganas de comer. En un bol fue echando un par de yogures, una cucharada de sésamo molido, otra de lino, tres de avena, un puñado de nueces, otro de pipas de calabaza, unos arándanos, una pera y una manzana. Mientras troceaba ésta última volvió a tomar conciencia del sabor a manzana de su boca. No le prestó demasiada atención. Siguió preparando el desayuno y se sentó en el salón a comérselo, aunque no tenía nada de hambre.

Más tarde, una vez vestido, salió del apartamento con una bolsa para ir a hacer la compra.

Una hora después volvió al apartamento. Con dificultad abrió la cerradura, pasó al interior, cerró la puerta y cuando se dirigía a la cocina volvió a sonar, en el silencio, el "Diiingdooooonnnggg" del timbre.

Ismael, dejando la bolsa sobre la mesa de la cocina y con los ojos cerrados, volvió a preguntarse "¿Quién será ahora?". Cuando el silencio invadió su conciencia, se dirigió a la puerta de entrada y miró por la mirilla. No se veía a nadie al otro lado de la puerta: la misma puerta oblonga de los vecinos al frente, la misma puerta del ascensor a la derecha y el mismo pasamanos a la izquierda. Con sigilo, abrió la puerta del apartamento y comprobó que no había nadie en el rellano. Se giró sobre sí mismo y observó la mirilla de la puerta desde fuera. Pensó: ¿Y si igual que sirve para mirar de dentro a fuera, también sirviera para ser mirado de fuera a dentro? Cerró su ojo derecho y acercó el izquierdo a la mirilla por su cara externa. Pudo comprobar que, efectivamente, a través de la lente podía ver el interior del piso. Pudo comprobar también que el piso, visto así, no parecía el mismo. Parecía que era otro distinto o de otra persona. Al fondo estaba la puerta del salón. En un extremo del mismo se veía la mesa con varios papeles arrugados encima. A la izquierda estaba la puerta de la cocina y sobre su mesa se podía distinguir perfectamente la bolsa de compra llena. Pero qué hace ahí esa bolsa. Él no había querido salir esta mañana a caminar y tampoco había salido a comprar nada. Acababa de ducharse y de comer algo ligero, una manzana, recordaba, pero no había salido aún a comprar nada. Tal vez sea la compra de ayer, que se me olvidó guardarla, pensó sabiendo que esto no podía ser. Volvió a entrar en su apartamento, tiró los papeles arrugados en la papelera, comprobó que estaban los restos de la piel y del corazón de una manzana en su interior. Se dirigió a la cocina y cogió la bolsa de la compra que se encontraba colgada detrás de la puerta. Se dijo: "Ismael, aunque hoy estés un poco desasosegado, tienes que salir a hacer la compra. No tardarás mucho, no necesitas muchas cosas". Antes de salir del piso fue repasando lo que tenía que comprar: avíos para una ensalada, unas patatas, una pechuga de pollo y un frasco de colonia de baño, pensó.

Cuando volvía de la calle, justo antes de salir del ascensor en su planta, volvió a sonar el "Diiingdooooonnnggg" de su apartamento. Esperó a que el sonido se fuese apagando. Abrió la puerta del ascensor y salió al rellano. Se colocó frente a su puerta de entrada y acercó su ojo izquierdo a la mirilla. Pudo comprobar, una vez más, que desde fuera se veía casi todo su apartamento: la mesa del salón, la ventana que daba a la calle, la puerta de la cocina, la bolsa de la compra sobre la mesa. No sabe por qué se estaba contemplando las manos vacías antes de decidir abrir la puerta y entrar al interior. En ese instante sintió nuevamente un extraño desasosiego, náuseas más bien. Comprobó también que estaba sudando. Se sentía sucio y con hambre. Lo primero era la ducha, con el agua muy caliente, como a él le gustaba.



domingo, 20 de octubre de 2024

Tengo que acabar con Mircea Cărtărescu:

 

Am luat din nou paduchi, nici macar nu ma mai mira,

nu ma mai serie, nu-mi mai provoaca greata.

Doar ma mananca. (Mircea Cărtărescu: Solenoide).


¿Cómo es posible?”. "¡No puede ser!". "¡Maldito!"

La primera interrogación se la iba planteando el desgraciado de Javier con verdadera desdicha cuando iba camino de Ranilla. Parecía verdaderamente que el individuo no entendía lo que había pasado. Y tal vez tuviera razón. ¿Cómo era posible que ese escritozuelo de tres al cuarto hubiera accedido a su estudio y le hubiera robado la novela que ya tenía impresa y preparada para llevarla a la editora? Esa ventana, sabíamos, cerraba mal y, claro, lo sabíamos todos. Pero no todos sabíamos que Javier estaba escribiendo una novela. Llevábamos muchas semanas sin verlo, pero esto no era algo nuevo. Alguno incluso llegó a preguntar por él. "¡Oye! ¿Sabéis algo de Javier? Hace semanas que no se le ve". Había preguntado hacía unos días Manuel, el Gasoil ¿o fue Geromo, el Japo? Pero ni el Gasoil ni el Japonés sabían nada de que el desgraciado de Javier estuviera escribiendo una novela.

El día anterior, por la tarde, algunos vieron cómo Javier marchaba rumbo a Ranilla. Más allá empezaba Nervión. Cuando el Desgracia tenía algún rato libre gustaba de ir hasta allá para visitar a algún amigo suyo. Solían encontrarse en alguna librería y allí pasaban minutos, horas conversando y discutiendo. Marisa, la de los ojitos grises, lo había visto entrar en la librería de viejos, a la que ella llamaba de muertos, y también lo había visto hojear algunos tomos. Después debió ver cómo Javier se sorprendía al leer, con letras grandes, al frente de un volumen grueso, el título de su propia novela: Solenoide. "¡No puede ser!", le pareció oír a Marisa. La cara del Desgracia mudó de rictus, contó más tarde. Sus ojos se inflamaron. Rayos le salían del cuerpo. Varias torres de libros cayeron por el suelo. Dijo también que Javier estaba fuera de sí. Solenoide, leyó otra vez y otra: Solenoide. Con mucho miedo, pero con mayor curiosidad, se atrevió a leer la contraportada donde pudo toparse con un breve resumen de la trama. Y, efectivamente, allí estaba su historia. Alguien le había robado su novela. No solo era el título. La trama era la misma. También el personaje princial era un maestro aburrido y cuarentón.

Javier leyó las primeras líneas, que eran, sorprendentemente, idénticas a las de su novela terminada solo hacía unos días. "He cogido piojos otra vez. Ni siquiera me sorprende, ya no me asusta, ya no siento asco. Solo me pica".

Leyó al azar algunas líneas más y pudo comprobar cómo ese miserable autor, autor, le había robado sus propios recuerdos de niño: "La primera enfermera de Grozovici, el muy ladino había cambiado los nombres porque había situado su historia en Bucarest, pero yo recordaba perfectamente el lugar exacto que yo había indicado en el texto, claro que lo recordaba, La primera enfermera de Grozovici, repitió, que, entrada la noche, me puso la inyección era guapa, rubia e iba muy arreglada, pero su sola presencia me hizo sentir pánico". Cómo había sido capaz este escritorzuelo rumano de robarme de esta manera. No podía creerlo. Si es que es verdad que soy un Desgracia, se decía Javier.

Incrédulo leyó en voz alta la última frase de su novela, ahora publicada por otro: "Nos quedaremos allí para siempre, a resguardo de las aterradoras estrellas".

"Maldito seas", rumano.

Cerró el tomo con fuerza y volvió a leer la portada. Ahí estaba el nombre del falso autor, del ladrón: Mircea Cărtărescu. En la contraportada, además de su nombre, aparecía su fotografía. "¡Qué feo! Pero si se peinaba igualito que cuando yo tenía diez años, el muy incapaz. Con la raya al lado. Y con bubles sobre las orejas y en el flequillo. Su pelo parecía grasiento, su rostro más cercano al del Neandertal, su frente pequeña, su mentón, en cambio, voluminoso. Su mirada, hacia adentro, era como la mía o como la que era la mía cuando yo era más joven. Y su sonrisa, no, ésta no era como la mía, porque la suya era falsa, falsa de falsedad.

Marisa, la de los ojitos grises, contó que Javier no paraba de leer, de llorar incrédulo por el robo de su novela. Cuando salió de la librería iba cruzando palabras sin sentido: "insecto", "ácaro", "Hilbert", "teseracto". Javier se había topado en esa librería, frente a ese volumen, con la "singurătatea incredibilă a vieții mele","la increible soledad de mi vida". Mientras se alejaba calle abajo iba diciendo: "haga lo que haga este maldito y miserable amo la literatura, la sigo amando, es un vicio del que no puedo escapar y que algún día me destruirá". Mientras pasaba por su lado la joven de ojos grises le dijo muy bajito: "tal vez, Desgracia, te haya destruido ya y tú aún no lo sepas".

Tarde de melancolía:

 Martín siempre fue un obseso de las matemáticas. Tal vez por ello desde hacía quince años, todos los 25 de enero, al caer la tarde, a la salida de la oficina, sentía unos vagos deseos al principio, una urgencia irrefrenable después, de subirse al coche y conducir lentamente a las afueras de la ciudad. Siempre elegía, arrogante verbo, la carretera del sur. Circulaba en silencio, con el teléfono móvil y con la radio del coche apagados, con las ventanillas cerradas. Y mientras circulaba despacio, sin ninguna prisa, iba dejando que su memoria fuese construyendo imágenes, pasillos, recuerdos que iban surgiendo sin orden y que parecían ir proyectándose en el parabrisas del coche al que miraba Martín. Estas imágenes iban definiéndose y ganando formas y colores a medida que se sucedían los kilómetros y que avanzaba la noche.

Martín mezclaba las imágenes, tal vez evocadas, sin duda inventadas, con sus reflexiones. A veces incluso se descubría hablándose en voz alta y preguntándose, por ejemplo, ¿si nunca pudimos convivir, si no tuvimos ni un día de paz, si no fuimos felices, por qué te echo de menos, por qué todos los 25 de enero, como el día de hace quince años en que te fuiste, sigo recordándote como si fueras aún el centro de mi existencia?

Después de llegar indefectiblemente a estas preguntas todos los 25 de enero desde hace quince años, y que Martín nunca llegaba a responderse más que tangencialmente, y que siempre brotaban en su conciencia entre el kilómetro 35 y el 60, los años que tenías cuando te marchaste, los años que tendrás ahora, Martín recordaba los muslos de su ex Luisa. Eran fuertes y tersos, delgados. Sus tobillos asímismo muy finos, delicados, quebradizos, diría Martín. Su piel muy clara y suave, sin manchas ni rojas ni de ninguna otra coloración, como la paleta monocroma de un pintor novel. Sus ojos como una tarde de otoño permanentemente anegados de agua de claros que eran. Sus labios... siempre a la espera de lo que habría de venir. Sus senos, tersos, duros, orgullosos mirando hacia mis ojos... Y sobre todo, Luisa, tu ternura dispuesta siempre y sin remedio a acogerme en todas las formas imaginables. Nunca mis sueños estuvieron a la altura de tus manos dispuestas.

Sé que ni tus ojos ni tus senos, que ya habrán sido abandonados por su tersura, ni tus labios ni tu piel que se mostrará con variados colores otoñales, ni tus tobillos ni tus muslos que habrán visto cómo los abandonaban sus fuerzas, serán los que fueron. Pero justamente por ello, no puedo entender, se preguntaba Martín, por qué, Luisa, si nunca fuimos felices te sigo echando de menos y por qué, Luisa, cada 25 de enero, tengo la irreprimible necesidad de subir al auto y marchar por el camino del sur para ir a buscarte, sabiendo que alcanzarte no es siquiera deseable.

Como hacer sangrar a una piedra (Una historia infantil de finales de los años '70):

 

Tiene el niño once años cuando está traspasando el umbral del colegio. El edificio no es nuevo. Es el mismo que dos meses atrás dejó una tarde de principios del verano. Pero esta fecha es ya tan lejana, que le parece otro.

No tiene miedo el niño, aunque sabe que nuevas aventuras, y muchas de ellas desagradables, le esperan, ocultas y acechantes, como lobos solitarios aguardando escondidos a la víctima ingenua o débil. Detrás del edificio del colegio, el patio enorme: albero endurecido, agudas rocas y peñascos como cuchillos, suciedad, valla de ladrillos rojos y alambre oxidado formando rombos,... Poco a poco el patio se va llenando de niños, corriendo, gritando, jugando; el polvo que se levanta; un balón de fútbol, y el niño corriendo tras el delantero del equipo contrario. El gol que parece inevitable. El niño que no llega. El delantero que no cede, que continúa. De repente, se va haciendo el silencio, leve al principio y más denso después; el delantero que se frena; el niño que alcanza el balón y logra darle un puntapié; él parece el único en no haberse dado cuenta de que desde unos instantes todo se había parado. El balón que sale rodando por detrás de la portería y que lentamente va aproximándose a la valla del fondo. En ese momento el niño levanta la cabeza y observa la silueta delgada del individuo que acaba de saltarse la valla y que mira hacia el patio con insolencia. El niño que fuiste recuerda aún la risa silenciosa, los dientes grandes y amarillos, la mandíbula abultada, los ojos pequeños, la frente menuda y el cabello rubio y grueso en el rostro de ese joven de unos quince o dieciséis años al que todos conocía como El Tarugo. El juego se había terminado.

El Tarugo era el hermano o el primo tonto de El Johny, pero daba más miedo que éste. La tarde no presagiaba nada bueno. Sin borrar la sonrisa de su boca, el Tarugo se agachó, con elegancia, delante de todos y agarró el balón. Lentamente fue cruzando el patio con zancadas largas sin dirigir la mirada a nadie específicamente y lentamente también se dirigió hacia el portalón del colegio que se encontraba cerrado. Se paró cuando llegó a unos dos metros del mismo y miró hacia la casetilla del conserje. Parecía increparle algo así como: ¿Qué haces que no abres? ¿No ves que soy yo, el Tarugo? ¿O es que quieres que te reviente la cara?

Mario, el dueño del balón, miraba al Tarugo sin decir nada. Miraba al Tarugo que se llevaba su balón y nos miraba a todos sabiendo que nadie iba ni a hacer ni a decir nada. El juego se había terminado.

Justo cuando el conserje iba a abrir la puerta se acercó la señorita Eloisa. Era una maestra nueva en el colegio, mayor, de unos cincuenta años. Vestía con falda larga, de colores. Y llevaba un pañuelo anudado al cuello.

Se acercó de frente al Tarugo y le preguntó: ¿Y tú, quién eres? El Tarugo no le respondió nada. Seguía sonriendo. ¿Qué edad tienes? ¿Eres de aquí, del colegio? Ven -le dijo-, dame el balón.

El Tarugo escondió el balón tras su espalda. Seguía sonriendo en silencio. Tras unos segundo dijo: ¿A cambio de qué?

La señorita Eloisa preguntó: ¿Cómo? ¿A cambio de qué? No tengo que darte nada. Ese balón no es tuyo. Devuélvemelo, -dijo- alargando el brazo hacia el Tarugo. Éste agarró la mano de doña Eloisa y la depositó sobre su hombro.

En ese instante llegó el conserje, casi un anciano. Con voz trémula, abriendo el portalón del colegio, dijo: doña Eloisa, déjelo estar. Es el Tarugo, el hermano del Johny. No se meta en problemas.

La señorita Eloisa apartó la mano del hombro del Tarugo y preguntó: ¿Problemas por qué? No creo...

Pero el Tarugo ya estaba saliendo del colegio con el balón en sus manos.

Al llegar al umbral de la puerta se giró y le dijo a doña Eloisa: Oye, tú. Si quieres que te devuelva el balón, déjame ir a tu clase.

Y así fue cómo el amigo Mario recuperó su balón y cómo doña Eloisa perdió su sosiego y cómo el Tarugo volvió al día siguiente a la clase del niño para fastidio general de todos.

El niño creía entonces, y tal vez lo sigas creyendo aún, que el Tarugo era un imbécil. Tal vez su hermano o primo Johny no lo fuera; el Tarugo guardaba silencio no porque tuviera nada que ocultar, sino porque no tenía nada que decir. Esto creía el niño entonces. Porque no es que no dijera nada, es que no hacía nada, nada más que estar. Es decir, mostrar y exhibir continuamente su presencia. Y su presencia se encontraba tras una imborrable sonrisa, incesante: a veces incluso son sonido: Ja, ja, ja. Pero habitualmente, en silencio.

Tal vez la señorita Eloisa quisiera verdaderamente, como ella decía, recuperar al Tarugo.

El primer día en clase le preguntó: ¿Cómo te llamas? Después de un largo silencio, él logró decir: Llámame Tarugo. Sí, te seguiré llamando Tarugo, pero tienes que decirme cuál es tu nombre. Tengo que abrirte una ficha. Pero el Tarugo permanecía en silencio con su sonrisa dibujada en su boca, mostrando con ella sus dientes amarillos.

¿Cuántos años tienes? -seguía preguntado doña Eloisa. ¿En qué año naciste? ¿Cuándo es tu cumpleaños?

¿Tienes madre? ¿Cómo se llama tu madre?

¿Y padre?

¿Tienes familia?

Pero el Tarugo no respondía a ninguna pregunta. Tampoco dejaba de sonreir.

Después de varios minutos, en los que la señorita, desesperada, ya estaba por hacer otra cosa, el Tarugo dijo de nuevo: Te he dicho que me llames Tarugo.

Doña Eloisa intentó continuar con la clase de matemáticas mientras el Tarugo, sentado en la misma mesa de la maestra, jugaba con una pelotita de goma verde y con unos poliedros regulares de plástico. La clase continuaba con dificultades, porque el Tarugo parecía divertirse haciendo una torre de poliedros y derribándola con la pelotita. Una y otra vez. A cada rato la construcción duraba menos y el ruido era mayor.

Una cosa tuvo de buena la llegada del Tarugo al aula: nadie decía nada ni se movía siquiera. El silencio era total.

Otra cosa trajo buena también la entrada del Tarugo en el colegio: en el patio podíamos jugar al balón sin que nadie nos lo quisiese quitar. El Tarugo se colocaba junto a la valla, detrás de la portería, y allí permanecía todo el tiempo del recreo mientras el resto de niños jugábamos sin problemas. Este era el único momento de normalidad aquellos días. Porque después, cuando volvíamos a la clase, volvía otra vez el silencio y el miedo. El niño recuerda el miedo que le daba la mirada del Tarugo y se preguntaba: ¿A la señorita Eloisa no le da miedo? Sus ojos claros, su nariz pequeña, su enorme mandíbula y sus dientes abultados, su sonrisa fija ¿no le daban miedo?

Tres días vino el Tarugo a clase y durante los cuales su conducta no cambió nada. Al tercer día el Tarugo seguía en silencio, mirando con insolencia y sonriendo bobamente. Pero en las últimas horas de esa mañana, después del recreo, escuchamos la voz del conserje detrás de la puerta del aula, diciendo: No puedes entrar, mientras se abría la puerta del aula.

El silencio se hizo muy espeso. El Johny apareció en el umbral de la puerta. Miró en todas direcciones. El Johny no sonreía y no se parecía a su hermano. Paró sus ojos en los del Tarugo y le dijo: Vamos. Tenemos que irnos. Y se fue escaleras abajo con el conserje a su espalda.

Como si tuviera un resorte el Tarugo se levantó de su mesa que era la de la seño Eloisa, tiró los poliedros regulares al suelo y la pelotita de goma verde por la ventana y cruzó la clase muy lentamente, con elegancia incluso. El niño pudo verlo caminar despacio como lo había visto caminar cruzando el patio el día que se llevaba el balón de Mario.

Una vez pasado el dintel de la puerta, antes de que pudiera bajar las escaleras, doña Eloisa logró alcanzarlo y agarrarlo del brazo. ¿Dónde vas? -dijo. Él se zafó de la mano de ella. No puedes irte, siguió diciendo, y se interpuso entre el Tarugo y las escaleras.

Él, sin dejar de sonreir, metió su mano derecha en el bolsillo de su pantalón y extrajo un objeto metálico. Después el niño comprendió que era una navaja. La abrió delante de los ojos de la señorita Eloisa y, sin dejar de sonreir, el Tarugo colocó la punta de la hoja del cuchillo en el cuello de la maestra, diciendo: ¿Quieres que te corte un pedacito de oreja? Ella dio un paso atrás y calló rodando por las escaleras.

El Tarugo bajó despacio, pero con cadencia. Cuando pasó junto a la vencida doña Eloisa, el niño pudo ver que el Tarugo ni siquiera miró la brecha que ésta tenía en su frente.

Por los siglos de los siglos:

 

Nacimos en el mismo año, en el mismo día, y en la misma calle hace más de un sesquicentenario. Los dos morimos también el mismo día y en el mismo año. Muy cerca el uno del otro. Pero sólo uno de los dos se convirtió en fantasma y no soy yo.

Quiero decir que sí, que soy yo el fantasma vulgar y corriente, el que se aparece por las noches para asustar a las viejas y a los niños, el que aunque ya no arrastre cadenas, hace ruídos para enloquecer a los incautos. Pero el verdadero fantasma es él, al que no he podido borrar de mi memoria en los más de cien años que han pasado desde nuestras muertes, el que continúa presentándose cada día y cada noche y cada momento, el que dispone de una sonrisa que me aterra y de una mirada retadora que no logro ni despreciar ni ignorar.

Él murió conmigo o yo lo maté matándome.

Por este mi acto inmundo sigo entre el mundo de los vivos y el de los muertos, y él continúa en mi recuerdo como un castigo por el mal que le hice. Lo hice porque siempre estuvo a mi lado, siempre con su sonrisa, siempre molestándome y perjudicándome, siempre coaccionándome, desde el mismo día en que nací y mi madre tuvo que alejarse de mí para darle de mamar a él. Entonces creía que la vida era el gran valor, el único valor. Iluso. No sabía nada de la eternidad, ni lo suponía. Lo maté por ignorancia.

Tal vez si yo no hubiera muerto con él, hubiera podido vivir unas horas, unos días con su ausencia, en pleno goce, sin mirar atrás por encima de mi hombro, sin temor. Pero, la verdad es que fui muy torpe. Me abracé a él y me impulsé desde el umbral para arrojarme al vacío. Después quise soltarme y lo hice. Me separé unos metros de él y pude ver por un instante cómo se golpeaba la cabeza contra las rocas. Después me tocó a mí. Pero mi golpe fue distinto. Sonó extraño o no sonó. Creo que por ello me quedé atrapado entre los dos tiempos o las dos dimensiones. No obstante, a pesar de morirme, mantengo todos mis recuerdos intactos, sobre todo los suyos. Sobre todo su mirada y su sonrisa. Me siguen matando a cada instante. Su muerte fue mi derrota. Maldigo el instante en que decidí abrazarme a él y saltar.

Tal vez siga sin morirme del todo por el odio que le tuve y aún le tengo. Por este odio que se apoderó de mí, que me invadió desde siempre. Cómo me molestaba su olor. Debe ser por esto: el odio es lo que me impide morirme del todo, creo, y borrar mi memoria y todo lo demás con ello. Estoy desesperado, porque no sé qué hacer para morirme por fin. O tal vez esto sea la muerte: un eterno recuerdo imborrable de todo lo que fue.