Permítanme
que me presente: me llamo Ignacio de Vicente y Salazar, tengo 45
años, esposa, dos hijos y una fortuna que supera los veinte millones
de euros, aunque en este momento, y por circunstancias que ahora paso
a explicarles, no tengo ni para comprar apenas una pieza de pan.
Siempre he sentido una atracción irrefrenable hacia las nuevas
experiencias. ¿Cuáles? De todo tipo: desde el LSD a la cocaína
pasando por todos sus derivados, desde el puenting al paracaidismo,
el vuelo sin motor o el salto libre. Nunca he dicho “NO” a nada.
Siempre he entendido la vida como una aventura o como un experimento
continuo o como un reto irrenunciable.
Hace
dos meses o algo menos, no sé, en mis días actuales pasan muchas
cosas y esto hace como si se alargasen desmesuradamente, hace dos
meses, quizás, repito, alguien me telefoneó desde un número
desconocido. Cuando descolgué el teléfono, desde el otro lado, una
voz masculina y vagamente familiar preguntó: “¿Ignacio de Vicente
y Salazar?” “Sí -respondí-. ¿Quién es usted?” “Eso ahora
no tiene importancia. Necesito verlo. Tengo que hacerle una
proposición que sé que no va usted poder rechazar”. “Mire,
ahora no tengo tiempo de atenderlo. Tal vez en otro momento”. “No
le haré perder su tiempo -me interrumpió-”. E inmediatamente me
indicó una dirección: “Calle Sorpresa, frente al número 96”,
añadiendo: “mañana, a las diez”. “Oiga, pero...” No pude
seguir hablando, porque desde el otro lado el hombre de voz
extrañamente familiar cortó la comunicación.
¿Qué
ha sido esto? -pensé-. Debe de ser algún loco o alguien que se ha
equivocado. Pero... Sabía mi nombre y mi número de teléfono.
Parecía que me conocía. Bueno... en fin... pasemos a otra cosa y
dirigiéndome a mi habitación le pregunté a mi mujer: “¿No me
dijiste ayer que hoy saldríamos de compras?” “Sí, te lo dije,
pero ahora no tengo ganas. Ven cariño, dame un beso -dijo con esa su
voz de a veces en que manifestaba débilmente una vaga sensación que
pareciera de culpabilidad”.
Mientras
hacíamos el amor en nuestra alcoba no dejaba de darle vueltas en la
cabeza a la misteriosa llamada de teléfono que acababa de recibir y
eso que Mónica, mi esposa, se mostraba especialmente amorosa.
Al
día siguiente, sin apenas haber dormido, más desasosegado de lo que
general y usualmente me ocupa, incluso antes de mi primer vuelo sin
motor, antes también de la primera vez que me introduje en una
caverna de más de cinco kilómetros de pasadizos, de pendientes y de
grietas tan estrechas que apenas cabía un cuerpo de perfil, al día
siguiente -repito- de esa llamada se produjo en mí un vértigo que
entonces no podía comprender, pero que desde ese momento, como
ahora, me tiene abatido, derrotado, quizás. O no.
Después
de una ducha rápida, salí de casa y me dirigí a la calle Sorpresa,
número 96. No estaba lejos. Por el camino fui pensando en quién
sería el hombre del teléfono, en por qué yo me dirigía hacia
donde me había dicho y finalmente en cómo llegaría a reconocerlo.
El
número 96 de la calle Sorpresa era una cafetería. No había nadie
en la puerta. Decidí entrar a mirar. Dentro solo una camarera
ocupada en secar vasos. Nadie más. Pregunté: “¿Suele estar esto
tan vacío?” La mujer levantó su mirada y dijo: “A estas horas,
sí”.
Me
giré pensando: “Vaya broma estúpida y qué estúpido soy yo”,
mas... al salir a la acera, frente a mí, me encontré literalmente
con un espejo. Un hombre al otro lado de la calle que era exactamente
igual que yo: la misma altura, la misma cara, el mismo porte,... una
réplica exacta salvo por su ropa, más vieja que sucia, y por su
pelo corto, pero alborotado. Me quedé impresionado por esta extraña
visión. Había escuchado a veces decir que existían personas que se
parecían mucho, pero ¿tanto? No podía ser. Debía ser mi gemelo
-pensé-, aunque nadie me había dicho nunca nada al respecto. Yo era
hijo único. O eso, al menos, es lo que me habían dicho siempre mis
padres. Él, en cambio, mi otro yo, no parecía sorprendido. Giró
sobre sus pies y se dirigió hacia el fondo de la calle. Yo lo seguí
en silencio y a corta distancia. Después de varios giros me coloqué
a su lado justo cuando nos adentramos en un parque. Las sombras que
proyectaban nuestros cuerpos eran exactamente iguales. El hombre no
decía nada. Yo tampoco.
Una
vez en la parte más frondosa del parque, el hombre se detuvo, se
giró hacia mí y me alargó la mano para que se la estrechase.
Cuando lo hice, un escalofrío me recorrió la espina dorsal.
“Me
llamo Facundo Fernández Cansado y estoy desesperado”. “Vengo
arrastrando problemas económicos desde hace varios meses y usted,
tal vez, pueda y quiera ayudarme”. “Me encontré con usted hace
tres semanas y me quedé tan sorprendido de nuestro parecido como lo
está usted ahora”. Después guardó unos minutos de silencio. Yo
no paraba de mirar su rostro, sus gestos, su rictus. Eran
milagrosamente iguales que los míos.
Después
el hombre siguió diciendo: “Estoy casado igual que usted e igual
que usted tengo dos hijas”. “Un giro inesperado en mis acciones
me ha dejado en la más absoluta ruina. Nunca he sido rico, pero
tampoco tan pobre como ahora. Mi mujer no sabe nada de esto. Hace
tres semanas lo vi a usted saliendo de su casa, junto a su mujer, y
me quedé impresionado. Desde entonces he estado siguiéndolo,
observándolo e indagando por usted y por su vida. Hasta que
finalmente ayer me decidí a telefonearle y a citarlo”. “Puede
usted ayudarme. Sé que tiene usted dinero de sobra. Tampoco yo
necesito mucho para salir del paso. Quince mil euros, tal vez diez
mil. Le quiero proponer una aventura como usted no ha vivido jamás.
Hacer de mí durante una semana, mientras yo lo sustituyo a usted por
el mismo tiempo. Le prometo que respetaré a su mujer y cuidaré de
sus hijas. No interferiré ni en sus negocios ni en sus amistades.
Pasada esta semana usted recuperará su vida y volverá a ser quien
ahora es. Pero, en cambio, usted, durante esa semana, podrá
disfrutar de la aventura de ser una persona distinta por un tiempo
limitado. Podrá hacer con mi vida, que ya no vale nada, lo que
quiera y yo volveré a ella transcurrido el tiempo: esté ésta como
usted me la haya dejado. Después no volveremos a vernos, no volveré
a molestarlo. Tengo previsto abandonar el país para no volver
jamás”.
Yo
me quedé mudo. No sabía qué decir. ¿Estaba definitivamente ante
un loco? ¿Qué estaba pasando? ¿Qué proposición era aquella?
¿Cómo podía nadie ofrecer semejante negocio? Antes de salir de mi
anonadamiento mi copia siguió diciendo: “No me responda usted
ahora. Mañana a las diez en punto nos podemos volver a encontrar en
este mismo lugar del parque y entonces usted me dice. Pero piense en
que es una promesa de aventura que, de rechazarla, probablemente no
podrá vivir usted jamás”. Dio media vuelta y se marchó por la
avenida del parque que daba al oeste, caminando lentamente con las
manos en los bolsillos. Sentí que era yo quien se marchaba, pero con
un caminar más pausado. Mi espalda por detrás era más ancha de lo
que yo suponía.
Al
día siguiente, más descansado, dado que había logrado olvidarme
del tipo, o eso creía, y había dormido profundamente, decidí que
no iba a acudir a la cita propuesta. Asunto concluido, acabado,
olvidado. Eso pensé entonces.
Pero
a las doce del mediodía sonó mi teléfono personal. La llamada
procedía otra vez de un número desconocido, pero a mí me parecía
que era el mismo que me llamara dos días antes. Nuevamente decidí
que no respondería a la llamada. Apagué el móvil y me dirigí a la
habitación donde se encontraba mi esposa. Ella estaba sentada en la
cama de espaldas a la puerta. Parecía mirar a la ventana, pero
cuando me acerqué a ella para besarla, ella se retiró un poco y
pude notar sus ojos brillantes. “¿Estás llorando, Mónica?”.
“No, Ignacio. Son cosas mías. No te preocupes”. “¿Te apetece
salir hoy de compras? El día está espléndido. ¿Vamos?”. “Sí,
hoy sí. En un momento estoy preparada. Espérame en el salón”.
Gastamos
cuanto quisimos, reímos, almorzamos en un barcito coqueto y
pequeñín, y después volvimos a nuestra casa. Al entrar en ella me
reflejé por un instante en el espejo del recibidor. De nuevo me
invadió un desasosiego inesperado, reprimido quizá durante horas.
Parecía que desde el espejo mi otro yo, ese Facundo, me mirase
implorante. ¡Qué misterio este de poder ser uno u otro en la
lotería de la vida o del nacimiento o de la familia o de estar en un
sitio y en un momento en lugar de en otro!
El
resto de la tarde y de la noche la pasé imaginando cómo sería la
vida de mi otro yo: su mujer, sus hijas, sus amistades, si las
tuviera, porque parecía más bien un ser solitario, su apartamento.
¿Tendría padres, hermanos?
Por
la mañana, más desesperado e intranquilo que cansado, no sabía ni
qué hacer ni qué pensar. Mi mujer había salido a no sé dónde ni
con quién ni para hacer qué. Dando vueltas por las habitaciones de
la casa, evitando los espejos, sobre todo el de la entrada y el de la
alcoba, espejos éstos amplios y largos, y sin dejar de pensar en
Facundo y en su extravagante proposición. Decidí salir de casa y
caminar por la calle. Justo cuando abrí la puerta de la entrada me
encontré de pronto con un espejo en mitad del rellano. Me giré
repentinamente intentando evitarlo y, dándole la espalda, me
pregunté: “¿Pero qué leches? Si no hay ningún espejo en el
rellano”. Ya antes de girarme sabía lo que había pasado. Facundo,
mi igual estaba plantado con el puño alzado y a punto de llamar a la
puerta con los nudillos. Tal vez prefiriese no utilizar el timbre,
tal vez no quisiese alarmarme más de lo que, supondría, ya lo
estaba. Sólo inquirió con la mirada. A lo que yo, rápidamente,
respondí, como no podía ser de otra manera: “Sí. Estoy
dispuesto”. “Bien, dijo mi igual. Prepare usted un sobre con el
dinero para esta noche. A las doce en punto estaré en este mismo
rellano. Usted sale y yo entro. Usted me da el sobre y yo le doy mi
dirección. Necesitaremos uno o dos minutos para intercambiarnos las
chaquetas, los pantalones y los zapatos. Lo demás no será
necesario. Hasta esta noche” -dijo marchándose sin prisas, pero
con decisión-.
Y
así fue. Mónica estuvo ausente todo el resto del día. Se había
marchado por la mañana y no había dado señales de vida ni un solo
instante. Cuando llegó eran más de las diez de la noche. Me dijo
que estaba muy cansada, se duchó y se metió en la cama sin cenar y
sin decirme “hasta mañana”.
A
las doce en punto, en el silencio de la noche y después de saborear
un par de copas del mejor de mis güisquis, me levanté del sillón,
me dirigí al recibidor, me miré al espejo del recibidor y abrí la
puerta. El espejo quedaba a mi espalda, pero el reflejo de mi cuerpo
estaba frente a mí. Sin mediar palabra alguna, alargué el brazo y
le entregué el sobre con diez mil euros a Facundo, quien lo guardó,
sin contar el dinero, en el bolsillo interno de su chaqueta, y éste
me entregó un papel con una dirección anotada. Seguimos sin hablar
mientras se quitaba los pantalones y me los entregaba esperando a que
yo le diese los míos. Después intercambiamos las chaquetas. Antes
de separarnos yo le dí mi manojo de llaves y él me dio el suyo.
“Hasta la semana que viene a la misma hora y en el mismo lugar”
-dijo, cerrando la puerta tras de sí.
Una
vez en la calle abrí la mano que contenía el papel con la dirección
de Facundo. En el bolsillo trasero del pantalón encontré su
cartera, con su documento nacional de identidad, algunas fotografías,
algunas tarjetas de visita, una tarjeta de crédito y nada de dinero.
En mi pantalón había dejado mi documentación que ahora estaría en
su poder. Fui caminando hasta la dirección apuntada. Tal vez debí
haberme quedado con algo de dinero y así hubiera podido coger un
taxi; pero no, quizá fuera mejor así. No parecería muy verosímil
que Facundo llegase en taxi a su casa y a esas horas conociendo la
situación económica de mi otro yo. O tal vez ya deba decir que mi
nuevo yo, de mi yo auténtico de ahora. Entonces no sabía nada de lo
que estaba aún por ocurrir.
Pasaba
de la una y media de la madrugada cuando llegué a la calle donde se
encontraba el apartamento de Facundo, de mi apartamento. Llegué al
portal, introduje la llave en la cerradura y entré. Era un rellano
ridículo, estrechísimo, con las escaleras hasta el borde de la
puerta de salida a la calle. Subí hasta la cuarta planta, al última
del bloque. Una vez arriba y con poco aire en los pulmones observé
que había dos puertas, izquierda y derecha. En la dirección no
ponía nada. Me dirigí hacia la de la derecha. Intenté introducir
la llave. No lo logré. Deduje que debía ser la otra puerta. Acerqué
la llave al bombín de la cerradura y entonces, antes de
introducirla, pensé: ¿Y si todo ha sido un engaño para robarme
diez mil euros? Introduje la llave, giré la muñeca y la cerradura
respondió sin oponer ninguna resistencia. El olor dentro del
apartamento era fuerte, agrio quizás. Un pequeñísimo salón,
ligeramente más amplio que mi recibidor, y tres puertas. La primera
de la izquierda se correspondía con la entrada al cuarto de baño:
apenas si en él cabía un plato de ducha, un lavabo y la taza de un
váter. Al fondo y arriba un ventanuco que parecía dar a un patio
vecinal. La segunda puerta daba a una cocina minúscula: un
fregadero, una hornilla a gas de tres fuegos y algún mueble. La
ventana, más grande que la del baño, también daba al mismo patio
vecinal interior. La tercera y última puerta daba a una habitación.
En silencio, pude distinguir dos cuerpos durmiendo en sendas camas.
Probablemente eran mis hijas. Frente a las camas, otra puerta daba a
mi dormitorio. Una mujer dormía de lado, mirando hacia la ventana
que daba a la calle. Sigilosamente me fui desnudando. Cuando me fui a
quitar la chaqueta, instintivamente alargué la mano para coger el
teléfono móvil que solía guardar en el bolsillo derecho. Desee
llamar a Facundo para decirle que me echaba atrás, que podía
quedarse con el dinero, pero que no quería continuar con este
absurdo juego. Pero el teléfono móvil era el de Facundo, no el mío.
Afortunadamente no tenía puesto un pin de seguridad y pude
encenderlo. Rápidamente tecleé mi número de teléfono y en la
pantalla se iluminó el texto: “Mi otro yo”. Una voz
despersonalizada dijo “El teléfono se encuentra apagado o fuera de
cobertura. Si quiere usted...” Colgué. Intenté marcar el teléfono
de mi mujer. Pero, maldición. No he sido capaz de memorizar ningún
número de teléfono, salvo el mío, desde hace años. No podía
llamar a Mónica. Antes de colgar la chaqueta en el perchero que
había detrás de la puerta del dormitorio noté un peso en su
interior. Rebusqué en el bolsillo interno de la misma y hallé el
sobre con los diez mil euros que horas antes le había dado al
imbécil de Facundo. Lo había guardado en su chaqueta antes de
intercambiárnosla. También él estaría nervioso. Esto me
tranquilizó. Era tan imbécil como yo, pero, al menos, su intención
no era ni la de timarme ni la de robarme.
Terminé
de desvestirme y me acosté junto a mi nueva esposa. Esta se dio la
vuelta hacia mí, me echó un brazo por encima de mi pecho, y me
preguntó: “¿Ya has vuelto, cariño? Te estaba esperando, pero has
tardado mucho”. “Sí, cariño, dije. Venga, sigue durmiendo”, y
le di un beso en los labios. Creo que me gustó más este beso que
los últimos que le había dedicado a Mónica, pensé sin que pudiese
evitar una leve sonrisa en mi boca.
A la
mañana siguiente, cuando abrí los ojos después de un sueño muy
grato en el que pescaba truchas junto a mi padre niño en mitad de un
bosque frondoso como frondoso era el lugar de mi cita con Facundo, mi
esposa ya se había levantado y estaba preparando el desayuno.
“Buenos días cariño. Pensé que te levantarías más tarde.
Anoche volviste muy tarde. ¿Mucho trabajo, verdad, cariño?” -me
dijo dibujando una sonrisa con sus labios. Era bella, pero yo no
sabía nada de ella, ni siquiera su nombre. Sus ojos brillaban con
fulgor. Su mirada era atenta. Le dije: “Sí, cariño, anoche llegué
muy tarde y no quise despertarte. Hoy me he levantado temprano porque
tengo que hacer unas gestiones”. “¿Unas gestiones, dices? ¿Qué
gestiones?” “No te lo puedo decir. Si me salen bien, se nos
acabarán los problemas”. “¿De qué problemas hablas, Facundo?”
“Cosas mías”. Había olvidado que Facundo me había dicho que
sus negocios habían salido mal y que llevaba meses ocultando a su
mujer su pésima situación económica. Tal vez ella ni siquiera
sospechase nada de ello.
“Buenos
días, papá” -dijo la menor de mis hijas saliendo de la cama.
Debía tener unos ocho años, delgada, rubia. Se parecía a su madre.
“Buenos días, cariño -dándole un beso-”. Después salió una
joven del cuarto de baño. Mi hija mayor. Rubia también, alta y
guapa, unos trece años. Su rostro me recordó levemente al mío. Me
dio un beso en la mejilla, pero no me dijo nada. “Buenos días,
cariño” -dije yo-.
Las
tres se marcharon juntas al colegio o al instituto o al trabajo. No
lo sé. Pero rápidamente recogieron sus cosas y se marcharon. Adiós,
dijeron las tres a la vez. “Y haz algo -dijo la mayor-”. La más
pequeña se me quedó mirando un momento, se me acercó y señaló
con su pequeño dedo índice un lunar en mi mejilla derecha. “¿Tú
tenías antes un lunar aquí? -preguntó”. Pero no tuve que
responder, porque de un salto salió por la puerta cerrándola tras
de sí.
De
pie en el salón me quedé pensando un momento. Busqué mi cartera
para buscar pistas. Me llamaba efectivamente Facundo Fernández
Cansado. Tenía fotografías de las que parecían mis dos hijas a las
que acababa de conocer, pero las de las fotos eran niñas mucho más
pequeñas de lo que actualmente eran. Mi mujer de ahora era
bellísima. Tenía también una tarjeta de crédito. Más tarde,
cuando intenté pagar con ella en la panadería, pude comprobar que
no tenía fondos. Algunas tarjetas de visitas: de un taller mecánico,
de un fontanero, y varias de lo que parecían agentes de créditos de
compañías privadas. Detrás de cada tarjeta alguna mano temblorosa
había apuntado cifras, tal vez la mano de Facundo. Muchas cifras. Me
dije: “No tienes derecho, Ignacio. No es tu cartera. No es tu vida.
No es tu mujer. No son tus hijas. ¿Qué haces en este apartamento
que no es el tuyo?”.
De
pronto fui invadido por una forma de ahogo. Necesitaba respirar aire
limpio, salir a la calle y correr, correr hacia mi casa, hacia mi
verdadera casa y no permanecer en ese hogar ajeno ni un minuto más.
Eso hice dirigiéndome a toda velocidad a mi barrio, a mi casa.
Frente
a la puerta busqué la llave que Mónica siempre guardaba debajo del
poto del rellano. Tenía siempre la cabeza hecha un lío y por eso
dejaba allí una llave, por si acaso. Cogí la llave y abrí
sigilosamente la puerta de entrada. No sabía lo que podría haber
detrás de ella. ¿Estaría Mónica? ¿Facundo? ¿Los dos? Desde la
entrada no veía ni escuchaba nada. Entré al salón. Todo tranquilo.
Igual que el día anterior. Aún no había llegado la chica de la
limpieza, ni la cocinera. Nadie parecía tampoco en los baños. Fui
entrando en cada uno de los cinco dormitorios. Ni mis hijas ni nadie
más parecía estar en casa. Iba moviéndome muy despacio y en
absoluto silencio. Dejé para el último lugar el nuestro, el
dormitorio de Mónica y mío. Desde antes de entrar ya noté que
estaba ocupado, aunque la puerta estaba a medio cerrar. Asomé la
cabeza en la habitación con mucho cuidado. Mónica estaba sola, de
espaldas a la puerta, sentada frente al escritorio en una de las
esquinas de la habitación. Estaba escribiendo algo. No pude
distinguirlo, pero parecía una carta. Esto era raro. Mónica no
solía escribir nunca. Estaba muy arreglada. Parecía dispuesta a
salir y había una maleta encima de la cama. Pensé: “el imbécil
de Facundo ha planeado un viaje romántico con mi mujer. Cuando lo
coja lo mato. Se va a enterar”. Mónica dejó la carta recién
escrita en la mesilla de noche y agarró la maleta con fuerzas. Yo
logré esconderme detrás de un mueble del antesalón. Ella agarró
su móvil e hizo una llamada. “Ya salgo -dijo-. Estoy bajando”.
Mónica
cerró la puerta del piso. Desde dentro del salón pude escuchar al
ascensor ascendiendo, parando, abriendo las puertas, cerrándolas y
bajando. ¿Adónde iría Mónica? ¿Por cuánto tiempo? ¿Con quién?
¿Con Facundo? ¿Dónde estaría Facundo? ¿Estaría esperándola
abajo?
En
medio de una absoluta confusión me dirigí a mi habitación. Me
acerqué a la mesita de noche y cogí la carta que acabada de
escribir Mónica. Leí: “Cariño, he sido muy feliz contigo. No
quiero que te reproches nada. Tú no tienes la culpa. Hace unas
semanas conocí a un hombre. Estoy absolutamente enamorada de él. Me
marcho. Pero no pienses que ha sido culpa tuya. No te hago ningún
reproche. Tú has sido y eres un marido y un padre fantástico. Pero
ya no te quiero. Espero que puedas ser feliz junto a otra mujer.
Adiós”.
Leí
esta estúpida carta dos veces, tres. ¿Iría dirigida a mí? No
tenía destinatario, pero quién más entraba en mi alcoba. ¿A
Facundo? ¿Lo habría planeado Facundo todo y ahora se escapaba con
mi mujer? ¿O es que Mónica había notado algo raro la noche
anterior y había decidido salir huyendo del imbécil de Facundo?
Nada
de todo esto tenía sentido. En el fondo conocía la verdad: Mónica
se había cansado de mí. Había conocido a otro y se había marchado
con él. Nada más. Lo de Facundo no tenía nada que ver. Pero
entonces... ¿dónde estaba Facundo, el imbécil?
Lo
que había ocurrido es que mientras yo estaba subiendo con el
ascensor hacia el ático donde vivía, Facundo estaba bajando por las
escaleras. El muy idiota tenía claustrofobia, como comprendería más
tarde. Había salido a la calle a comprar el pan, como hacía todas
las mañanas, para él, para sus hijas y para su esposa. No solo
había comprado pan. Ahora que disponía de crédito volvía a casa
con dos bolsas: una con el pan y otra con bollos, donuts y bizcochos
borrachos. Justo cuando iba a cruzar la calle, un coche dobló la
esquina a más velocidad de la que debía. Facundo, en un mal gesto,
se dobló un tobillo y cayó en mitad de la calzada. El coche no pudo
frenar a tiempo o no lo vio o el conductor no era lo suficientemente
perito como para evitar el accidente: atropelló de lleno a Facundo
quien acabo con la cabeza aplastada junto a la acera. Del coche salió
gritando y llorando Mónica, aunque no era ella quien conducía.
“Ignacio -oí gritar a Mónica desde la ventana abierta de mi
salón-. Ignacio, pero qué haces ahí tirado. Levántate, cariño”.
Pronto llegaron dos ambulancias y varios coches de la policía local
y nacional. No había nada que hacer. Facundo o Ignacio estaba
muerto. Yo abandoné mi piso nada más aparecieron los primeros
policías por el extremo de la calle. Pude contemplar de lejos a
Mónica, muy arreglada, llorando sobre el cadáver de Facundo a quien
ella creía su marido. Me marché de aquella horrible escena y me
dediqué a deambular por el parque donde en otro momento me había
citado Facundo, como si allí, en mitad de la espesura, la realidad
pudiera ser diferente y Facundo pudiera volver a reencontrarse
conmigo.
Después
de varias horas comprendí mi nueva situación: todo indicaba que yo
era Facundo Fernández Cansado, de 45 años, casado y con dos hijas,
que vivía en un pequeño apartamento de un barrio marginal y que no
tenía más que deudas, que mi esposa era bellísima y que mis hijas,
al menos la menor, conocía perfectamente el rostro de su padre.
También sabía que Ignacio de Vicente Salazar había muerto
atropellado por el amante de Mónica, que ésta, en consecuencia,
acababa de enviudar y que heredaría mi fortuna junto a su nuevo
novio. No sabía Facundo que la nueva aventura que me prometió no
duraría una semana, sino el resto de mi vida, porque estaba atrapado
en la vida desconocida, miserable y pobre de un imbécil, pero que
tal vez fuese menos imbécil que yo. Al menos tenía diez mil euros
en la chaqueta para acoger a mi nueva familia o que ella me acogiese
a mí, para marcharme de allí y para empezar de nuevo. El muy
imbécil de Ignacio solo me había dado diez mil euros, cuando a él
no le hubiera costado nada aumentar la cifra que inicialmente me
había pedido el desgraciado de Facundo.
Firmado:
Ignacio de Vicente y Salazar.
Último
documento que firmo bajo este nombre.