domingo, 31 de diciembre de 2023

El beso:

 

En una ocasión me dijiste que yo era una persona muy imaginativa. Quizás tuvieras razón. Durante toda aquella tarde estuvimos en silencio, como si de pronto hubiéramos sido invadidos por una suerte de extraña congoja que nos hubiera obligado a recatarnos más de lo previsto mediante un inesperado voto de silencio. Mientras recorríamos la larga avenida poblada de moreras estériles nuestras palabras no llegaron a enlazarse más que en dos ocasiones: la primera fue para preguntarte "¿quieres pasear?", a lo que tú respondiste leve y dulcemente "sí, por favor". Eso fue a principios de la tarde. La segunda fue para constatar un hecho: "hemos llegado". A lo que tú volviste a responder "sí". Este corto "sí" fue pronunciado al borde del atardecer, cuando llegamos a la estación de la que tu partirías en breve. Pero lo peor no fue que sólo en dos ocasiones se enlazaran nuestras leves palabras en aquella funesta tarde de primavera. Lo peor fue que nuestras miradas no llegaran a cruzarse. Tal vez yo no fuera capaz de mirarte a la cara, de enfrentarme a tu boca, a tus ojos. Pero tú tampoco quisiste cruzarlos con los míos.

Cuando traspasamos el umbral de la estación, cuando salimos al andén despejado como la tarde que terminaba, íbamos de la mano, como dos novios cualesquiera, pero tú y yo sabíamos que a veces nada es como parece. Ahora recuerdo que la maleta me incomodaba mucho, que me estorbaba a cada instante. No por lo llena y lo voluminosa, no porque fuese muy pesada, sino porque era la tuya.

Nos quedamos uno junto al otro mirando hacia el cono de vértice lejano, infinito, que dibujaban las vías del tren, ausente aún. No tardaría mucho en llegar, aunque yo recuerdo ahora que a mí me pareció entonces un tiempo muy largo el de su espera. Mientras tú intentabas forzar en tu imaginación la unión de los dos raíles en un punto más allá del infinito, yo, en un vano intento de alejarme de ti, de desprenderme, quise poner mis ojos en las otras personas que, en ese preciso instante de nuestras vidas, en ese instante de ruptura, de despegue definitivo, habían tenido la ocasión o la necesidad, tal vez, de acudir a nuestra cita para contemplar, si así lo hubiesen querido o siquiera sabido, el adiós definitivo entre dos seres que nunca dejaron de amarse. Recuerdo a un joven adolescente que estaba sentado en uno de los bancos del andén: tenía su espalda curvada y su cabeza hacia abajo, los antebrazos apoyados en los muslos y las manos anudadas entre sus rodillas. Recuerdo también a una pareja muy arreglada y bien vestida, de unos cincuenta años cada uno, juntos, pero no agarrados de las manos. Estaban en actitud de espera. Miraban ambos a la lejanía, al rumor del tren que estaba por llegar. No llevaban maletas ni bolsos. Debajo del sombrero de él aparecía un enorme bigote, tan grande que parecia falso, como de un mal disfraz. Había también una anciana. Estaba al otro extremo del andén. Debía haber entrado por otra puerta de acceso, una que diera al jardín exterior. Y allí se había quedado la mujer, en silencio, pero observándolo todo, poniendo atención a todo lo que ocurriera: al joven, al matrimonio, a nosotros.

Creo que el hombre del sombrero y del enorme bigote fue el primero en percatarse de la llegada del tren. Antes de que tú pudieses verlo sobre los raíles, él ya le dijo a la que parecía su esposa "ahí viene". Entonces la agarró a ella de la mano. El joven no se movió siquiera. Ni levantó la cabeza ni dirigió su mirada a ningún sitio más que al suelo de albero del andén. La anciana quiso avanzar un paso, pero al instante decidió que era mejor quedarse en el lugar que ocupaba, escrutándolo todo con evidente nerviosismo. Tú, entonces, te giraste levemente y me miraste, ahora sí, a los ojos para decirme "aquí está. Me marcho". Yo no supe qué decir y preferí callarme. Tal vez nunca fuese tan imaginativo como tú creías.

Una vez que el tren se detuvo en el andén de la estación, yo te di tu maleta y, sin darme un beso, me dijiste, "adiós, Miguel", y con un ágil movimiento te aproximaste a la puerta más cercana, subiste los escalones y fuiste devorada por el vagón. En ese instante creí ver un fogonazo que salía de la boca de la locomotora, como si ésta fuera un auténtico dragón. Después creo que me giré para no mirarte y acabé derrumbándome en el banco más próximo. Ya sentado pude ver cómo te movías por el interior del vientre del dragón hasta que encontraste el lugar adecuado para depositar tu maleta, abrir la ventana y, ahora también sí, lanzarme un beso con tus labios y con tu mano. Yo vi cómo ese beso cogió impulso con el soplido de tu boca y cómo salió revoloteando con formas y colores brillantes, elevándose.

Cuando el tren partió de la estación, dejándome en aquel banco de hierro, que ahora forma parte íntima de mi vida, como forman parte de ella mis manos, tu piel o tu sonrisa, pude ver cómo ese beso tuyo fue transformándose en mariposa de colores y sin dirección aparente, caótica, ésta fue describiendo en el aire del final de la tarde curvas bruscas, espasmódicas. Esta mariposa de colores fue a posarse sobre la copa del sombrero del hombre de enorme bigote, después rozó la mejilla de su señora y en ese instante ella le acercó sus labios a él y le dio un beso que él recogió con evidente deseo. No quiero decir que el roce de la mariposa en la mejilla de ella fuese la causa del beso que ella le diera a él; quiero decir lo que digo, que coincidió el roce con el deseo de ella de darle un beso a él y con el deseo de él de recibir ese beso por parte de ella. Después el besomariposa siguió volando azarosamente hasta posarse en las manos caídas del joven de mirada gacha. Yo vi cómo éste levantó la mirada hacia el horizonte durante unos segundos, para después elevarla hacia el cielo. En ese instante su boca llegó a esbozar una sonrisa. Finalmente la mariposa o el beso se decidió a buscar la salida del jardín y allí se cruzó con la anciana quien, suspirando de alivio, marchó con ella revoloteando sobre su cabeza hacia fuera, hacia el jardín.

Yo permanecí en el banco, solitario. Ningún beso me llegó de tu mano blanca, ninguna mariposa tuvo a bien dedicar un instante a saludarme desde su vida breve.

A veces, al caer de la tarde, acudo a esta estación a intentar reencontrarme con ese beso tuyo que se quedó flotando en el aire convertido en mariposa. No hay tarde de primavera que no llegue a este andén, buscando no sé, una cita imposible, tal vez, y me encuentre con un beso ausente flotando en el aire como ese beso tuyo que salió de tus labios para decirme adiós. Por esto, puedo decir todo lo que dura un beso: un beso dura siempre, incluso si nunca fue recibido.


Estrecho sendero:

 

A Maribel.


"Siempre se adelanta la imaginación a la realidad".

(Baltasar Gracián: El Criticón. Segunda parte, crisi primera).


Esta noche he soñado que alguien me asaltaba por detrás y me rebanaba el cuello. Yo iba por un estrecho sendero entre dos pendientes pedregosas. Sabía que no caminaba solo, pero no veía a nadie. También oía voces, pero ni las entendía ni parecían venir hacia mí. No llegué a caer a tierra, aunque tuviera el cuello completamente cortado, con la yugular sangrando. Notaba la corriente caliente brotar y chorrear por mi cuello y mi pecho, por mi mano izquierda también. Miraba cómo las gotas caían a la tierra, empapándola. Pero yo me mantenía en pie. Sentía que me faltaban las fuerzas y que apenas si podía respirar, pero tanto mal no era suficiente como para hacerme caer. Seguí andando por el estrecho sendero, a pasos cortos y poco firmes, pero con decisión, o tal vez fuera la inercia de mis pasos anteriores. No llegué a ver la cara de mi asaltante, pero recuerdo su olor a sucio, a cabellos quemados, a arena seca.

Después de un par de recodos o tal vez fueran muchos más -en mis sueños nunca distingo con claridad las veces que ocurren los hechos que se repiten, si es que verdaderamente, quiera significar esto último lo que quisiera en un sueño, se repiten- pude ver a una joven con forma de pez en lugar de piernas y con largos cabellos que dirigiéndose a mí me dijo:

  • Por fin llegaste, caballero. Hace días que te estoy esperando.

  • ¿Hace días? ¿Y vos quién sois? ¿Acaso usted, bella dama, conocía el sendero que yo escogería?

La extraña y bella mujer sonrió mostrando sus dientes. Parecíame menos bella cuando reía. Pronto pude ver que no estaba apoyada sobre las rocas de las paredes. Más bien parecía flotar a un lado del camino. Aprovechando que su falsa sonrisa me advertía de alguna maldad encubierta, seguí caminando sendero abajo, mientras reflexionaba en silencio:

  • Esta falsa sirena, o Falsirena, algo quiere, pero lo que ella quiera, sea lo que fuera, no se lo puedo dar yo, que todo mi empeño y cuidado están en llegar al final del sendero y poder ver qué puedo hacer con este cuello cortado, porque siento cómo la vida se me va mientras riego con pena la vereda que recorro sin sangre, aunque con honor.

  • Además, seguí pensando, nunca me convencieron las mujeres bellas que sonríen con la boca cuando penan u odian con los ojos. Tampoco las que no muestran sus piernas, porque en el lugar de ellas lo que las conducen son escamas de peces.

Como pude seguí caminando y al siguiente recodo, tras el ruído de muchas voces sin concierto y sin nadie que las proclamara pudo destacarse un charlatán de luega barba. Su mirada amistosa y su boca cerrada no dejaban de pronunciar en silencio un lema que decía:

  • Ven hacia mí y sígueme. En mí hallarás el camino que te conducirá a Felícitas.

Después de mirar sus ojos fijamente mientras me iba acercando a él y una vez que las voces se fueron silenciando, pude decirle:

  • ¿Quién eres, venerable anciano? ¿Por qué estás esperándome junto a mi camino y por qué me miras tan fijamente?

  • Ya te lo he dicho. Soy quien puede conducirte hasta Felícitas. Cree en mí, sígueme y al final hallarás la dicha de las dichas.

  • ¿Y por qué hablas sin abrir la boca? Acaso tienes la virtud de llenar mis pensamientos desde la distancia, sin decir palabras. ¿Acaso puede ser lo que no se puede decir?

  • No renuncies a mí, llegó a decir, ahora con palabras. No seas ciego.

  • Confieso que me tienes algo atrapado por tu seductora mirada, pero, verás, no creo que tu amada Felícitas, sea también la mía. ¿Qué sabes tú, por muy sabio que fueses, del sendero que recorro? Apártate de mi camino, que es distinto del tuyo.

Y diciendo esto seguí al paso por el camino de tierra en ese angosto valle entre rocas.

Creo que entonces el camino se hizo largo. Mucho trecho debí recorrer, paso a paso, una larga distancia sin que nadie me acompañase ni me hablase. Ya muy cansado y casi exangüe pude llegar a un arroyo de agua clara. Quise beber, pero esto era negocio imposible: ¿cómo beber con un cuello cortado? Hasta en mis sueños muestro siempre unos delicados trazos de racionalidad.

Decidí sentarme, triste, apenado como Deméter en la roca Agelasta, en una piedra junto a la orilla del arroyo. Recuerdo que estuve meditando largo tiempo, pero nada se me venía a la cabeza. ¿Después de tanto caminar y venir a parar a este pénsil de frangantes aromas y de agua tan clara como fresca, nada se anima a poblar mi mente? Y, en diciendo esto a voz en grito, una joven, desde lejos, fuese acercando con sencillo ropaje y una guirnalda de flores sujetándole el cabello. Ya más de cerca pude contemplar su sonrisa y su mirada, francas, conocidas. Eras tú que me estabas despertando de este pesado sueño con un beso de amor mientras me decías:

  • Cariño, creo que estás teniendo una pesadilla. Vamos, despierta y abrázame.

Solo entonces comprendí que había llegado al principio de mi sendero.

domingo, 26 de noviembre de 2023

Miedo:

 


  • Crucé la frontera en silencio y mirando hacia atrás. Al pasar al otro lado comprendí que me estaba marchando sin despedirme de nadie, ni de mis conocidos ni de mi familia, y esto me mantenía en una incertidumbre incómoda, en una suerte de congoja que no sabía o no podía domeñar. Nunca había sentido nada igual. Yo era un hombre frío y cabal, o eso creía, serio y de firmes convicciones, pero... en ese justo momento, sintí por primera vez, creo, algo parecido al miedo.


Después de meditarlo unos minutos concluyó que:

  • No era verdaderamente miedo, que tal vez fuese más aproximado a la verdad llamarlo duda o vacilación -dijo-. Seguí avanzando por la vereda que me alejaba del país sabiendo que ni la duda ni la vacilación tenían nada que ver con mi deseo de volver a ver a mis padres y hermanos, y a mi novia Mercedes. Entonces no sabía que no volvería a verlos nunca. A veces, la ignorancia es un consuelo para el espíritu, -concluyó-.


Sesenta años después de aquella noche, el viejo Pedro Tinajas Nervudo, apodado el Tinajero por sus convecinos de Carrascalejos, recordaba con la voz temblorosa y sin rencor ni remordimiento aquel momento de despegue, o de desenganche, como él decía, de su pasado español. Después de muchas vicisitudes acabó instalándose en la ciudad francesa de Tourcoing, junto a la frontera de Bélgica, donde residió el resto de sus días.

Antes, yo, su nieto, le había preguntado:

  • Abuelo, ¿has sentido alguna vez miedo?

Él preguntó levantando los ojos hacia mí:

  • ¿Miedo?

Después de un prologando silencio recordó lo de su paso de la frontera en su salida de España. Para sumirse después en otro prolongado silencio.

El abuelo Pedro siempre fue un hombre de pocas palabras y de mirada insistente, más no insolente, insistente por interés, no por soberbia. Lo cual no le evitó nunca pocos problemas, aunque en alguna ocasión, tal vez, le salvase la vida.

Más tarde le volví a preguntar:

  • Abuelo, ¿tampoco sentiste miedo en el bombardeo de París?

  • ¿El bombardeo de París, dices? Sí, recuerdo. Eso fue a principios de verano del año 40. Lo sé porque nuestra guerra ya había concluido y el dictador ya estaba colocado en su lugar de privilegio. No fue hasta ese verano que no comprendí que tardaría muchos años en regresar al pueblo y en volver a ver a Mercedes. Nunca volví. Y nunca la vi más. Yo le envié algunas cartas. Pero nunca recibí, en aquellos años, ninguna de ella. La única que me llegó de ella fue después de la guerra, en el 46, en la que me pedía que no le escribiera más, que su vida ya era otra y que era feliz, escribió.

  • ¿Qué recuerdas, abuelo, del bombardeo de París?

  • ¿De París?, sí. Sonaban de noche las sirenas. El principio del verano en el norte de Francia es hermoso. Los días largos tienen unas tardes de aire limpio y de olor a heno. Las noches eran hermosas. Los españoles solíamos reunirnos en un bistró al otro lado del Sena, cerca del Square Viviani y su vieja acacia. Después de las sirenas los aviones sobrevolaban la ciudad y lanzaban sus bombas. Todo lo invadían. Muchos eran los que corrían, otros nos quedábamos quietos, esperando, aguardando a que acabaran las explosiones para seguir en lo que estábamos, que no era nada, lo de siempre, juegos de cartas, tabaco, unos vasos de vino, canciones, risas, sobre todo risas. Así, creíamos, evitábamos pensar. Era una forma de apagar nuestra nostalgia, creo.

  • Sí, abuelo, pero entonces ¿sentiste miedo?

  • ¿Miedo? No creo, eso no era miedo. No podíamos enfrentarnos a los bombarderos. No puedes sentir miedo ante lo que no puedes oponer resistencia alguna. El miedo, creo, tiene que ver con la posibilidad de vencer. Si no la tienes, no puedes más que seguir adelante y esto anula el miedo.

  • Sigue contándome, abuelo. En otra ocasión me dijiste que fuiste detenido por los soldados alemanes.

  • No. Eso no fue así. Nunca fuimos detenidos. Es verdad que nos cercaron en Lozère. Allí cayeron muchos españoles. Fue un verdadero baño de sangre. Nos masacraron. Algunos conseguimos escapar porque quedamos fuera del cerco. Cuando nos dimos cuenta ya estábamos casi todos rodeados. Después... ruido, carreras, sangre, gritos de dolor y muerte. Tampoco entonces sentí miedo. Recuerdo que solo quería escapar, salir de allí como fuera, de aquella trampa de cadáveres y fuego.

De repente, el abuelo Pedro cerró los puños y dijo:

  • Pero sí. Tienes razón. Una noche pasé miedo. Fue en Burdeos. Al poco de cruzar la frontera. Una noche en que tenía que cruzar el Garona por el Pont de Pierre. Iba solo. Hacía mucho frío. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y un pitillo entre los labios. En medio del puente, una voz llamó mi atención. "Hey vous! Où vas-tu?". La voz había salido de una sombra que dejaba una farola con los cristales rotos. Un soldado francés se acercó a mitad de la vía. Entonces pude verlo. Era grande y de barba rala. Parecía bebido. "Voyons! Documentation". Yo no llevaba documentación alguna. Me quedé petrificado en la acera. Solo tenía tres posibilidades: o me arrojaba al río, imposible; o salía corriendo hacia la otra orilla, imposible también porque no sabía cuántos soldados más había ni dónde, o me enfrentaba al soldado. Me acerqué a él sin sacar las manos de los bolsillos de la chaqueta y encogiendo los hombros, como para hacerme más pequeño. "¿Perdón?", le dije. El soldado esperó a que me acercase a él con los hombros encogidos. "Documentation!", repitió. "Disculpe, señor", le dije. "No comprendo su idioma. Soy español". "Espagnol?", volvió a preguntar el soldado. Me miró con una sonrisa asimétrica en la cara. Sus ojos miraban sin centrar mucho la atención en los míos. Yo no dejaba de mirarlo. En ese momento, creo, sentí miedo. No sabía lo que iba a hacer ni lo que podía pasar. No dejaba de mirarlo. Él dio un corto paso hacia un lado. Y yo le dije: "¡Buenas noches, señor!", y comencé a andar en dirección a la otra orilla. Ya no miré hacia atrás. Me esperaba cualquier cosa: una voz, un grito, un disparo,... Pero nada de eso ocurrió. Conforme me iba alejando de aquel punto la imagen de Merceditas fue acompañando a la sangre que volvía a brotarme por las piernas, por las sienes, por las manos, por la cara. Creo que me entró calor, aunque no llegué a sacar las manos de los bolsillos, tal vez, porque no quería moverme más que lo necesario para escapar de aquel lugar. Sí, esa noche pasé verdadero miedo, quizá porque no sabía qué me podía pasar ni qué podía hacer, sabiendo también que algo tenía que hacer.

Olor a mar:

 


Hay destinos humanos ligados con un lugar o con un paisaje”.

Luis Cernuda, Ocnos.


Hace una semana, o dos, te dio por recordar:

Tal vez la causa fuese el olor del mar, el olor del mar de tu infancia. O el color del aire y la luz del día.

De pronto, tras la resaca de una ola, te viste reflejado en la arena de la playa. Eras entonces un niño de cuatro, cinco años. Muy delgado. El pelo rizado. Mofletes. Sonrisa permanente. Recuerdas que en la fina arena mojada de la orilla, durante la bajamar, tus pies se hundían hasta los tobillos. Tú corrías hacia tu madre, con su bañador negro, como su pelo. Estaba agachada a unos cincuenta metros de ti, junto a unas rocas y buscaba algo. Cuando llegaste hasta ella, comprendiste que solo estaba aguardando. Tenía las manos juntas, formando un cuenco, dentro del agua. Al acercarte se puso de pie y te enseñó lo que contenían sus manos: un camarón vivo, que de un salto cayó al agua. Tú te asustaste, pero ella, recuerdas, te dijo: “No tenga miedo, no hace nada. Mira. Pon las manos así, como si fueras a coger agua. Acércalas muy despacio a las rocas y espera. Pronto un camarón se acercará a ellas. Cuando lo tengas en el cuenco de tus manos, solo tienes que levantarlas y sacarlas del agua. Pero ten cuidado que saltan mucho porque quieren escaparse”. Crees que te pasaste toda la tarde pescando y liberando camarones.

Madre, pensaste, tú me enseñaste a soñar: Desde hace una semana o dos sueño que un lazo, o tal vez sea un cordón, sale de tu piel y llega hasta la mía, nos conecta de nuevo y mi pensamiento se une con el tuyo y mi sueño es tu sueño. Y así me quedaría siempre: contigo, madre, pero en ti. Mi mano sobre tu mano. Mirando las cosas nuevas a través de tus ojos sabios. A través de tus manos y de tus ojos, de tus sueños y de tu mirada, yo empecé a comprender, madre, pensaste. ¿Y si tu corazón latiese de nuevo para los dos?, preguntaste.

En tu recuerdo de ahora no es el tuyo el corazón que escuchas, es el suyo, el de tu madre, que también es la mía, el que late también para que tú puedas vivir.

¿Cómo, si no, he podido vivir los últimos veinte años, madre?, te preguntas. En mi sueño, madre, desde tu frente brotaba un cordón umbilical transparente, como el cuerpo de los camarones, y llegaba, retorciéndose por el aire, y superando todos los obstáculos, las sillas, los marcos de fotografías, las cajitas de madera, la vajilla, llegaba hasta mi frente, y así era como nos conectábamos, como nos uníamos en un sueño imposible, en un abrazo incorpóreo y vital.

De esta unión que olía a mar, y sabía a mar -seguías contándote como se cuentan los silencios-, nacían decenas de flores, que iban cubriendo con sus pétalos tus brazos de madre y los míos, que embellecían lo que tus ojos y mis ojos miraban, y que adornaban tus palabras en tu dulce nombrar el mundo. Madre, no quisiera que este sueño tuviese un despertar, dijiste. Tal vez no sea yo quien viva a partir de tu corazón de madre, tal vez seas tú quien aún sigues viva a partir de mi recuerdo del mar, de las nubes blancas, del color del cielo, del olor a mar y de los camarones traslúcidos que saltaban de mis manos para lograr escapar de mis manos de niño. Los sueños, sentenciaste, deben tener la utilidad de impedir el olvido cuando la memoria empieza a perderse por los extraños senderos de lo cotidiano y de lo urgente. Como si nunca hubiera nacido, madre, deseaste. Como si siempre hubiera vivido dentro de ti.

Deterioros:

 

Al principio ella se sentía muy fuerte y voluntariosa, animada, incluso, y le mostraba mucha paciencia o, al menos, eso pretendía. Le hablaba a él muy despacio. Se paraba a escucharlo. Lo miraba. Aunque su boca y sus labios no parecían los mismos. Esperaba a que sus palabras le fuesen saliendo de la garganta: deshechas, torcidas, amputadas, retomadas, lentas. Pero ella esperaba. No le hacía precipitarse. Con paciencia, le dejaba hacer, le dejaba pronunciar. Le daba importancia a lo que él le decía. Lo atendía y lo esperaba en silencio. Después le respondía despacio, pronunciando cada sílaba, cada letra, para que él no se perdiese. El diálogo iba desarrollándose o hilándose con todas las dificultades, pero seguía desanudándose, con parsimonia. Y, así, hora a hora y día a día. No obstante, poco a poco, ella fue cansándose. Primero empezó a perder la paciencia con su falta de comprensión: tenía que repetirle todo dos, tres, cuatro veces. Y repetírselo despacio, pronunciando cada sílaba. Y con las mismas palabras. Sin modificar ninguna. Y después tenía que esperar a que él le respondiera. Esperarlo con paciencia. Esperarlo a que terminara sus frases sin hacer ni decir nada. Solo esperando simulando su atención por él, por lo que tenía que decir, por lo que de hecho decía. Mas lo peor no era esa espera paciente e inútil, porque día a día y semana a semana, observaba cómo cada vez el deterioro iba en aumento: cada vez tenía más dificultades para entender lo que se le decía o para hablar si era el caso de que hablara. Lo peor era que comenzaba a no decir nada con sentido: olvidaba letras o las cambiaba por otras; en lugar de decir “quiero comer” decía “jiero jomer” o algo así; después cambiaba palabras o las olvidaba y las sustituía por las que se le venía a su cabeza. Decía, por ejemplo: “No me craigas la vieja”. Ella tardó siglos en entender lo que él quería decirle con tanta dificultad que ya no lo soportaba más, creía. Al final, llegó a la conclusión de que siempre le quería decir lo mismo. Tal vez ella se dejara llevar por la molicie o por la desesperación o por la imposibilidad de atenderlo más o por el cansancio o la humillación. Siempre entendía que le decía algo así como: “No me dejes solo” o “No te vayas”. Y ella no podía moverse de su lado. Y no podía dejar de hablarle muy despacio, para tapar su voz, para callarlo, para que no le dijera nada más o para no oír lo que él le decía a cada instante, con su voz seria y grave, con su boca y sus labios que tan bien conocía, pero que ya no conseguían decir nada inteligente o comprensible. Después dejó de decir nada. No hablaba y tampoco parecía que entendiese nada. Así estuvo días, semanas. Ella le hablaba, incluso le cantaba; él la miraba, a veces, pero no abría la boca. Pasaron semanas sin que dijera nada. Ella ya no sabía qué decirle, qué cantarle, qué hacerle. Le apretaba las manos y los brazos; le cogía la cara, y, sobre todo, le miraba a los ojos. Hasta que un día él, de repente, mirándola fijamente, dijo, con su voz grave y recia, con sus ojos inocentes, como de niño, con su boca y sus labios de siempre, como si fueran los de siempre, los suyos. Dijo: “Vete”. O, al menos, cree ella que eso fue lo que dijo. Y ya no ha vuelto a decir nada más. También ha dejado de mirarla ni quiere que ella lo mire. Cree que esta fue su forma austera, simple, directa y cansada de decirle adiós, que todo se acabó, que no podía más, cree.

sábado, 28 de octubre de 2023

Oración fúnebre:

 

Cuando era niña, no sabía si con cinco o con seis años, tal vez con siete, vio en el libro de religión de la escuela un dibujo. Era uno de esos libros que en lugar de fotografías tenía viñetas de colores simples y escasos (no más de cuatro), y rasgos sencillos. Los personajes que aparecían eran siempre los mismos, pero en distintas posiciones y escenas, somo si pertenecieran a una saga o a una historia teatral. Quien hacía de Noé era el mismo que también aparecía como Moisés. Jesús era otro distinto, de rostro más joven y también aparecía como Adán. Lo que le llamó la atención fue el dibujo que representaba a éste, a Adán y a Eva, él cubriéndose el pubis con sus dos manos mientras echaba a andar con lágrimas en los ojos después de escuchar la sentencia de expulsión del paraíso. Ella, tal vez la misma que en otras escenas representaba a la Virgen, tapándose igualmente el pubis con su mano izquierda, mientras que con la derecha iba cubriéndose el rostro. Seguramente Eva no querría que nadie la viera llorar. Como siempre le pasó a Marta, nuestra amiga. Y no le importaba siquiera mostrar a todos sus pechos. O tal vez los pechos, entonces, no pertenecieran a las partes pudendas que las mujeres debieran proteger de las miradas indiscretas. Recordaba que, de niña, las madres no mostraban pudor en este sentido, se sacaban el pecho en cualquier lugar, en la plaza de abastos, en un banco del parque, en casa de una vecina,... y daban de mamar a su hijo pequeño sin dejar de hacer lo que estuvieran haciendo. Desde entonces siempre, decía, le había perseguido esa imagen del libro de texto de religión: el rostro de Eva tapándose el pubis y el rostro, mientras iniciaba la andadura que la conducía, a ella y a todos sus descendiente, indefectiblemente, bíblicamente, fuera de las márgenes del paraíso. Tal vez ella siempre se había sentido expulsada de no sé qué paraíso, avergonzada por ello, sin saber por qué, y no importándole nada que todos pudieran ver sus pechos menudos si, a cambio, podía ocultar sus lágrimas.

Unos años después, no muchos, recuerda que tuvo que salir de clase igual que Eva: no pudo aguantar más y, en medio del aula, cuando todos la miraban resolver un problema de matemáticas, se le aflojaron los esfínteres, y comenzó a orinarse encima. Como Eva, salió del aula tapándose con su mano izquierda la mancha de humedad, mientras que con la otra se tapaba el rostro para que, aunque tímida, orgullosa, nadie pudiera ver sus lágrimas.

Tal vez siempre se sintiera así, expulsada de algún cercano paraíso de cálido hogar o de feraz huerto o jardín, y avergonzada ante todos de sus lágrimas que, con seguridad, no sabrían o podrían impedir el fatal desenlace del destierro o de la vergüenza ante todos por haber ocupado un lugar al que no tenía derecho o, peor aún, que usurpaba a alguien y que todos acababan advirtiendo.

“¿Nunca nadie ha sido invitado a una fiesta por error? ¿Y ha comido y bebido como todos, disfrutado como todos, sabiendo que no pertenecía a ese lugar, que no eran para ella esos cuidados?”, preguntó una vez mientras tapaba su cara cuando tomábamos café en una confitería del centro y ella decidió preguntar. ¿No os acordáis? Estaba yo, pero también estabas tú, Luisa, y tú, Micaela. ¿No os acordáis? Creo que ella siempre se supo expulsada o desterrada dondequiera que estuviese, como si nada de lo que le ocurriera debiera estar destinado para ella.

Hace unos años, su madre, que aún vivía, le contó una historia que luego, unos meses después, me contó a mí. Ella siempre dijo que era la historia que, sin saberlo, había configurado su vida. Según le contó su madre, ella había nacido junto a su hermana. Es decir que primero su madre parió a su hermana y después la parió a ella. La hermana murió a las pocas horas de nacer por un problema de corazón, me dijo. Pero ella siguió en este mundo, agarrándose a él como pudo. Yo creo que ella creía que había nacido para ocupar el lugar de su hermana, para ocupar un lugar que no era el suyo. Y que por mucho que hiciese o se esforzase, nunca conseguiría hacer que lo fuera. Siempre se había sentido como si ocupase un lugar que no le correspondía o le pertenecía. Tal vez ella creyese que todo el esfuerzo no conseguía nunca hacer olvidar que había sido invitada a un lugar para el que no tenía capacidad o mérito o valía o no sé qué.

Juanito, su éx, me dijo un día que, cuando decidieron separarse, ella se marchó de casa sin dejar escapar ni una sola de sus lágrimas. ¡Y todas sabemos lo que ella quería a Juanito! Sólo cuando hablaba de él se la veía alegre y contenta, con ganas de hacer o de decir lo que fuese. Entonces nunca se cansaba ni se enfadaba. Pero se ve que Juanito no estaba tan enamorado de ella como ella lo estaba de él. Entonces no opuso ninguna resistencia, ni se interesó siquiera por quién era su rival, ni por saber si la conocía o si era más joven o más simpática o más guapa. Simplemente bajó sus brazos y salió de su apartamento para no regresar, sin volver siquiera la mirada, sin decir adiós ni nada. Salió como si la hubieran cogido en un lugar al que no perteneciera, como si fuera una usurpadora en su propio hogar.

Y ahora,... ahora Marta se ha ido igual que vivió. Sin decir nada, sin hablar, sin decirnos nada de su enfermedad, sin llorar ni haciendo llorar a nadie, creería ella. Como si la vida no le perteneciera por derecho, como si la hubiera vivido sin merecerla, como si la hubieran invitado a ella por error. Por ello, ante su féretro, no puedo menos que decir: “Marta, tal vez tú no quisieras que te viéramos llorar, pero lo que no puedes evitar es que todos ahora lloremos por ti. Así que, si tu alma o tu espíritu está sobrevolando este lugar, no podrás conseguir que nuestras lágrimas no sean visibles desde donde quiera que estés. Siempre fuiste una de las nuestras y siempre te tendremos presente en nuestras plegarias, en nuestras cenas, en nuestras reuniones, y en nuestras palabras y pensamientos, porque siempre estuviste en el lugar que te correspondía. Descansa en paz, amiga”.

El doble o Carta de Ignacio de Vicente y Salazar a quien la leyere:


Permítanme que me presente: me llamo Ignacio de Vicente y Salazar, tengo 45 años, esposa, dos hijos y una fortuna que supera los veinte millones de euros, aunque en este momento, y por circunstancias que ahora paso a explicarles, no tengo ni para comprar apenas una pieza de pan. Siempre he sentido una atracción irrefrenable hacia las nuevas experiencias. ¿Cuáles? De todo tipo: desde el LSD a la cocaína pasando por todos sus derivados, desde el puenting al paracaidismo, el vuelo sin motor o el salto libre. Nunca he dicho “NO” a nada. Siempre he entendido la vida como una aventura o como un experimento continuo o como un reto irrenunciable.

Hace dos meses o algo menos, no sé, en mis días actuales pasan muchas cosas y esto hace como si se alargasen desmesuradamente, hace dos meses, quizás, repito, alguien me telefoneó desde un número desconocido. Cuando descolgué el teléfono, desde el otro lado, una voz masculina y vagamente familiar preguntó: “¿Ignacio de Vicente y Salazar?” “Sí -respondí-. ¿Quién es usted?” “Eso ahora no tiene importancia. Necesito verlo. Tengo que hacerle una proposición que sé que no va usted poder rechazar”. “Mire, ahora no tengo tiempo de atenderlo. Tal vez en otro momento”. “No le haré perder su tiempo -me interrumpió-”. E inmediatamente me indicó una dirección: “Calle Sorpresa, frente al número 96”, añadiendo: “mañana, a las diez”. “Oiga, pero...” No pude seguir hablando, porque desde el otro lado el hombre de voz extrañamente familiar cortó la comunicación.

¿Qué ha sido esto? -pensé-. Debe de ser algún loco o alguien que se ha equivocado. Pero... Sabía mi nombre y mi número de teléfono. Parecía que me conocía. Bueno... en fin... pasemos a otra cosa y dirigiéndome a mi habitación le pregunté a mi mujer: “¿No me dijiste ayer que hoy saldríamos de compras?” “Sí, te lo dije, pero ahora no tengo ganas. Ven cariño, dame un beso -dijo con esa su voz de a veces en que manifestaba débilmente una vaga sensación que pareciera de culpabilidad”.

Mientras hacíamos el amor en nuestra alcoba no dejaba de darle vueltas en la cabeza a la misteriosa llamada de teléfono que acababa de recibir y eso que Mónica, mi esposa, se mostraba especialmente amorosa.


Al día siguiente, sin apenas haber dormido, más desasosegado de lo que general y usualmente me ocupa, incluso antes de mi primer vuelo sin motor, antes también de la primera vez que me introduje en una caverna de más de cinco kilómetros de pasadizos, de pendientes y de grietas tan estrechas que apenas cabía un cuerpo de perfil, al día siguiente -repito- de esa llamada se produjo en mí un vértigo que entonces no podía comprender, pero que desde ese momento, como ahora, me tiene abatido, derrotado, quizás. O no.

Después de una ducha rápida, salí de casa y me dirigí a la calle Sorpresa, número 96. No estaba lejos. Por el camino fui pensando en quién sería el hombre del teléfono, en por qué yo me dirigía hacia donde me había dicho y finalmente en cómo llegaría a reconocerlo.

El número 96 de la calle Sorpresa era una cafetería. No había nadie en la puerta. Decidí entrar a mirar. Dentro solo una camarera ocupada en secar vasos. Nadie más. Pregunté: “¿Suele estar esto tan vacío?” La mujer levantó su mirada y dijo: “A estas horas, sí”.

Me giré pensando: “Vaya broma estúpida y qué estúpido soy yo”, mas... al salir a la acera, frente a mí, me encontré literalmente con un espejo. Un hombre al otro lado de la calle que era exactamente igual que yo: la misma altura, la misma cara, el mismo porte,... una réplica exacta salvo por su ropa, más vieja que sucia, y por su pelo corto, pero alborotado. Me quedé impresionado por esta extraña visión. Había escuchado a veces decir que existían personas que se parecían mucho, pero ¿tanto? No podía ser. Debía ser mi gemelo -pensé-, aunque nadie me había dicho nunca nada al respecto. Yo era hijo único. O eso, al menos, es lo que me habían dicho siempre mis padres. Él, en cambio, mi otro yo, no parecía sorprendido. Giró sobre sus pies y se dirigió hacia el fondo de la calle. Yo lo seguí en silencio y a corta distancia. Después de varios giros me coloqué a su lado justo cuando nos adentramos en un parque. Las sombras que proyectaban nuestros cuerpos eran exactamente iguales. El hombre no decía nada. Yo tampoco.

Una vez en la parte más frondosa del parque, el hombre se detuvo, se giró hacia mí y me alargó la mano para que se la estrechase. Cuando lo hice, un escalofrío me recorrió la espina dorsal.

“Me llamo Facundo Fernández Cansado y estoy desesperado”. “Vengo arrastrando problemas económicos desde hace varios meses y usted, tal vez, pueda y quiera ayudarme”. “Me encontré con usted hace tres semanas y me quedé tan sorprendido de nuestro parecido como lo está usted ahora”. Después guardó unos minutos de silencio. Yo no paraba de mirar su rostro, sus gestos, su rictus. Eran milagrosamente iguales que los míos.

Después el hombre siguió diciendo: “Estoy casado igual que usted e igual que usted tengo dos hijas”. “Un giro inesperado en mis acciones me ha dejado en la más absoluta ruina. Nunca he sido rico, pero tampoco tan pobre como ahora. Mi mujer no sabe nada de esto. Hace tres semanas lo vi a usted saliendo de su casa, junto a su mujer, y me quedé impresionado. Desde entonces he estado siguiéndolo, observándolo e indagando por usted y por su vida. Hasta que finalmente ayer me decidí a telefonearle y a citarlo”. “Puede usted ayudarme. Sé que tiene usted dinero de sobra. Tampoco yo necesito mucho para salir del paso. Quince mil euros, tal vez diez mil. Le quiero proponer una aventura como usted no ha vivido jamás. Hacer de mí durante una semana, mientras yo lo sustituyo a usted por el mismo tiempo. Le prometo que respetaré a su mujer y cuidaré de sus hijas. No interferiré ni en sus negocios ni en sus amistades. Pasada esta semana usted recuperará su vida y volverá a ser quien ahora es. Pero, en cambio, usted, durante esa semana, podrá disfrutar de la aventura de ser una persona distinta por un tiempo limitado. Podrá hacer con mi vida, que ya no vale nada, lo que quiera y yo volveré a ella transcurrido el tiempo: esté ésta como usted me la haya dejado. Después no volveremos a vernos, no volveré a molestarlo. Tengo previsto abandonar el país para no volver jamás”.

Yo me quedé mudo. No sabía qué decir. ¿Estaba definitivamente ante un loco? ¿Qué estaba pasando? ¿Qué proposición era aquella? ¿Cómo podía nadie ofrecer semejante negocio? Antes de salir de mi anonadamiento mi copia siguió diciendo: “No me responda usted ahora. Mañana a las diez en punto nos podemos volver a encontrar en este mismo lugar del parque y entonces usted me dice. Pero piense en que es una promesa de aventura que, de rechazarla, probablemente no podrá vivir usted jamás”. Dio media vuelta y se marchó por la avenida del parque que daba al oeste, caminando lentamente con las manos en los bolsillos. Sentí que era yo quien se marchaba, pero con un caminar más pausado. Mi espalda por detrás era más ancha de lo que yo suponía.


Al día siguiente, más descansado, dado que había logrado olvidarme del tipo, o eso creía, y había dormido profundamente, decidí que no iba a acudir a la cita propuesta. Asunto concluido, acabado, olvidado. Eso pensé entonces.

Pero a las doce del mediodía sonó mi teléfono personal. La llamada procedía otra vez de un número desconocido, pero a mí me parecía que era el mismo que me llamara dos días antes. Nuevamente decidí que no respondería a la llamada. Apagué el móvil y me dirigí a la habitación donde se encontraba mi esposa. Ella estaba sentada en la cama de espaldas a la puerta. Parecía mirar a la ventana, pero cuando me acerqué a ella para besarla, ella se retiró un poco y pude notar sus ojos brillantes. “¿Estás llorando, Mónica?”. “No, Ignacio. Son cosas mías. No te preocupes”. “¿Te apetece salir hoy de compras? El día está espléndido. ¿Vamos?”. “Sí, hoy sí. En un momento estoy preparada. Espérame en el salón”.

Gastamos cuanto quisimos, reímos, almorzamos en un barcito coqueto y pequeñín, y después volvimos a nuestra casa. Al entrar en ella me reflejé por un instante en el espejo del recibidor. De nuevo me invadió un desasosiego inesperado, reprimido quizá durante horas. Parecía que desde el espejo mi otro yo, ese Facundo, me mirase implorante. ¡Qué misterio este de poder ser uno u otro en la lotería de la vida o del nacimiento o de la familia o de estar en un sitio y en un momento en lugar de en otro!

El resto de la tarde y de la noche la pasé imaginando cómo sería la vida de mi otro yo: su mujer, sus hijas, sus amistades, si las tuviera, porque parecía más bien un ser solitario, su apartamento. ¿Tendría padres, hermanos?

Por la mañana, más desesperado e intranquilo que cansado, no sabía ni qué hacer ni qué pensar. Mi mujer había salido a no sé dónde ni con quién ni para hacer qué. Dando vueltas por las habitaciones de la casa, evitando los espejos, sobre todo el de la entrada y el de la alcoba, espejos éstos amplios y largos, y sin dejar de pensar en Facundo y en su extravagante proposición. Decidí salir de casa y caminar por la calle. Justo cuando abrí la puerta de la entrada me encontré de pronto con un espejo en mitad del rellano. Me giré repentinamente intentando evitarlo y, dándole la espalda, me pregunté: “¿Pero qué leches? Si no hay ningún espejo en el rellano”. Ya antes de girarme sabía lo que había pasado. Facundo, mi igual estaba plantado con el puño alzado y a punto de llamar a la puerta con los nudillos. Tal vez prefiriese no utilizar el timbre, tal vez no quisiese alarmarme más de lo que, supondría, ya lo estaba. Sólo inquirió con la mirada. A lo que yo, rápidamente, respondí, como no podía ser de otra manera: “Sí. Estoy dispuesto”. “Bien, dijo mi igual. Prepare usted un sobre con el dinero para esta noche. A las doce en punto estaré en este mismo rellano. Usted sale y yo entro. Usted me da el sobre y yo le doy mi dirección. Necesitaremos uno o dos minutos para intercambiarnos las chaquetas, los pantalones y los zapatos. Lo demás no será necesario. Hasta esta noche” -dijo marchándose sin prisas, pero con decisión-.

Y así fue. Mónica estuvo ausente todo el resto del día. Se había marchado por la mañana y no había dado señales de vida ni un solo instante. Cuando llegó eran más de las diez de la noche. Me dijo que estaba muy cansada, se duchó y se metió en la cama sin cenar y sin decirme “hasta mañana”.

A las doce en punto, en el silencio de la noche y después de saborear un par de copas del mejor de mis güisquis, me levanté del sillón, me dirigí al recibidor, me miré al espejo del recibidor y abrí la puerta. El espejo quedaba a mi espalda, pero el reflejo de mi cuerpo estaba frente a mí. Sin mediar palabra alguna, alargué el brazo y le entregué el sobre con diez mil euros a Facundo, quien lo guardó, sin contar el dinero, en el bolsillo interno de su chaqueta, y éste me entregó un papel con una dirección anotada. Seguimos sin hablar mientras se quitaba los pantalones y me los entregaba esperando a que yo le diese los míos. Después intercambiamos las chaquetas. Antes de separarnos yo le dí mi manojo de llaves y él me dio el suyo. “Hasta la semana que viene a la misma hora y en el mismo lugar” -dijo, cerrando la puerta tras de sí.

Una vez en la calle abrí la mano que contenía el papel con la dirección de Facundo. En el bolsillo trasero del pantalón encontré su cartera, con su documento nacional de identidad, algunas fotografías, algunas tarjetas de visita, una tarjeta de crédito y nada de dinero. En mi pantalón había dejado mi documentación que ahora estaría en su poder. Fui caminando hasta la dirección apuntada. Tal vez debí haberme quedado con algo de dinero y así hubiera podido coger un taxi; pero no, quizá fuera mejor así. No parecería muy verosímil que Facundo llegase en taxi a su casa y a esas horas conociendo la situación económica de mi otro yo. O tal vez ya deba decir que mi nuevo yo, de mi yo auténtico de ahora. Entonces no sabía nada de lo que estaba aún por ocurrir.

Pasaba de la una y media de la madrugada cuando llegué a la calle donde se encontraba el apartamento de Facundo, de mi apartamento. Llegué al portal, introduje la llave en la cerradura y entré. Era un rellano ridículo, estrechísimo, con las escaleras hasta el borde de la puerta de salida a la calle. Subí hasta la cuarta planta, al última del bloque. Una vez arriba y con poco aire en los pulmones observé que había dos puertas, izquierda y derecha. En la dirección no ponía nada. Me dirigí hacia la de la derecha. Intenté introducir la llave. No lo logré. Deduje que debía ser la otra puerta. Acerqué la llave al bombín de la cerradura y entonces, antes de introducirla, pensé: ¿Y si todo ha sido un engaño para robarme diez mil euros? Introduje la llave, giré la muñeca y la cerradura respondió sin oponer ninguna resistencia. El olor dentro del apartamento era fuerte, agrio quizás. Un pequeñísimo salón, ligeramente más amplio que mi recibidor, y tres puertas. La primera de la izquierda se correspondía con la entrada al cuarto de baño: apenas si en él cabía un plato de ducha, un lavabo y la taza de un váter. Al fondo y arriba un ventanuco que parecía dar a un patio vecinal. La segunda puerta daba a una cocina minúscula: un fregadero, una hornilla a gas de tres fuegos y algún mueble. La ventana, más grande que la del baño, también daba al mismo patio vecinal interior. La tercera y última puerta daba a una habitación. En silencio, pude distinguir dos cuerpos durmiendo en sendas camas. Probablemente eran mis hijas. Frente a las camas, otra puerta daba a mi dormitorio. Una mujer dormía de lado, mirando hacia la ventana que daba a la calle. Sigilosamente me fui desnudando. Cuando me fui a quitar la chaqueta, instintivamente alargué la mano para coger el teléfono móvil que solía guardar en el bolsillo derecho. Desee llamar a Facundo para decirle que me echaba atrás, que podía quedarse con el dinero, pero que no quería continuar con este absurdo juego. Pero el teléfono móvil era el de Facundo, no el mío. Afortunadamente no tenía puesto un pin de seguridad y pude encenderlo. Rápidamente tecleé mi número de teléfono y en la pantalla se iluminó el texto: “Mi otro yo”. Una voz despersonalizada dijo “El teléfono se encuentra apagado o fuera de cobertura. Si quiere usted...” Colgué. Intenté marcar el teléfono de mi mujer. Pero, maldición. No he sido capaz de memorizar ningún número de teléfono, salvo el mío, desde hace años. No podía llamar a Mónica. Antes de colgar la chaqueta en el perchero que había detrás de la puerta del dormitorio noté un peso en su interior. Rebusqué en el bolsillo interno de la misma y hallé el sobre con los diez mil euros que horas antes le había dado al imbécil de Facundo. Lo había guardado en su chaqueta antes de intercambiárnosla. También él estaría nervioso. Esto me tranquilizó. Era tan imbécil como yo, pero, al menos, su intención no era ni la de timarme ni la de robarme.

Terminé de desvestirme y me acosté junto a mi nueva esposa. Esta se dio la vuelta hacia mí, me echó un brazo por encima de mi pecho, y me preguntó: “¿Ya has vuelto, cariño? Te estaba esperando, pero has tardado mucho”. “Sí, cariño, dije. Venga, sigue durmiendo”, y le di un beso en los labios. Creo que me gustó más este beso que los últimos que le había dedicado a Mónica, pensé sin que pudiese evitar una leve sonrisa en mi boca.

A la mañana siguiente, cuando abrí los ojos después de un sueño muy grato en el que pescaba truchas junto a mi padre niño en mitad de un bosque frondoso como frondoso era el lugar de mi cita con Facundo, mi esposa ya se había levantado y estaba preparando el desayuno. “Buenos días cariño. Pensé que te levantarías más tarde. Anoche volviste muy tarde. ¿Mucho trabajo, verdad, cariño?” -me dijo dibujando una sonrisa con sus labios. Era bella, pero yo no sabía nada de ella, ni siquiera su nombre. Sus ojos brillaban con fulgor. Su mirada era atenta. Le dije: “Sí, cariño, anoche llegué muy tarde y no quise despertarte. Hoy me he levantado temprano porque tengo que hacer unas gestiones”. “¿Unas gestiones, dices? ¿Qué gestiones?” “No te lo puedo decir. Si me salen bien, se nos acabarán los problemas”. “¿De qué problemas hablas, Facundo?” “Cosas mías”. Había olvidado que Facundo me había dicho que sus negocios habían salido mal y que llevaba meses ocultando a su mujer su pésima situación económica. Tal vez ella ni siquiera sospechase nada de ello.

“Buenos días, papá” -dijo la menor de mis hijas saliendo de la cama. Debía tener unos ocho años, delgada, rubia. Se parecía a su madre. “Buenos días, cariño -dándole un beso-”. Después salió una joven del cuarto de baño. Mi hija mayor. Rubia también, alta y guapa, unos trece años. Su rostro me recordó levemente al mío. Me dio un beso en la mejilla, pero no me dijo nada. “Buenos días, cariño” -dije yo-.

Las tres se marcharon juntas al colegio o al instituto o al trabajo. No lo sé. Pero rápidamente recogieron sus cosas y se marcharon. Adiós, dijeron las tres a la vez. “Y haz algo -dijo la mayor-”. La más pequeña se me quedó mirando un momento, se me acercó y señaló con su pequeño dedo índice un lunar en mi mejilla derecha. “¿Tú tenías antes un lunar aquí? -preguntó”. Pero no tuve que responder, porque de un salto salió por la puerta cerrándola tras de sí.

De pie en el salón me quedé pensando un momento. Busqué mi cartera para buscar pistas. Me llamaba efectivamente Facundo Fernández Cansado. Tenía fotografías de las que parecían mis dos hijas a las que acababa de conocer, pero las de las fotos eran niñas mucho más pequeñas de lo que actualmente eran. Mi mujer de ahora era bellísima. Tenía también una tarjeta de crédito. Más tarde, cuando intenté pagar con ella en la panadería, pude comprobar que no tenía fondos. Algunas tarjetas de visitas: de un taller mecánico, de un fontanero, y varias de lo que parecían agentes de créditos de compañías privadas. Detrás de cada tarjeta alguna mano temblorosa había apuntado cifras, tal vez la mano de Facundo. Muchas cifras. Me dije: “No tienes derecho, Ignacio. No es tu cartera. No es tu vida. No es tu mujer. No son tus hijas. ¿Qué haces en este apartamento que no es el tuyo?”.

De pronto fui invadido por una forma de ahogo. Necesitaba respirar aire limpio, salir a la calle y correr, correr hacia mi casa, hacia mi verdadera casa y no permanecer en ese hogar ajeno ni un minuto más. Eso hice dirigiéndome a toda velocidad a mi barrio, a mi casa.

Frente a la puerta busqué la llave que Mónica siempre guardaba debajo del poto del rellano. Tenía siempre la cabeza hecha un lío y por eso dejaba allí una llave, por si acaso. Cogí la llave y abrí sigilosamente la puerta de entrada. No sabía lo que podría haber detrás de ella. ¿Estaría Mónica? ¿Facundo? ¿Los dos? Desde la entrada no veía ni escuchaba nada. Entré al salón. Todo tranquilo. Igual que el día anterior. Aún no había llegado la chica de la limpieza, ni la cocinera. Nadie parecía tampoco en los baños. Fui entrando en cada uno de los cinco dormitorios. Ni mis hijas ni nadie más parecía estar en casa. Iba moviéndome muy despacio y en absoluto silencio. Dejé para el último lugar el nuestro, el dormitorio de Mónica y mío. Desde antes de entrar ya noté que estaba ocupado, aunque la puerta estaba a medio cerrar. Asomé la cabeza en la habitación con mucho cuidado. Mónica estaba sola, de espaldas a la puerta, sentada frente al escritorio en una de las esquinas de la habitación. Estaba escribiendo algo. No pude distinguirlo, pero parecía una carta. Esto era raro. Mónica no solía escribir nunca. Estaba muy arreglada. Parecía dispuesta a salir y había una maleta encima de la cama. Pensé: “el imbécil de Facundo ha planeado un viaje romántico con mi mujer. Cuando lo coja lo mato. Se va a enterar”. Mónica dejó la carta recién escrita en la mesilla de noche y agarró la maleta con fuerzas. Yo logré esconderme detrás de un mueble del antesalón. Ella agarró su móvil e hizo una llamada. “Ya salgo -dijo-. Estoy bajando”.

Mónica cerró la puerta del piso. Desde dentro del salón pude escuchar al ascensor ascendiendo, parando, abriendo las puertas, cerrándolas y bajando. ¿Adónde iría Mónica? ¿Por cuánto tiempo? ¿Con quién? ¿Con Facundo? ¿Dónde estaría Facundo? ¿Estaría esperándola abajo?

En medio de una absoluta confusión me dirigí a mi habitación. Me acerqué a la mesita de noche y cogí la carta que acabada de escribir Mónica. Leí: “Cariño, he sido muy feliz contigo. No quiero que te reproches nada. Tú no tienes la culpa. Hace unas semanas conocí a un hombre. Estoy absolutamente enamorada de él. Me marcho. Pero no pienses que ha sido culpa tuya. No te hago ningún reproche. Tú has sido y eres un marido y un padre fantástico. Pero ya no te quiero. Espero que puedas ser feliz junto a otra mujer. Adiós”.

Leí esta estúpida carta dos veces, tres. ¿Iría dirigida a mí? No tenía destinatario, pero quién más entraba en mi alcoba. ¿A Facundo? ¿Lo habría planeado Facundo todo y ahora se escapaba con mi mujer? ¿O es que Mónica había notado algo raro la noche anterior y había decidido salir huyendo del imbécil de Facundo?

Nada de todo esto tenía sentido. En el fondo conocía la verdad: Mónica se había cansado de mí. Había conocido a otro y se había marchado con él. Nada más. Lo de Facundo no tenía nada que ver. Pero entonces... ¿dónde estaba Facundo, el imbécil?

Lo que había ocurrido es que mientras yo estaba subiendo con el ascensor hacia el ático donde vivía, Facundo estaba bajando por las escaleras. El muy idiota tenía claustrofobia, como comprendería más tarde. Había salido a la calle a comprar el pan, como hacía todas las mañanas, para él, para sus hijas y para su esposa. No solo había comprado pan. Ahora que disponía de crédito volvía a casa con dos bolsas: una con el pan y otra con bollos, donuts y bizcochos borrachos. Justo cuando iba a cruzar la calle, un coche dobló la esquina a más velocidad de la que debía. Facundo, en un mal gesto, se dobló un tobillo y cayó en mitad de la calzada. El coche no pudo frenar a tiempo o no lo vio o el conductor no era lo suficientemente perito como para evitar el accidente: atropelló de lleno a Facundo quien acabo con la cabeza aplastada junto a la acera. Del coche salió gritando y llorando Mónica, aunque no era ella quien conducía. “Ignacio -oí gritar a Mónica desde la ventana abierta de mi salón-. Ignacio, pero qué haces ahí tirado. Levántate, cariño”. Pronto llegaron dos ambulancias y varios coches de la policía local y nacional. No había nada que hacer. Facundo o Ignacio estaba muerto. Yo abandoné mi piso nada más aparecieron los primeros policías por el extremo de la calle. Pude contemplar de lejos a Mónica, muy arreglada, llorando sobre el cadáver de Facundo a quien ella creía su marido. Me marché de aquella horrible escena y me dediqué a deambular por el parque donde en otro momento me había citado Facundo, como si allí, en mitad de la espesura, la realidad pudiera ser diferente y Facundo pudiera volver a reencontrarse conmigo.

Después de varias horas comprendí mi nueva situación: todo indicaba que yo era Facundo Fernández Cansado, de 45 años, casado y con dos hijas, que vivía en un pequeño apartamento de un barrio marginal y que no tenía más que deudas, que mi esposa era bellísima y que mis hijas, al menos la menor, conocía perfectamente el rostro de su padre. También sabía que Ignacio de Vicente Salazar había muerto atropellado por el amante de Mónica, que ésta, en consecuencia, acababa de enviudar y que heredaría mi fortuna junto a su nuevo novio. No sabía Facundo que la nueva aventura que me prometió no duraría una semana, sino el resto de mi vida, porque estaba atrapado en la vida desconocida, miserable y pobre de un imbécil, pero que tal vez fuese menos imbécil que yo. Al menos tenía diez mil euros en la chaqueta para acoger a mi nueva familia o que ella me acogiese a mí, para marcharme de allí y para empezar de nuevo. El muy imbécil de Ignacio solo me había dado diez mil euros, cuando a él no le hubiera costado nada aumentar la cifra que inicialmente me había pedido el desgraciado de Facundo.

Firmado: Ignacio de Vicente y Salazar.

Último documento que firmo bajo este nombre.


sábado, 26 de agosto de 2023

La boda:

 

A D. Antonio Álvarez Guerrero.


Pretender la “realidad” es un deseo fundamentalmente... confuso. La frontera que demarca y separa lo que solemos considerar “real” y aquello otro que gustamos entender como “ficción o ficticio” es no solo difusa, sino que la ausencia de un contorno claro y distinto, evidente, hacen que sea sobre todo confusa. En este estado de permanente confusión se encontraba Julián, tenor, con más voluntad que dotes, pero con bello timbre. Actualmente tenía trabajo representando en un teatro de provincias una versión para a tenor y soprano de La Favola d'Orfeo, de Monteverdi. No era la primera vez que la ejecutaba junto a su pequeña compañía dramática, pero desde hacía unos días algunas arias se le atragantaban. La causa de esta situación incómoda, e imposible de prolongar -pensaba-, aunque más adecuado a la realidad debería escribir “insoportable” o, incluso, “insufrible”, bien la conocía Julián, el tenor: no eran ni su edad, ni su adicción al tabaco, ni su voluntad débil que lo incitaba a alargar las citas nocturnas con otros miembros de su compañía. No. La causa bien la conocía Julián. Estaba comprometido con Eva, la soprano que junto a él interpretaba a Eurídice. Su voz era verdaderamente deliciosa, su técnica inigualable para él o para cualquier otro miembro de la compañía, y su belleza, única. Realmente él se sentía Orfeo junto a ella, junto a su Eurídice amada, pero cuanto más se acercaba la boda comprometida más confusiones y dudas asolaban a Julián-Orfeo.

Sentado a media mañana en un velador de una cafetería a la orilla de un río y contemplando, a través del humo que ascendía desde la taza de café, el puente fluctuante que se reflejaba en superficie oscura del agua, Julián recordaba los versos de La Favola que él siempre había atacado con firmeza: “E servo fè l'Inferno a sue preghiere (“e hizo al Infierno siervo de sus ruegos”)1. Julián se sentía lleno de amor por Eva, por Eurídice, y esto siempre había posibilitado que la representación fuera no solo buena, sino incluso excelsa. Orfeo era feliz cuando cantaba: “Oggi fatt'è felice Orfeo / nel sen di lei, per cui già tanto / per queste selve / ha sospirato, e pianto” (“Hoy Orfeo ha conocido la felicidad sobre el pecho de aquella por que él tanto ha suspirado y gemido en estos bosques”). Sonreía con mirada ilusa, embelesada e ingenua cuando le cantaba al atento auditorio y mirando hacia un Sol de cartulina: “Vedesti mai di me più lieto / e fortunato amante?” (“¿Has visto alguna vez, en tu carrera entre las estrellas, un amante más alegre y feliz que yo?”). Incluso llegaba a llorar de verdad, no como si actuase, no, de verdad, en la realidad, cuando entonaba muy despacio, tanto que llegaba a desesperar a la orquesta, aquello de “Vissi già mesto e dolente (“He vivido triste y desgraciado”). “Or gioisco e quegli affanni / che sofferti / ho per tant'anni / fan più caro / il ben presente” (“Ahora me alegro y los sufrimientos que he padecido, durante tantos años, me hacen más querida la felicidad presente”).

Verdaderamente Orfeo, el semidiós eterno del mito, el que era capaz de amansar a las Furias del Averno, al que franqueaba, armado de su lira, para rescatar a su bella amada, era feliz cuando entonaba estos versos con amor entregado, con decisión convencida; pero Julián, el de carne y hueso, temía no estar a la altura del amor que le debía a la bella Eurídice o Eva, la mortal, la ingenua, la apasionada que tal vez no podría evitar mirar al rostro huidizo y oculto de su divino amado. ¿Sería él, Julián, el Orfeo de carne y hueso, el “real”, capaz de bajar a los infiernos para rescatar a su bella Eurídice? ¿Podría el amor, que Julián era capaz de sentir y de desplegar, desde sus brazos, desde sus manos, desde sus labios y desde su voz, hacia su amada Eurídice, vencer todos los obstáculos que la vida y el tiempo les tendría destinados? ¿Acaso podría el mortal Julián interponerse a todo áspid oculto, escurridizo y emponzoñado con que podría tropezarse la grácil y bella Eva?

Julián, el falso Orfeo, se sentía abatido frente a la taza de café. Recordaba la sesión de la tarde anterior. Fue la primera vez que le llegó a temblar la voz, revelando así su falsedad como un vulgar Orfeo triste, como un Orfeo mortal y mentiroso, cuando enfrentó los versos: “N'anchò sicuro / à più profondi abissi / e, intemerito il cor / del Re de l'ombre / meco trarròtti / a riveder le stelle. / O se ciò negherammi / empio destino, / rimarrò teco / in compagnia di morte”. (“No temeré descender a los más profundos abismos y, tras ablandar el corazón del Rey de las sombras, yo te llevaré a que vuelvas a ver las estrellas. Y si un destino cruel me lo niega, me quedaré contigo en compañía de la muerte”).

Los compañeros se miraron entre sí, preguntándose qué le pasa a Julián, cuando, extrañados, escuchaban los lamentables trémolos que difícilmente brotaban de la garganta de Orfeo sobre todo cuando pretendían decir “meco trarròtti / a riveder le stelle” (“yo te llevaré a que vuelvas a ver las estrellas”), pero más sorprendidos quedaron cuando Orfeo no fue capaz de decir siquiera “rimarrò teco / in compagnia di morte” (“me quedaré contigo en compañía de la muerte”).

No estaba este carnal Orfeo a la altura de su divina Eurídice. Se lamentaba Julián en silencio frente a la taza de café y frente al espejo que esta misma era en esa mañana de sol tibio y cielo blanco. Julián estaba tan apesadumbrado, tan reflexivo y tan vulnerable que no dejaba de contemplar la posibilidad de romper el compromiso con Eva y de mandar la boda al rincón de los recuerdos no vividos.

A veces, en el teatro, los libretistas recurren a describir la sorpresa con un repentino “All'improvviso”, “De repente”. Y así fue, como si en la plaza se representase una escena teatral. Helios se abrió paso entre las nubes inundando de luz el lugar en el que se encontraba Julián y desde una calle lateral apareció, con los rizos al aire, con el rostro limpio y claro, y los labios rojos, la bella Eva. Con decisión, sin miedo a nada, “ni al Averno” -pensó Julián-, se dirigió al aún no del todo vencido héroe esperando que éste la estrechara entre sus brazos uniendo sus labios a los de Orfeo enamorado, aunque de mirada triste.

Un simple gesto puede modificar el destino o valer más que cien reflexiones sesudas. Cuando Julián recibió el beso de Eva, cuando lo enfrentó con amor y deseo, volvió a sentirse el inmortal Orfeo que tal vez siempre fuese, y dijo en voz alta y clara, para que su Eurídice de cabellos rojos pudiera oírlo: “Esta noche bajaré sin temor a los Infiernos para rescatarte, mi bella Eva. Y no habrá ni Furia, ni inmortal que pueda impedirlo. Plutón rehuirá mi mirada, mi querida Eurídice”. “Vedesti mai di me più lieto / e fortunato amante?” (“¿Has visto alguna vez un amante más alegre y feliz que yo?”).

1 Libreto de Alessandro Striggio, el joven.

Alonso Cano: San Francisco de Borja (1624):

 

Soy Francisco de Borja y Aragón. III General de la Compañía de Jesús, IV Duque de Gandía, I Marqués de Llombay, Grande de España y Virrey de Cataluña. Nieto de Don Alonso de Aragón, Virrey de Aragón e hijo ilegítimo del Rey Fernando II de Aragón. Bisnieto de Rodrigo de Borja, más conocido como Papa Alejandro VI.

Estudié en Zaragoza con el matemático y filósofo Gaspar Lax. Me formé en la Corte de Don Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico.

Fui amigo personal de la Reina Doña Juana I de Castilla.

Mi padre, Don Juan de Borja, me concedió el título de barón de Llombay mientras que el Emperador me nombró Gentilhombre de la Casa de Borgoña.

En 1529 casé con Doña Leonor de Castro, dama de la Emperatriz Doña Isabel. Esta noble y bella señora, sin igual en toda corte europea, me nombró Caballerizo Mayor suyo y elevó mi baronía de Llombay a Marquesado.

Pero la emperatriz Doña Isabel murió prematuramente el 1º de mayo de 1539 en Toledo, con tan solo 36 años de edad. Bella como pudo demostrar el singular Tiziano. Ningún otro acontecimiento en vida me ha provocado tamaña impresión. El día de su muerte fue el día de mi conversión.

Una vez muerta doña Isabel, tuve que encabezar el funeral junto a su hijo Felipe, así como organizar la comitiva que habría de escoltar el cadáver de la emperatriz hasta su tumba en la Capilla Real de Granada, junto a los abuelos de su noble marido el emperador Carlos. Al llegar a la noble ciudad de Granada tuve que descubrir el féretro antes de su depósito definitivo en el sepulcro a fin de corroborar la identidad del cadáver. Cómo una mujer tan bella y tan joven pudo descomponerse de tamaña manera. Cómo es posible que su calavera aún mantuviera el rictus de su rostro en vida, no siendo los mismos ni su piel ni sus cabellos ni su humanísima mirada. Nunca volveré a servir a señor o señora que se me pueda morir.

Por tres veces renuncié al capello cardenalicio, porque nunca me atrajeron ni los ropajes ni las lisonjas ni las riquezas ni las influencias que estos procuran. Mis batallas siempre fueron otras: obediencia, pobreza y castidad, y el estudio atento de las criaturas con que Dios nos proveyó y la ordenación de todos los asuntos religiosos de la Orden Jesuita que tuvo a bien acogerme en su seno y a la que humildemente me debo en cuerpo y en alma.

El malhumorado de Don Alonso tuvo a bien dedicarme su atención y componer un retrato de mi cuerpo delgado y serio, cincuenta y dos años después de mi muerte, y mostrando en él los cinco elementos fundamentales que lo fueron de mi vida: el señor Jesucristo en forma de sol que ilumina las almas desde el cielo; el hábito jesuita, con el ceñidor a la cintura y el manteo sobre los hombros; los tres galeros cardenalicios arrojados en el suelo de la estancia, con los que algunos pretendieron tentarme como si fuera joven pretencioso y arrogante; la calavera coronada de la bella emperatriz doña Isabel, esposa amantísima de mi señor Don Carlos, y la seriedad en la mirada que me caracterizó durante todos y cada uno de mis años de vida.

El irascible de Don Alonso no supo dibujar mi rostro dado que él no llegó a conocerme en vida. No obstante sí que supo recoger en el lienzo las tribulaciones que me asolaron en Granada tras tener que contemplar el rostro desaparecido de Doña Isabel, ni señora. Años me llevé recordando sin quererlo ese rostro de muerte y no solo mientras velaba mis sueños. ¡Dios! ¿Por qué tuviste que diseñar una vida tan fugaz? ¿Por qué tuviste a bien arrebatar la vida a la más joven y bella y sabia de las reinas de Europa? ¿Qué temías? ¿Es que la querías solo para ti? ¿Cómo una vida tan prometedora y bella puede corromperse hasta dar lugar a la más asquerosa y mugrienta y negra de las pestilencias? ¡Qué poco vale la vida ante la muerte inmensa que la rodea por todos los lados! ¡Qué brecha de luz más estrecha en la obscuridad de la noche más oscura y más eterna! ¿De qué valen las promesas, los éxitos, los esfuerzos, los honores o los linajes? Nada de todo ello importa ante la inexplicable, la intransigente y la inexorable muerte. ¿Por qué vivir? ¿Para qué? ¿Por qué amar? ¿Para qué soñar? Nadie puede librarse de tu implacable mirada y no hay más.

Cosas de barrio:

 

Es muy probable, pienso, que la Manuela, la loca del barrio, como la llamaban todos, nunca tuviese a nadie que rogase por ella o por su nombre. Y eso que no era taimada, ni fea, ni tímida y que estaba casada: Vicente se llamaba su marido. Tan oscuro que parecía negro. O tal vez solo fuera por la roña que acumulaba sobre su piel. Por las mañanas apenas se lavaba los ojos con dos dedos y se echaba un poco de agua en el pelo para alisárselo. Pero eso era Vicente y no quiero desviarme. Quiero hablar de ella, pienso, de la Manuela, de la loca. ¡Qué energía desprendía la Manuela! ¡Qué vigor animal! Muy delgada, pero muy fuerte. ¡Qué fuerza tenía la Manuela! En sus brazos y en sus piernas y en su garganta. ¡Cómo gritaba con esa su voz rajada y áspera! Parecía que no sabía hablar quedito; su voz te rasgaba el alma como te desgarraría la piel una lija de grano grueso o como si masticaras arena o como si un quejío te invadiese desde lo lejos y de noche. Sus ojos, los ojos de la loca, nunca se estaban quietos, pienso. Iban de un lado para otro sin parar. Sus ojos, sus brazos y su ánimo. No podían contemplar, detenerse. Lo mismo reía, las menos veces, que rompía a llorar, como casi siempre, pienso. Yo creo que por esto todos la llamaban Manuela, la loca. O quizás no, quizás fuese porque siempre le había dado por guardar cosas. Por acumular hasta lo inverosímil. Buscaba y rebuscaba en las bolsas de basura, detrás de las tapias, en los descampados... Entonces no había contenedores en las calles. Todos los vecinos dejaban las bolsas de basura delante de los portales, amontonadas en la calle de albero, y una vez al día, al caer la tarde, venía el basurero: una mula arrastrando a un hombre con gorra que iba recogiendo las bolsas y echándolas al carro. Luego los vecinos le daban algo. Y así iba recorriendo las calles del barrio. Pero antes de que llegase el basurero ya estaba la Manuela abriendo y rebuscando en las basuras algo para llevarse. Cosas que nadie quería. A veces, también, comida. Y todo se lo llevaba a su casa. Nosotros, los niños del barrio de entonces, nos molestábamos con la Manuela, creo, porque nos gustaba saltar por encima de las basuras: cogíamos carrerilla, corríamos a toda velocidad hacia los montones de basura y saltábamos con todas nuestras fuerzas para alcanzar el otro lado del montículo sin rozar las bolsas. Pero cuando llegaba la Manuela teníamos que jugar a otra cosa. Así era entonces, recuerdo. Hasta una loca como la Manuela nos decía lo que podíamos hacer o no. Y le hacíamos caso, claro. Al menos de niños. Porque después... Después la cosa fue cambiando.

La Manuela, la loca del barrio, además de Vicente tenía en su casa a cuatro más. Cuatro hijos. Tres niñas y un niño. El niño era de nuestra edad. Luis. A veces jugaba con nosotros. También tenía una hija mayor y dos hijas más. De la mayor no recuerdo el nombre. Se fue pronto del barrio, o no. Se llamaba Isabel, pero de esto no estoy seguro, no lo recuerdo. Es una pena esto de que la memoria te cambie los recuerdos con los años o te los borre, me quejo. De las otras dos niñas, la pequeña, una niña chica, tampoco recuerdo el nombre. Se me viene a la cabeza Isabel también, pero, claro, esto no puede ser. Pero sí me acuerdo del nombre de la otra, de Marimar. Era algo mayor que Luis, pero no mucho. Un año quizás. O menos. Marimar se parecía mucho a su madre. También era de pelo castaño, incluso rubia al final del verano. Pero siempre sucia como su padre Vicente. No se parecía en nada a Vicente, pero Vicente era su padre. Marimar sí se parecía mucho a su madre. Ya lo he dicho. No la llamábamos la loca, porque loca no estaba o no lo parecía. La llamábamos la Marimar, la hija de la loca. También tenía los ojos claros, recuerdo. Pero siempre parecía que cuando miraba lo hacía posando sus ojos sobre la superficie más ligera de las cosas. No se paraba a mirar nada. No las recorría con su mirada, quiero decir. Las veía, pero rápidamente sus ojos ya estaban en otro sitio. Su pensamiento era igual que sus ojos. Te decía, por ejemplo, “¿adónde vas?” y antes de que pudieras responderle ya te estaba preguntando por otra cosa o diciéndote otra cosa o alejándose sin esperar respuesta alguna. Yo creo que Marimar, la hija de la loca, tenía prisas por vivir. O por escapar, pienso.

Una tarde Luis me dijo que lo acompañara un momento, que tenía que coger no sé qué cosas que había dejado en su cuarto. Esa fue la única vez que entré en la casa de la loca. Estaba llena de cosas, pero llena totalmente. No cabía nada más. Para llegar a su cuarto tuvimos que saltar por encima de montañas de cosas. Sobre todo de cartones. Porque la Manuela y el Vicente vivían de recoger cartones. Los amontonaban y cuando tenían algunos kilos los vendían en un almacén donde los pesaban. La Manuela y el Vicente eran honrados: nunca metieron piedras en los montones de cartones y nunca los mojaron. Tal vez supieran que si lo hicieran y los cogieran los de la cartonería ya no dejarían que les vendiesen más.

A mí, por un tiempo, me gustaba mirar a Marimar, la hija de la loca, recuerdo. No paraba de moverse. Aunque era algo mayor que yo, parecía más pequeña. Lo mismo rebuscaba en la basura, amontonando cartones, atándolos, que jugaba con su hermana, la pequeña, o corría delante de Luis, que le zurraba con fuerza, o delante de Vicente, su padre, que no le zurraba, pero que la castigaba sin comer o de mil formas. Marimar era muy delgada. No tenía piernas ni brazos, más bien diría que tenía palillos. No era muy alta, pero si hubiese estado limpia alguna vez y bien vestida, creo que sería guapa, imagino. Todos animaban a Luis para que se riese de ella o para que le gritase o para que le pegase. Marimar no quería nada con Luis ni con nosotros ni con nadie.

Su madre, la Manuela, se iba las noches de los viernes y de los sábados al callejón. Sobre todo en verano. El callejón era eso, un callejón que corría entre la fábrica de conservas de naranjas y la fábrica de contadores, en la calle de atrás. Era una calle estrecha y sin asfaltar donde se acumulaban los escombros. Mi madre me decía cuando salía a la calle con mis amigos: “No te vayas a jugar al callejón, que ahí no hay nada más que mierdas”. Pero la Manuela se iba al callejón al caer la tarde de los viernes y de los sábados. A veces también otros días. A esa hora Vicente estaba en el bar El Nido. Y la Manuela estaba libre, porque ya no se veía nada en las calles oscuras para rebuscar en la basura o el basurero ya había pasado y se había llevado las bolsas. Por el callejón pasaban algunos hombres. Había un rincón a unos veinte metros de la entrada y en ese rincón se ponía la Manuela apoyada en la pared. No se la veía desde la calle ancha, pero se la oía. Entonces gritaba bajito. Los jóvenes hacían cola. Solía tener tres o cuatro, a veces hasta cinco, esperando. Cuando uno de ellos salía del callejón hacia la calle ancha que lo separaba de las casas, le decía al siguiente que estaba esperando: “Chocho libre”. Y entonces éste entraba sin prisas, como arrastrándose. Todos respetaban en silencio y escrupulosamente su turno. Yo no sabía entonces muy bien qué era aquello de “chocho libre”. Pero a los niños no nos dejaban acercarnos, recuerdo. Ni nuestras madres ni los grandullones que aguardaban haciendo cola al borde del callejón.

Un día le pregunté a Luis si él sabía lo que significaba aquello de “chocho libre”. Pero Luis tampoco lo sabía. O eso dijo. Y otro día fuimos Luis y Yo al callejón, pero eso era por la mañana. Tenía en su interior montones de escombros y de basuras. En un recodo alguien había puesto una cortina de plástico y detrás de ella había como un cuartucho muy pequeño, un cubículo. El espacio justo para que cupiese un colchón viejo y roto, y lleno de manchas. Nos fuimos de allí corriendo antes de que alguien viese que habíamos entrado.

Los grandullones nunca hablaban ni del callejón ni de la loca de la Manuela. Parecía que ni siquiera la conocieran. Descorrían la cortina, salían, se abrochaban la correa y decían al siguiente: “chocho libre”. Y así todos. Después se iban al bar El Nido e invitaban a Vicente a un vaso de vino.

Otro día, ya tarde, en verano, pasé cerca del callejón. Había más gente de lo normal. Por lo menos diez o doce esperando. Y parecían... impacientes. Qué estaría pasando, me pregunté. Y allí me quedé a ver qué era aquello. Mi madre debía estar preocupada, porque la noche ya iba cayendo, pienso. Pero, después de esperar un rato, ya quedaban menos haciendo cola. Había calculado que eran unos doce o quince minutos por cada grandullón que entraba en el callejón y quedaban solo cuatro. Menos de una hora. No era tanto, me dije.

Todos los que iban saliendo iban diciendo lo mismo: “chocho libre”, pero todos salían con otra cara. Una cara más... alegre, diría. En el silencio de la noche pude oír los gemidos que salían del callejón. Eran diferentes. No era la voz rajada y de arena de la Manuela, era otra. Quién sería la que había ocupado su lugar. Cuando salió el último y me dijo “chocho libre” sin mirarme a la cara, recuerdo que yo intenté decirle que no venía a... pero ya se había marchado. Entré a oscuras en el callejón. No llegué a descorrer completamente la cortina de plástico, pero pude ver por una rendija, y con la dificultad que permitía una vela que iluminaba el antro, que aquella mujer no era la Manuela, que era una mujer muy delgada. Cuando se giró puede ver los ojos claros de Marimar. Preguntó: ¿Alguien más por ahí?, recuerdo hoy.

Salí disparado de allí, como huyendo de no sé qué desafío, de no sé qué infierno. Nunca más entré en el callejón, pienso. Y nunca he olvidado los ojos claros de Marimar, ni sus piernas ni sus brazos como palillos, ni su mirada inquieta y salvaje.

sábado, 4 de marzo de 2023

La promesa:

 

A lo lejos podíamos ver los cerros que iban lentamente cubriéndose de tonos rosados. Por encima de ellos y de nosotros las nubes comenzaban a blanquear y a romper el día. Cuando amanecía ocurría entonces una alegría surgida de no se sabe dónde que nos iba invadiendo a ti y a mí, sin remedio, como sin remedio era aquel beso con el que en ese mágico momento me cubrías la frente. Ya sabíamos los dos que con el día amanecían también nuestras aventuras y ocupaciones: yo me preparaba para ir al colegio mientras tú ibas calentando la leche y untando lentamente el pan con mantequilla. El frío aún permanecía fuera, detrás de las ventanas.

Desde muy pronto me enseñaste la diferencia entre la vida y la muerte. Juntos habíamos jugado desde siempre con estas dos únicas cartas que, como dos tarjetas de visita, solíamos mostrarnos cuando tú y yo nos mirábamos sin mirarnos: la vida y la muerte.

Tú te fuiste antes de que yo pudiera entregarte mi carta de vida, aquélla que tú misma me habías entregado una mañana en la que el cielo estaba más rosa que nunca y en la que el aire limpio había adquirido unos inverosímiles tonos anaranjados. Siempre me lo contaste con estas mismas palabras, ¿verdad, madre? Ahora, cincuenta años después, no quiero dejar de recordar tus palabras, tus manos, tus ojos, tus pechos, tu cabello,... que no necesito describirme porque están tan presentes en mi memoria y en mi único sueño como si no supieran o pudieran desprenderse de mí.

Pero no. Tal vez nada ocurriera así. Tal vez te fuiste y me dejaste sin tu presencia, abandonado en tu ausencia, con la mitad de mi ser amputada, perdida y muerta. Después sólo quise buscarte en los rincones de mi memoria, entre las mantas del arcón, bajo los platos de la cocina y bajo el hule de la mesa, sobre los muebles del dormitorio y en lo más profundo y oculto de mis sueños. Te habías ido para siempre y te llevaste las nubes blancas, los cerros rosados y el aire limpio del amanecer. Y tal vez fuese por ello que yo me quedase solo con el naipe negro de la muerte que ahora no se despega de mis manos ni de mi piel: levantaba las sábanas, miraba debajo de la cama, abría cada libro de la estantería, cada cajón de la cómoda,... buscando, cada vez con menos vigor y esperanza, el naipe de la vida que no debí entregarte, que tal vez no debiste llevarte, que tal vez te llevaras.

Desde entonces, sobre todo al amanecer, un vago deseo de venganza y de muerte me asalta, me invade o me envuelve, y solo matar o morir me sirve de consuelo, creo. Por insoportable envidia, el asesinato puede justificarse, y prometerse ¿verdad, madre? Solo tú sabes que no puedo mentirte, que con tus manos sobre mis manos siempre supe comprender el mundo y las cosas, que tu voz siempre aclaraba todos los conceptos y me explicaba todas las sorpresas, todos los miedos. Te lo prometí, madre. Te prometí entregarte el naipe de la vida, esa que tú no te llevaste, creo, y que siempre me recuerda la muerte que te debo para que tu sigas viva en mi memoria y en mis sueños.

  • Ahora, ritual y secretamente, te entrego esta vida para que tu sigas viviendo -dijo mientra hundía el puñal en el corazón del niño que a duras penas seguía gimoteando y aún respiraba bajo su enorme cuerpo de sebo.

Después una mueca estúpida, que pretendía sin conseguirlo imitar una sonrisa apenas dulce, iluminó la cara del asesino.

  • Me enferma esta ciudad en que todos viven como si fueran eternos y en que están todos orgullosos de su infinita mediocridad -sentenció-.

    Lo supe, una vez más, en mi único sueño de hace más de veinte días -pensó-. Y ya era la cuarta vez.

  • Cuatro muertos tal vez no sean suficientes, ¿verdad, madre? -susurró-. Pero concédeme unos días descanso, madre, y permite que, de nuevo, pueda disfrutar de un cielo rosado al amanecer y de esos tonos anaranjados de tu mañana de vida, ya que no puedo sentir el beso de tus labios sobre mi frente ni la piel de tus manos sobre las mías. Concédeme otra vez un nuevo amanecer.



Otra madre en la ciudad untaba con mantequilla otra rebanada de pan a otro niño mientras escuchaba las noticias en un aparato de radio. “El psicópata asesino ha vuelto a actuar. Esta vez ha sido un niño de ocho años el que ha aparecido cadáver en la calle Parra del barrio de la Macarena. Según fuentes familiares próximas al niño, éste había sido visto por última vez por sus amigos cuando salía de la escuela de kárate del mismo barrio. ¿Te acompaño a casa? -le había preguntado el padre de uno de sus compañeros de la escuela-. No es necesario. Vivo cerca -había respondido Javier, que así se llamaba el chico, mientras salía corriendo. A unos metros de la salida de la escuela, se produjo el terrible asesinato.”

Esta mujer apagó el aparato de radio y abrazó a su hijo.

  • Manuel, no quiero que vayas solo por la calle. Cuando salgas, no te muevas de la puerta del colegio hasta que llegue tu padre, ¿de acuerdo?

  • Sí, mamá. Esperaré hasta que llegue papá. Pero... ¿y si tarda mucho?

  • Si tarda, lo sigues esperando junto a tus amigos. Sabes que él siempre se retrasa un poco, pero no más de diez minutos. Depende del tráfico que haya hoy.



Madre, no han pasado dos semanas y ya vuelves de nuevo a mi memoria -susurró-. Sabes que no puedo correr y que lo paso mal cuando me gritas y me dices lo que tengo que hacer.

Madre, déjame en paz por unos días, que el fruto aún no está lo suficientemente maduro para morderlo.



A la salida, el padre de Manuel estaba frente a la puerta grande del colegio. ¡Qué sonrisa le dedicó el hombre a su hijo! Aquél lo cogió de la mano y ambos fueron caminando hasta su piso en la calle Mar de Alborán, en el barrio de Pino Montano. Aunque iban hablando, jugando y riendo, el aire de la tarde era frío ese día de enero.

  • Parece que va a llover -dijo el padre-.



Esa noche fue muy agitada. En sus sueños se cruzaban las manos finas y suaves de su madre, sus labios, los labios de los niños muertos, sus ojos, las palabras de su madre pronunciadas con las voces de los niños, a veces también con la suya misma, como si en un ritual extraño su voz se intercambiara misteriosamente con las de los asesinados. También veía un cielo anaranjado y nubes blancas flotando en una mañana limpia y pura donde unos niños y él mismo de niño saltaban para intentar alcanzarlas. Escuchaba incesante la voz de la madre muerta cincuenta años atrás decir: “Es el momento, hijo. Entrégame el naipe de la vida que me prometiste. Es el momento”.



En la puerta de la calle Mar de Alborán una madre abrochaba la cremallera de un niño. Le colocaba bien la bufanda y el gorro, los guantes, mientras decía: “Es el momento, Manuel. Ahora al cole. Y pórtate bien. Que nadie me venga diciendo que te portas mal.” Después siguió diciendo: “Cuando salgas, no te muevas de la puerta del colegio hasta que llegue tu padre, ¿de acuerdo?”



Le dio la impresión de que había demasiados coches de la Policía Nacional patrullando aquel día el barrio. Pero a esto no le dio ninguna importancia. Tal vez empezarían ya las obras municipales del barrio o tal vez demasiados robos y atracos, o tal vez los muchos trapicheos en las plazas y esquinas. El gordo nunca pensaba en sí mismo, como decían sus compañeros de la sucursal bancaria en la que trabajaba. Siempre estaba pendiente de los demás, dispuesto a hacer cuantos favores estuviesen en su mano sin diferenciar a quién se los hacía. Todos lo elegían siempre como “el compañero del año”. Él se mostraba orgulloso de ello, aunque modestamente siempre decía que no se merecía tanto. “Juan, tengo que salir un momento a la relojería. ¿Me cubres si preguntan por mí?”. “Claro, Miguel. No te preocupes, pero no te entretengas demasiado.” “Juan, esta tarde tengo que recoger a mis suegros del aeropuerto. ¿Te importa hacerme la tarde? Yo te la devuelvo la semana que viene, ¿vale?”. “Sí, sin problemas, no te preocupes. Esta tarde solo pensaba ir al cine. Ya iré mañana.”



Ya sabía que el niño Manuel salía del colegio a las dos y sabía también que su padre solía llegar a las dos y diez. Aunque desde hacía tres semanas, el padre ya estaba como un clavo antes de las dos en la puerta del colegio.

A las dos en punto estaba también el gordo Juan todos los días desde hacía tres semanas frente a la puerta del mismo colegio tomando el sol. Haciendo como si él también esperase a alguien. Pero ¿a quién iba a esperar el solitario y gordo Juan?

Cuando los niños empezaron a salir por la puerta grande sus madres, padres o abuelas los iban rescatando y se los iban llevando con alborozo y velocidad.

Pero Juan se percató de que el padre de Manuel no estaba, se estaba retrasando. Disponía, tal vez, de unos diez minutos para actuar. Escuchó con fuerza la voz de su madre muerta repitiendo: “Es el momento, hijo. Es el momento”.



Juan se acercó al niño canturreando una tonada que repetía una vez tras otra: “Es el momento, hijo. Es el momento”. Agarró a Manuel del brazo diciéndole “Es el momento, Manuel. Tu padre está tras aquella esquina. Vamos a buscarlo, que tiene muchas ganas de verte”. Y con decisión se llevó al niño, sin que éste pudiera expresar ninguna voz de alerta o de lamento. Nadie vio cómo Juan se llevaba a Manuel del brazo y lo condujo hacia el otro extremo de la calle, y hacia otras calles y lugares cada vez más solitarios a pesar de que el sol estaba en todo lo alto.

Desde el cielo claro y alto podría verse el recorrido del hombre gordo y enorme junto a un niño de seis años que lo miraba en silencio y extrañado sin saber qué hacía ni adónde iba. Cuando el hombre gordo lo introdujo en un portal el niño pudo gritar: “Papá”. Pero el gordo lo alzó y lo aplastó contra su pecho impidiéndole decir nada. Apenas si podía respirar. El hombre gordo seguía canturreando su tonada: “Es el momento, hijo. Es el momento”.



El gordo imaginaba ver a lo lejos unos cerros que lentamente iban cubriéndose de tonos rosados. Una alegría surgida de no sabía dónde lo iba invadiendo mientras se secaba la frente con el dorso de la mano. El cielo parecía contemplar una explosión rosa con inverosímiles tonos anaranjados. “¡Qué plena es la vida ahora junto a ti, madre! Solo tú sabes, madre, que a ti no puedo mentirte. Toma madre una vez más el naipe de la muerte, este que no quisiste llevarte” -dijo mientras sacaba de su bolsillo un puñal de acero.

  • Ahora, ritual y secretamente, te entrego... -comenzó a decir cuando a unos metros de esta escena irrumpió un hombre gritando “Asesino”. Le arrebató el puñal al gordo y blando loco que permanecía quieto y sin mirar a ningún sitio mientras el niño Manuel se agarraba con fuerzas al brazo de su padre.

    Mientras los agentes conducían e introducían al gordo en el coche patrulla y mientras los gritos de los vecinos lo asediaban y lo empujaban, el asesino susurraba y repetía incesantemente: “Concédeme otra vez un nuevo amanecer, madre”.