domingo, 20 de octubre de 2024

Tengo que acabar con Mircea Cărtărescu:

 

Am luat din nou paduchi, nici macar nu ma mai mira,

nu ma mai serie, nu-mi mai provoaca greata.

Doar ma mananca. (Mircea Cărtărescu: Solenoide).


¿Cómo es posible?”. "¡No puede ser!". "¡Maldito!"

La primera interrogación se la iba planteando el desgraciado de Javier con verdadera desdicha cuando iba camino de Ranilla. Parecía verdaderamente que el individuo no entendía lo que había pasado. Y tal vez tuviera razón. ¿Cómo era posible que ese escritozuelo de tres al cuarto hubiera accedido a su estudio y le hubiera robado la novela que ya tenía impresa y preparada para llevarla a la editora? Esa ventana, sabíamos, cerraba mal y, claro, lo sabíamos todos. Pero no todos sabíamos que Javier estaba escribiendo una novela. Llevábamos muchas semanas sin verlo, pero esto no era algo nuevo. Alguno incluso llegó a preguntar por él. "¡Oye! ¿Sabéis algo de Javier? Hace semanas que no se le ve". Había preguntado hacía unos días Manuel, el Gasoil ¿o fue Geromo, el Japo? Pero ni el Gasoil ni el Japonés sabían nada de que el desgraciado de Javier estuviera escribiendo una novela.

El día anterior, por la tarde, algunos vieron cómo Javier marchaba rumbo a Ranilla. Más allá empezaba Nervión. Cuando el Desgracia tenía algún rato libre gustaba de ir hasta allá para visitar a algún amigo suyo. Solían encontrarse en alguna librería y allí pasaban minutos, horas conversando y discutiendo. Marisa, la de los ojitos grises, lo había visto entrar en la librería de viejos, a la que ella llamaba de muertos, y también lo había visto hojear algunos tomos. Después debió ver cómo Javier se sorprendía al leer, con letras grandes, al frente de un volumen grueso, el título de su propia novela: Solenoide. "¡No puede ser!", le pareció oír a Marisa. La cara del Desgracia mudó de rictus, contó más tarde. Sus ojos se inflamaron. Rayos le salían del cuerpo. Varias torres de libros cayeron por el suelo. Dijo también que Javier estaba fuera de sí. Solenoide, leyó otra vez y otra: Solenoide. Con mucho miedo, pero con mayor curiosidad, se atrevió a leer la contraportada donde pudo toparse con un breve resumen de la trama. Y, efectivamente, allí estaba su historia. Alguien le había robado su novela. No solo era el título. La trama era la misma. También el personaje princial era un maestro aburrido y cuarentón.

Javier leyó las primeras líneas, que eran, sorprendentemente, idénticas a las de su novela terminada solo hacía unos días. "He cogido piojos otra vez. Ni siquiera me sorprende, ya no me asusta, ya no siento asco. Solo me pica".

Leyó al azar algunas líneas más y pudo comprobar cómo ese miserable autor, autor, le había robado sus propios recuerdos de niño: "La primera enfermera de Grozovici, el muy ladino había cambiado los nombres porque había situado su historia en Bucarest, pero yo recordaba perfectamente el lugar exacto que yo había indicado en el texto, claro que lo recordaba, La primera enfermera de Grozovici, repitió, que, entrada la noche, me puso la inyección era guapa, rubia e iba muy arreglada, pero su sola presencia me hizo sentir pánico". Cómo había sido capaz este escritorzuelo rumano de robarme de esta manera. No podía creerlo. Si es que es verdad que soy un Desgracia, se decía Javier.

Incrédulo leyó en voz alta la última frase de su novela, ahora publicada por otro: "Nos quedaremos allí para siempre, a resguardo de las aterradoras estrellas".

"Maldito seas", rumano.

Cerró el tomo con fuerza y volvió a leer la portada. Ahí estaba el nombre del falso autor, del ladrón: Mircea Cărtărescu. En la contraportada, además de su nombre, aparecía su fotografía. "¡Qué feo! Pero si se peinaba igualito que cuando yo tenía diez años, el muy incapaz. Con la raya al lado. Y con bubles sobre las orejas y en el flequillo. Su pelo parecía grasiento, su rostro más cercano al del Neandertal, su frente pequeña, su mentón, en cambio, voluminoso. Su mirada, hacia adentro, era como la mía o como la que era la mía cuando yo era más joven. Y su sonrisa, no, ésta no era como la mía, porque la suya era falsa, falsa de falsedad.

Marisa, la de los ojitos grises, contó que Javier no paraba de leer, de llorar incrédulo por el robo de su novela. Cuando salió de la librería iba cruzando palabras sin sentido: "insecto", "ácaro", "Hilbert", "teseracto". Javier se había topado en esa librería, frente a ese volumen, con la "singurătatea incredibilă a vieții mele","la increible soledad de mi vida". Mientras se alejaba calle abajo iba diciendo: "haga lo que haga este maldito y miserable amo la literatura, la sigo amando, es un vicio del que no puedo escapar y que algún día me destruirá". Mientras pasaba por su lado la joven de ojos grises le dijo muy bajito: "tal vez, Desgracia, te haya destruido ya y tú aún no lo sepas".

Tarde de melancolía:

 Martín siempre fue un obseso de las matemáticas. Tal vez por ello desde hacía quince años, todos los 25 de enero, al caer la tarde, a la salida de la oficina, sentía unos vagos deseos al principio, una urgencia irrefrenable después, de subirse al coche y conducir lentamente a las afueras de la ciudad. Siempre elegía, arrogante verbo, la carretera del sur. Circulaba en silencio, con el teléfono móvil y con la radio del coche apagados, con las ventanillas cerradas. Y mientras circulaba despacio, sin ninguna prisa, iba dejando que su memoria fuese construyendo imágenes, pasillos, recuerdos que iban surgiendo sin orden y que parecían ir proyectándose en el parabrisas del coche al que miraba Martín. Estas imágenes iban definiéndose y ganando formas y colores a medida que se sucedían los kilómetros y que avanzaba la noche.

Martín mezclaba las imágenes, tal vez evocadas, sin duda inventadas, con sus reflexiones. A veces incluso se descubría hablándose en voz alta y preguntándose, por ejemplo, ¿si nunca pudimos convivir, si no tuvimos ni un día de paz, si no fuimos felices, por qué te echo de menos, por qué todos los 25 de enero, como el día de hace quince años en que te fuiste, sigo recordándote como si fueras aún el centro de mi existencia?

Después de llegar indefectiblemente a estas preguntas todos los 25 de enero desde hace quince años, y que Martín nunca llegaba a responderse más que tangencialmente, y que siempre brotaban en su conciencia entre el kilómetro 35 y el 60, los años que tenías cuando te marchaste, los años que tendrás ahora, Martín recordaba los muslos de su ex Luisa. Eran fuertes y tersos, delgados. Sus tobillos asímismo muy finos, delicados, quebradizos, diría Martín. Su piel muy clara y suave, sin manchas ni rojas ni de ninguna otra coloración, como la paleta monocroma de un pintor novel. Sus ojos como una tarde de otoño permanentemente anegados de agua de claros que eran. Sus labios... siempre a la espera de lo que habría de venir. Sus senos, tersos, duros, orgullosos mirando hacia mis ojos... Y sobre todo, Luisa, tu ternura dispuesta siempre y sin remedio a acogerme en todas las formas imaginables. Nunca mis sueños estuvieron a la altura de tus manos dispuestas.

Sé que ni tus ojos ni tus senos, que ya habrán sido abandonados por su tersura, ni tus labios ni tu piel que se mostrará con variados colores otoñales, ni tus tobillos ni tus muslos que habrán visto cómo los abandonaban sus fuerzas, serán los que fueron. Pero justamente por ello, no puedo entender, se preguntaba Martín, por qué, Luisa, si nunca fuimos felices te sigo echando de menos y por qué, Luisa, cada 25 de enero, tengo la irreprimible necesidad de subir al auto y marchar por el camino del sur para ir a buscarte, sabiendo que alcanzarte no es siquiera deseable.

Como hacer sangrar a una piedra (Una historia infantil de finales de los años '70):

 

Tiene el niño once años cuando está traspasando el umbral del colegio. El edificio no es nuevo. Es el mismo que dos meses atrás dejó una tarde de principios del verano. Pero esta fecha es ya tan lejana, que le parece otro.

No tiene miedo el niño, aunque sabe que nuevas aventuras, y muchas de ellas desagradables, le esperan, ocultas y acechantes, como lobos solitarios aguardando escondidos a la víctima ingenua o débil. Detrás del edificio del colegio, el patio enorme: albero endurecido, agudas rocas y peñascos como cuchillos, suciedad, valla de ladrillos rojos y alambre oxidado formando rombos,... Poco a poco el patio se va llenando de niños, corriendo, gritando, jugando; el polvo que se levanta; un balón de fútbol, y el niño corriendo tras el delantero del equipo contrario. El gol que parece inevitable. El niño que no llega. El delantero que no cede, que continúa. De repente, se va haciendo el silencio, leve al principio y más denso después; el delantero que se frena; el niño que alcanza el balón y logra darle un puntapié; él parece el único en no haberse dado cuenta de que desde unos instantes todo se había parado. El balón que sale rodando por detrás de la portería y que lentamente va aproximándose a la valla del fondo. En ese momento el niño levanta la cabeza y observa la silueta delgada del individuo que acaba de saltarse la valla y que mira hacia el patio con insolencia. El niño que fuiste recuerda aún la risa silenciosa, los dientes grandes y amarillos, la mandíbula abultada, los ojos pequeños, la frente menuda y el cabello rubio y grueso en el rostro de ese joven de unos quince o dieciséis años al que todos conocía como El Tarugo. El juego se había terminado.

El Tarugo era el hermano o el primo tonto de El Johny, pero daba más miedo que éste. La tarde no presagiaba nada bueno. Sin borrar la sonrisa de su boca, el Tarugo se agachó, con elegancia, delante de todos y agarró el balón. Lentamente fue cruzando el patio con zancadas largas sin dirigir la mirada a nadie específicamente y lentamente también se dirigió hacia el portalón del colegio que se encontraba cerrado. Se paró cuando llegó a unos dos metros del mismo y miró hacia la casetilla del conserje. Parecía increparle algo así como: ¿Qué haces que no abres? ¿No ves que soy yo, el Tarugo? ¿O es que quieres que te reviente la cara?

Mario, el dueño del balón, miraba al Tarugo sin decir nada. Miraba al Tarugo que se llevaba su balón y nos miraba a todos sabiendo que nadie iba ni a hacer ni a decir nada. El juego se había terminado.

Justo cuando el conserje iba a abrir la puerta se acercó la señorita Eloisa. Era una maestra nueva en el colegio, mayor, de unos cincuenta años. Vestía con falda larga, de colores. Y llevaba un pañuelo anudado al cuello.

Se acercó de frente al Tarugo y le preguntó: ¿Y tú, quién eres? El Tarugo no le respondió nada. Seguía sonriendo. ¿Qué edad tienes? ¿Eres de aquí, del colegio? Ven -le dijo-, dame el balón.

El Tarugo escondió el balón tras su espalda. Seguía sonriendo en silencio. Tras unos segundo dijo: ¿A cambio de qué?

La señorita Eloisa preguntó: ¿Cómo? ¿A cambio de qué? No tengo que darte nada. Ese balón no es tuyo. Devuélvemelo, -dijo- alargando el brazo hacia el Tarugo. Éste agarró la mano de doña Eloisa y la depositó sobre su hombro.

En ese instante llegó el conserje, casi un anciano. Con voz trémula, abriendo el portalón del colegio, dijo: doña Eloisa, déjelo estar. Es el Tarugo, el hermano del Johny. No se meta en problemas.

La señorita Eloisa apartó la mano del hombro del Tarugo y preguntó: ¿Problemas por qué? No creo...

Pero el Tarugo ya estaba saliendo del colegio con el balón en sus manos.

Al llegar al umbral de la puerta se giró y le dijo a doña Eloisa: Oye, tú. Si quieres que te devuelva el balón, déjame ir a tu clase.

Y así fue cómo el amigo Mario recuperó su balón y cómo doña Eloisa perdió su sosiego y cómo el Tarugo volvió al día siguiente a la clase del niño para fastidio general de todos.

El niño creía entonces, y tal vez lo sigas creyendo aún, que el Tarugo era un imbécil. Tal vez su hermano o primo Johny no lo fuera; el Tarugo guardaba silencio no porque tuviera nada que ocultar, sino porque no tenía nada que decir. Esto creía el niño entonces. Porque no es que no dijera nada, es que no hacía nada, nada más que estar. Es decir, mostrar y exhibir continuamente su presencia. Y su presencia se encontraba tras una imborrable sonrisa, incesante: a veces incluso son sonido: Ja, ja, ja. Pero habitualmente, en silencio.

Tal vez la señorita Eloisa quisiera verdaderamente, como ella decía, recuperar al Tarugo.

El primer día en clase le preguntó: ¿Cómo te llamas? Después de un largo silencio, él logró decir: Llámame Tarugo. Sí, te seguiré llamando Tarugo, pero tienes que decirme cuál es tu nombre. Tengo que abrirte una ficha. Pero el Tarugo permanecía en silencio con su sonrisa dibujada en su boca, mostrando con ella sus dientes amarillos.

¿Cuántos años tienes? -seguía preguntado doña Eloisa. ¿En qué año naciste? ¿Cuándo es tu cumpleaños?

¿Tienes madre? ¿Cómo se llama tu madre?

¿Y padre?

¿Tienes familia?

Pero el Tarugo no respondía a ninguna pregunta. Tampoco dejaba de sonreir.

Después de varios minutos, en los que la señorita, desesperada, ya estaba por hacer otra cosa, el Tarugo dijo de nuevo: Te he dicho que me llames Tarugo.

Doña Eloisa intentó continuar con la clase de matemáticas mientras el Tarugo, sentado en la misma mesa de la maestra, jugaba con una pelotita de goma verde y con unos poliedros regulares de plástico. La clase continuaba con dificultades, porque el Tarugo parecía divertirse haciendo una torre de poliedros y derribándola con la pelotita. Una y otra vez. A cada rato la construcción duraba menos y el ruido era mayor.

Una cosa tuvo de buena la llegada del Tarugo al aula: nadie decía nada ni se movía siquiera. El silencio era total.

Otra cosa trajo buena también la entrada del Tarugo en el colegio: en el patio podíamos jugar al balón sin que nadie nos lo quisiese quitar. El Tarugo se colocaba junto a la valla, detrás de la portería, y allí permanecía todo el tiempo del recreo mientras el resto de niños jugábamos sin problemas. Este era el único momento de normalidad aquellos días. Porque después, cuando volvíamos a la clase, volvía otra vez el silencio y el miedo. El niño recuerda el miedo que le daba la mirada del Tarugo y se preguntaba: ¿A la señorita Eloisa no le da miedo? Sus ojos claros, su nariz pequeña, su enorme mandíbula y sus dientes abultados, su sonrisa fija ¿no le daban miedo?

Tres días vino el Tarugo a clase y durante los cuales su conducta no cambió nada. Al tercer día el Tarugo seguía en silencio, mirando con insolencia y sonriendo bobamente. Pero en las últimas horas de esa mañana, después del recreo, escuchamos la voz del conserje detrás de la puerta del aula, diciendo: No puedes entrar, mientras se abría la puerta del aula.

El silencio se hizo muy espeso. El Johny apareció en el umbral de la puerta. Miró en todas direcciones. El Johny no sonreía y no se parecía a su hermano. Paró sus ojos en los del Tarugo y le dijo: Vamos. Tenemos que irnos. Y se fue escaleras abajo con el conserje a su espalda.

Como si tuviera un resorte el Tarugo se levantó de su mesa que era la de la seño Eloisa, tiró los poliedros regulares al suelo y la pelotita de goma verde por la ventana y cruzó la clase muy lentamente, con elegancia incluso. El niño pudo verlo caminar despacio como lo había visto caminar cruzando el patio el día que se llevaba el balón de Mario.

Una vez pasado el dintel de la puerta, antes de que pudiera bajar las escaleras, doña Eloisa logró alcanzarlo y agarrarlo del brazo. ¿Dónde vas? -dijo. Él se zafó de la mano de ella. No puedes irte, siguió diciendo, y se interpuso entre el Tarugo y las escaleras.

Él, sin dejar de sonreir, metió su mano derecha en el bolsillo de su pantalón y extrajo un objeto metálico. Después el niño comprendió que era una navaja. La abrió delante de los ojos de la señorita Eloisa y, sin dejar de sonreir, el Tarugo colocó la punta de la hoja del cuchillo en el cuello de la maestra, diciendo: ¿Quieres que te corte un pedacito de oreja? Ella dio un paso atrás y calló rodando por las escaleras.

El Tarugo bajó despacio, pero con cadencia. Cuando pasó junto a la vencida doña Eloisa, el niño pudo ver que el Tarugo ni siquiera miró la brecha que ésta tenía en su frente.

Por los siglos de los siglos:

 

Nacimos en el mismo año, en el mismo día, y en la misma calle hace más de un sesquicentenario. Los dos morimos también el mismo día y en el mismo año. Muy cerca el uno del otro. Pero sólo uno de los dos se convirtió en fantasma y no soy yo.

Quiero decir que sí, que soy yo el fantasma vulgar y corriente, el que se aparece por las noches para asustar a las viejas y a los niños, el que aunque ya no arrastre cadenas, hace ruídos para enloquecer a los incautos. Pero el verdadero fantasma es él, al que no he podido borrar de mi memoria en los más de cien años que han pasado desde nuestras muertes, el que continúa presentándose cada día y cada noche y cada momento, el que dispone de una sonrisa que me aterra y de una mirada retadora que no logro ni despreciar ni ignorar.

Él murió conmigo o yo lo maté matándome.

Por este mi acto inmundo sigo entre el mundo de los vivos y el de los muertos, y él continúa en mi recuerdo como un castigo por el mal que le hice. Lo hice porque siempre estuvo a mi lado, siempre con su sonrisa, siempre molestándome y perjudicándome, siempre coaccionándome, desde el mismo día en que nací y mi madre tuvo que alejarse de mí para darle de mamar a él. Entonces creía que la vida era el gran valor, el único valor. Iluso. No sabía nada de la eternidad, ni lo suponía. Lo maté por ignorancia.

Tal vez si yo no hubiera muerto con él, hubiera podido vivir unas horas, unos días con su ausencia, en pleno goce, sin mirar atrás por encima de mi hombro, sin temor. Pero, la verdad es que fui muy torpe. Me abracé a él y me impulsé desde el umbral para arrojarme al vacío. Después quise soltarme y lo hice. Me separé unos metros de él y pude ver por un instante cómo se golpeaba la cabeza contra las rocas. Después me tocó a mí. Pero mi golpe fue distinto. Sonó extraño o no sonó. Creo que por ello me quedé atrapado entre los dos tiempos o las dos dimensiones. No obstante, a pesar de morirme, mantengo todos mis recuerdos intactos, sobre todo los suyos. Sobre todo su mirada y su sonrisa. Me siguen matando a cada instante. Su muerte fue mi derrota. Maldigo el instante en que decidí abrazarme a él y saltar.

Tal vez siga sin morirme del todo por el odio que le tuve y aún le tengo. Por este odio que se apoderó de mí, que me invadió desde siempre. Cómo me molestaba su olor. Debe ser por esto: el odio es lo que me impide morirme del todo, creo, y borrar mi memoria y todo lo demás con ello. Estoy desesperado, porque no sé qué hacer para morirme por fin. O tal vez esto sea la muerte: un eterno recuerdo imborrable de todo lo que fue.

No hemos de disparar al urogallo en celo:

 

" ... de la négation éperdue du chasseur dans le chant d’amour du coq de bruyère".

(André Breton, Constelaciones. "Constelaciones de Joan Miró", 1959).

"... el extravío que niega al cazador en el canto de amor del urogallo".



Debía ser muy joven aún, niño, cuando tuvo su primera experiencia artística. Recuerda que agarrado de la mano de su madre iba todos los domingos, muy temprano, a la iglesia que estaba emplazada en la calle alta. Recuerda también el fresco o el frío, a veces, de ese paseo, y cómo la entrada en la iglesia era una forma de recogimiento. Una vez dentro la madre le quitaba la bufanda y el gorro mientras él se desabrochaba el abrigo. Entonces ella se marchaba a un rincón en la cara norte del templo y junto al altar donde se encontraba el cofesionario. Mientras el niño se quedaba observando los detalles de los cuadros que adornaban las cuatro capillas y las paredes de la iglesia. Debían ser de los siglos XVII y XVIII. Estaban muy deteriorados y apagados, oscuros por el paso del tiempo, y cubiertos de polvo. No obstante en esos cuadros podían observarse detalles que al niño lo transportaban a un estado extraño, místico diría si no se me malinterpretase, como si lo sacasen de sí. A veces se quedaba admirando unos ojos azules y acuosos de un angelote o un pajarillo que apareciese en algún rincón, o una mano venosa y delgada,... Después, cuando su madre terminaba de confesar, el niño volvía a abrocharse el abrigo mientras su madre le colocaba de nuevo la bufanda y el gorro, y salían a la plaza de vuelta a casa.

Algunos años después, tendría unos ocho años, el niño le propuso a su madre:

  • Madre, ya no quiero acompañarla más a la iglesia para que usted se confiese.

  • ¿Y eso? ¿No quieres venir conmigo? ¿Ya no quieres seguir admirando los cuadros de la iglesia?

  • No es eso, madre. Ya me conozco los cuadros de memoria. Le quiero hacer una proposición.

  • ¿Cuál, a ver?

  • Verá, madre. Mientras usted va a la iglesia, yo me puedo quedar en casa y pintarle en una tela un objeto de la casa para que usted pueda verlo a su regreso.

  • ¡Ah! ¿Quieres pintar?

  • Sí, madre. Necesito retales viejos, pinceles y botes de pintura.

  • De acuerdo. Mañana vamos a la papelería a ver qué tienen por allí.

Y así fue cómo comenzó el hábito de pintar por parte del niño.

Primero hizo algunos ensayos, probó los pinceles, mezcló colores, lavó los retales,... hasta que llegó el domingo y su madre, muy temprano, salió de casa para acudir a su cita en el templo de la calle alta. El niño permaneció solo en casa, ahora su particular santuario, clavó la tela con unas tachuelas a un bastidor, puso algunos colores en una tabla y blandió los pinceles para pintar algo. No sabía qué podría pintar: el búcaro que estaba en el rincón de la cocina le parecía muy difícil, además le daba el sol a un costado y los colores eran... irreproducibles, pensaba. El fuego de la chimenea..., imposible, ni formas ni colores definidos. Finalmente se decidió por pintar su propio pincel: parecía fácil, monocolor -creía-, de formas definidas,... Al final logró pintar un aburrido pincel flotando en una atmósfera verde oscura.

Él estaba muy orgulloso de su obra cuando volvió su madre de la iglesia:

  • A ver, ¿qué tal? ¿Cómo te ha ido? ¿Has pintado algo?

  • Sí, madre. Respondió muy contento el niño y le enseñó el dibujo del pincel.

La madre lo contempló con asombro y le dijo:

  • Pero, eso... ¡es un pincel!. Y está muy bien dibujado. Es asombroso Miguel. Ya eres un pintor.

  • Bueno, madre. Es el primero. Espero que en los próximos vaya mejorando mi técnica.

La madre no quiso decirle que comprar un pincel y colores para pintar un pincel, no parecía algo de mucho provecho, aunque era lo que verdaderamente pensaba.

Y así fue como el niño comenzó a pintar. Primero todos los domingos, pero pronto todos los días y casi todas las horas. Siempre estaba con su batín lleno de manchurrones, con el pincel en la mano derecha y con la tabla de colores en la izquierda. Después de pintar objetos de la casa, empezó a pintar objetos de la calle: los que se veían a través de las ventanas de la planta baja y, después, los que se veían de la primera planta: un naranjo, una rueda de carro, la sombra de un gato,... Más adelante se atrevió a pintar paisajes: su calle arriba, su calle abajo, el tejado de la casa de enfrente con un trozo de cielo. Por último la emprendió con animales y personas: el gato de antes, su vecina Felisa, su abuelo sentado en una silla junto al portalón,...

La verdad es que su madre notaba cierto progreso en las obras de su hijo, pero en su interior, creía que su hijo no tendría futuro como pintor. No obstante, le faltaba tiempo para irle a comprar botes, pinceles y lienzos.

Y así fueron pasando los días, hasta que llegó el momento en que el niño se sintió con las ganas y con el atrevimiento de llevarse uno de sus cuadros al colegio. Escogió para tal acontecimiento un cuadro que había terminado la tarde anterior en el que representaba un paisaje de las afueras del pueblo: un campo de trigales verdes que se extendía hasta el fondo del paisaje. Podía verse también un camino amarillo en el centro, que igualmente se perdía serpenteando hasta el fondo y en la base del cuadro, junto al sendero, el carro viejo y abandonado de Luis, el loco. El cielo era de un azul intenso.

Iba el niño muy ufano con su cuadro envuelto bajo el brazo camino del colegio. Llegó al patio el primero y allí se colocó en su sitio, el que ocuparía después la fila de su clase, con la maleta en una mano y el cuadro en la otra. Fueron llegando algunos compañeros que le preguntaban:

  • ¿Qué llevas ahí, Miguel?

  • ¿Eso qué es?

  • Ahora lo veréis. Cuando entremos en la clase.

Todos tenían curiosidad e impaciencia por ver qué traía Miguel envuelto bajo el brazo.

Otro niño dijo:

  • Es un cuadro. Yo he visto a la madre de Miguel comprar pinceles y botes de pintura en la papelería. Ya veréis.

A Miguel no le gustaba mucho ese niño. Siempre le pareció un poco bruto e impaciente. Además hablaba mal de muchos compañeros y de sus hermanos o padres.

Formaron la fila y fueron todos los niños entrando en sus clases.

Cuando Miguel llegó a su putitre puso encima su cuadro, los desenvolvió para que todos disfrutaran de su obra. Los niños se arremolinaron sobre ella. Todos querían ver lo que Miguel había pintado y todos pudieron reconocer el camino de salida del pueblo, el carro del loco Luis, el campo de trigo y el cielo azul. Entonces el bravucón de antes, que todo lo sabía, agarró un trozo de carbón y sonriendo dijo:

  • ¡A ver! Aquí falta algo: falto yo. Y con la punta del carbón dibujó con tres trazos en el centro del camino, arañando la pintura, una figura monstruosa diciendo:

  • Ahora está bien y completo el cuadro.

Todos quedaron en silencio, aguardando.

  • Pero, ¿qué haces? ¿Bien? -preguntó Miguel-. ¿Completo? Pero si eso... eso...

Miguel no pudo reprimir unas leves lágrimas que nadie quiso contemplar.

  • Bueno... si no me ha salido bien el dibujo -dijo el bravucón- es porque yo no tengo ni pinceles ni colores como tú.


El antipico o Balada triste de un amor con dos fulcros:

 

"En efecto, aquel μήδν γαν [medén ágan], esto es, «nada en exceso» prescribe rectamente la norma y la regla de toda virtud según el criterio del justo medio, del cual trata la moral, y el famoso γνῶθι σεαυτον (gnothi seautón], esto es, «conócete a ti mismo» incita y exhorta al conocimiento de toda la naturaleza, de la cual la naturaleza del hombre es vínculo y connubio. En efecto, quien se conoce a sí mismo, todo en sí mismo conoce, como ha escrito primero Zoroastro y después Platón en el Alcibíades. Finalmente, iluminados en tal conocimiento por la filosofía natural, próximos ahora a Dios y pronunciando el saludo teológico, esto es, EI, «Tú eres», llamaremos al verdadero Apolo familiar y alegremente". (Giovanni Pico de la Mirándola, Discurso sobre la dignidad del hombre. Traducción de Adolfo Ruiz Díaz).


  • Hola -me dijo abriendo la puerta del apartamento con esa su sonrisa permanentemente insinuada-.

  • Hola -dije yo, mirándole a él, a Pico, el pianista-. ¿Qué haces aquí -seguí diciendo-? ¿Qué hora es?

Y dirigiéndome a ella:

  • ¿Qué está pasando? Es mi turno.

  • Perdona, Miguel. Se nos ha echado el tiempo encima -dijo ella, mientras Pico, con su cabeza ligeramente inclinada hacia abajo miraba directamente a mis ojos. Este leve gesto, junto a su sardónica sonrisa, le servía para pronunciar intensamente su mirada altiva, mas no insolente-.

Un arrebato de odio me recorrió todo el cuerpo y a punto estuve de lanzarme contra él y romperle la cara. Ella me retuvo agarrándome del brazo.

  • Ven, Miguel -me dijo-. Pico ya se iba. ¡Vamos, Pico! Tienes que marcharte.

Pico no se inmutó. No cambió su rictus altivo en la mirada. Su cuerpo esbelto, su mano derecha en el bolsillo, su hombro apoyado en el quicio de la puerta, su mano izquierda sujetando entre sus largos dedos un cigarrillo. No dijo nada. Aguardó unos segundos. Esperaba. ¿Qué? Esperaba mi impaciencia.

  • No, Lucía. Soy yo quien se va -dije-. Avísame cuando quieras volver a verme, pero procura que no esté él. Como lo vuelva a ver contigo, lo mato, -dije mirándo en los ojos vacíos de Pico. Él no se inmutó-.

Me di media vuelta y abandoné el apartamento. Bajé deprisa las escaleras, casi saltando de tramo en tramo. Necesitaba salir de ahí. Después estuve pateando por las calles del barrio. Estuve llorando en silencio. Pero no era tristeza lo que sentía. Era odio. No hacia ella. No podría odiar a Lucía nunca. No importa lo que me dijera o lo que me hiciera. El odio estaba concentrado en la mirada altiva de él, de Pico. Lo tenía todo. Yo le presenté a Lucía. Joven, era ya un pianista de fama local. Nunca entendí cómo podía interpretar piezas de tanta belleza y que requiriesen tanta sensibilidad si él nunca hacía sentido nada por nadie, si era frío y blanco, sin colores ni pasiones, como una nevada.

Horas después recordé que lo había amenazado de muerte. Comprendí que si Lucía no me hubiera agarrado del brazo me hubiera lanzado contra él, contra su mirada, y lo hubiera matado. Recordé que tenía mi mano derecha dentro del bolsillo de mi chaqueta. Estaba agarrando una navaja. Tal vez no quisiera verdaderamente matarlo, pero quería borrarle su sonrisa. No existe una esponja que pueda borrar esa mirada. Solo un puñal puede hacerlo, pensé, y seguí caminando toda la noche. Creo que estuve en lo de Proclo. No recuerdo cuánto bebí, pero hoy ni tengo dinero en la cartera ni puedo soportar el dolor de cabeza.

¿Por qué Lucía se había confundido de hora? Si todo había quedado muy claro semanas atrás. Qué días eran míos y cuáles los suyos. Lucía hablaba de no sé que triángulo equilátero. Yo nunca entendí la cábala: no sé cómo las letras que forman las palabras puedan ser números que completen ecuaciones mágicas que revelen realidades ocultas y prometedoras. Lucía sabía enredarlo todo. Yo creo que a mí me quería más que a Pico, pero creo que él la hacía más feliz. Al fin y al cabo él era de noble cuna y sin duda tenía un gran encanto personal. Era músico y su composición estaba construida con silencios. Se mostraba aterrador cuando permanecía callado y con la mirada firme.

Pico enseñó a Lucía a ser libre, pero Lucía lo superó en esta matería. Tal vez por ello olvidase la cita que tenía conmigo. A partir de las cuatro Lucía me pertenecía a mí. Él estaba consumiendo mi turno, me digo mientras recuerdo su mirada altiva con su cabeza ligeramente inclinada hacia abajo, como diciendo "no necesito alzar la cabeza para humillarte, miserable". Mientras recuerdo esa mirada y el robo permanente a que me somete no paro de jugar con la fina hoja de mi navaja. Me gusta oir el sonido que hace cuando pulso la palanca y sale la hoja, desplazando hacia atrás la tapa protectora: una navaja con dos botones, una palanca con dos fulcros, un triángulo equilátero con una base y dos lados convergiendo hasta encontrarse, destinados a cruzarse al final del camino y el camino ya está terminando.

Cuando, semanas antes, le había presentado a Lucía, bella y amorosa, dulce como algodón de azúcar, él le había dicho "nada en demasía". No sé qué quiso decir con esto, pero ella pareció entenderlo a la primera. Tal vez fuera un amor a primera vista, como ella me dijo más tarde, aunque yo no la creyese. Tal vez fuera la arrogancia de quien tiene todo lo que quiere y finalmente acaba queriendo lo que tienes tú, no porque él lo quiera o lo necesite, sino simplemente porque lo tienes tú y quiere que tú no lo tengas. Sólo así puedo entender su mirada arrogante. Creo que ella comprendió aquel "nada en demasía" como una crítica hacia mí, hacia mi amor entregado y apasionado por ella. Tal vez Lucía comprendiese de repente que un amor más frío o distante, si es que esto tiene sentido, le fuese más necesario en el momento en que se encontraba. Y esto, claro, no se lo podía dar yo. Ella me decía: "Tú no me amas. Tú me deseas". Y yo me quedaba mirándola sin comprender nada. "Claro que te deseo, Lucía. Quiero abrazarme y fundirme contigo en un solo cuerpo".

El día en que los presenté, unas horas después de conocerse, cuando yo estaba apartado de ellos y con el corazón roto, el ánimo entristecido y la desesperación en la cara, oí cómo él le decía también "conócete a ti misma". No creo que estuvieran hablando de filosofía socrática. Creo más bien que él estaba intentando convencerla a ella de que él era su destino o algo así. Creo que ella aprendió su libertad en ese momento.

Lucía siempre ha sido muy receptiva y nada impulsiva. Quizá ella necesitara en ese momento escuchar aquello, quizá ella necesitara conocerse mejor y qué guía más oportuno que el seductor de Pico, con su mirada altiva y sus manos delicadas. Quién mejor que sus manos podían tocar la melodía que ella necesitaba escuchar.

Mientras en este día de ruptura y vértigo recuerdo aquél momento en que ellos se conocieron, siento cómo la sangre se eleva hasta mi cabeza y parece que mis sienes y mi nuca van a estallar de pura inflamación.

  • No eres nada, Miguel. No eres más que un mediocre estudiante de letras sin más futuro que un destino apagado y gris en alguna oficina bancaria o algo parecido. Y esto tirando por lo alto, -me repito una y mil veces-. Tanto esfuerzo de tus padres por lograr sacar lo mejor de ti. Tanto dinero ahorrado para educarte y formarte no han logrado componer un ser humano digno y prometedor. No eres nadie, Miguel. Cómo pretendes que Lucía, tan bella y tan capaz, no quiera ignorarte y apartarte como un vulgar souvenir desde el mismo instante en que tuviste la ocurrencia idiota de presentarlos. ¿Acaso no sabías que Pico es un jaguar?

Sentado en un pantalán del muelle mascullo estas ideas mezcladas de recuerdos y de palabras sueltas y de lágrimas y de una irritación constante.

A lo lejos dos figuras que se acercan. Como por un impulso agarro mi navaja de dos botones en el bolsillo de mi pantalón. Son ellos que vienen cogidos de la mano. Ella por delante. Orgulloso él. Ella que parece querer avanzar más rápido. A unos veinte metros se paran. Él que la agarra del brazo y que le dice algo al oído. Después comienza a caminar hacia mí.

Cuando se situa frente a mí comienza a decirme que era él y no ella quien tiene que hablar conmigo. Que todo ha sido un error. Que él no está enamorado de ella. Que ella me quiere a mí. Qué él se marcha y que no volverá en unos meses, que tiene un contrato para recorrer teatros con el piano por toda Europa. Yo lo escucho sin percatarme de casi nada de lo que dice. La miro a ella, en la distancia, bellísima; está como diciendo algo. A él no quiero mirarlo a la cara. Él que se acerca un poco más hacia mí. Y entonces, tal vez no pueda evitarlo, me mira con esa su mirada, con su cabeza hacia abajo y sus ojos levemente levantados. No puedo soportarle. Como un felino, rápido, saco la navaja, pulso el primer botón, salta el segundo, que misteriosamente se desprende del cuerpo metálico cayendo al suelo, sale la fina lámina, y en un movimiento imprevisto y repentino clavo la punta de la hoja en el costado de Pico, mientras le digo: "No eres, Pico, no eres nada".




El poeta:

 

A Ingrid Parrilla Sánchez.


"Entonces, ¿era un hombre que acababa de soñar que era una mariposa?

¿O era una mariposa que soñaba que era un hombre?"

(Zhuang-Tse, sabio taoísta chino, IV-III siglo antes de nuestra era).


La verdad es el vuelo. Lo demás es sueño.

La primera vez, creo, tenía cinco años. Quizá seis.

Al principio hubo un silencio. En mi entorno todo fue poco a poco enmudeciendo. Yo mismo no escuchaba ni mi propia voz. Parecía que me hubiera introducido dentro de una amplia y hueca caverna. Pero fuese ésta caverna o cántara, no sentía miedo alguno. Más bien sosiego, sentía incluso placer. Mi cuerpo, que tan bien conocía, parecía de otro. No podía controlarlo. Y lentamente comenzó a elevarse. Quiero decir que comencé a ver cómo se elevaba. Yo estaba, cómo explicarlo, fuera de mi cuerpo y éste, independiente de mí, se elevaba por encima del suelo. Mantuvo la postura que yo le había dejado: sentado en el piso y con las piernas cruzadas, pero lo veía separado del suelo. Elevándose al menos dos cuartas formadas por la mano de un niño de cinco años. Así se mantuvo, en el aire, durante unos segundos. No creo que esta primera levitación -no recuerdo ninguna anterior-, durase más de treinta o cuarenta segundos.

La verdad es que no puedo recordarla con rigor. Se me confunde con otras posteriores. Pero de lo que estoy seguro es de que yo no la provoqué, es decir, surgió sola sin que mi voluntad o nada parecido hiciese nada, y de que fueron unos segundos de sumo placer y nada sorprendentes. Quiero decir que esta primera levitación y todas las restantes fueron totalmente espontáneas y agradables.

Después de ésta vinieron otras. Siempre con las mismas caracterísicas, pero todas de diferentes duraciones: el silencio impuesto, el ensimismamiento, mi actividad cerebral invadida de placer, un olor ácido y agradable, y la sensación de que mi cuerpo fuese más ligero que el aire o, quizá sea más exacto escribir, que el aire se hiciera tan denso como para hacer que mi cuerpo, independiente de mí, flotase en el espacio. Alguien tal vez pueda suponer que era como si mis venas y arterias se hubieran llenado de gas, pero no es así, mi cuerpo no se sentía ni pesado ni inflado ni hinchado, simplemente el aire exterior a él se había convertido en una forma de magma espeso, en una forma de fluido denso y graso, y mi cuerpo, sin dificultad y sin que yo me lo propusiera, comenzaba a elevarse al mismo tiempo que yo salía de él y podía así contemplarlo desde fuera, como si yo también gravitase a su alrededor.

Otra característica de estas primeras levitaciones de cuando era niño era que siempre me ocurrían estando solo. Más adelante, cuando ya tenía unos doce años, comenzó a barruntarme la idea de que era posible que todo fuese resultado de una imaginación muy activa, como me decía mi madre ("este niño no está nunca tranquilo ni quieto"). Quiero decir, comencé a dudar de si realmente ocurría lo que yo observaba y vivía que ocurría o si todo esto era pura fantasía. Esta última idea fue creciendo en mi interior cuando me percaté de que siempre me ocurría estando solo. Si nadie me veía tal vez fuese porque no ocurriera nada de lo que yo vivía. Pero a los catorce años, cuando ya creía que acabaría necesitando de la ayuda de un psiquiatra y cuando estaba a punto de confesárselo todo a mi madre (acababa de levitar tan alto y tanto tiempo que había visto a mi cuerpo saliendo por el balcón abierto y flotando en dirección a la calle y al cielo azul), observé cómo baby, el perro del vecino me observaba desde el balcón de enfrente. Y no me estaba mirando a mí, sino a mi cuerpo. Cuando éste traspasó el umbral que marcaba la barandilla del balcón, baby dio un par de ladridos roncos, como intentando avisar a todos de que aquello no era normal.

Creo que fueron estos ladridos los que me, iba a escribir, me despertaron; pero en ningún momento estuve dormido. Estos ladridos me reintrodujeron en mi cuerpo y comencé a controlarlo torpemente, como si fuera el piloto novato e inexperto de una enorme nave. Poco a poco reconduje mi cuerpo hacia mi habitación y torpemente lo volví a depositar sobre el piso.

Desde ese instante comencé a sentir que podía controlar voluntariamente mis levitaciones: podía saber cuándo ocurrirían, podía provocarlas, podía reconducirlas, podía también reducirlas. Y más adelante incluso no estando solo. Pero esto siempre me cuesta un enorme esfuerzo que me deja tan cansado que necesito horas para recuperarme. Además, siempre que lo he hecho, quiero decir, siempre que he levitado junto a otras personas, lo he hecho a poquito, es decir, por ejemplo, estando sentado en un sofá y levitando solo un par de centrímetros o algo así. Generalmente prefiero levitar solo y cuando dispongo de tiempo. Relajo mi cuerpo, me siento a descansar, me concentro en algo que esté frente a mí y lentamente siento cómo el resto de los objetos se va alejando, que el espacio que me separa de ellos va creciendo, que el aire se va haciendo más y más denso, y cuando estoy frente al blanco en que se ha convertido el tal objeto fijado, comienzo a alzarme. En ese mismo instante yo salgo de mi cuerpo, que queda flotando en mitad de la habitación, y me dispongo a observar, a escrutar, a mirar con otros ojos, a representarme los objetos y a las personas de maneras diversas y ajenas, nuevas, siempre en silencio o, quizá sea más exacto, manteniendo soto voce una conversación conmigo mismo, pero sin ser yo ninguno de los dos interlocutores. No sé si esto es exacto o claro para los demás, pero para mí sí lo es. Al fin y al cabo esto lo estoy escribiendo para mí, por si alguna vez, ojalá que no ocurra, todo quedase olvidado. Esta soledad profunda que me invade y me anega como si fuera una ola enorme, me hace total y profundamente feliz. Me siento feliz al sentir que el aire que me rodea es más pesado y denso que mi cuerpo. Quizá no sea tampoco esta la palabra, feliz, la más adecuada, pero no encuentro otra con que pueda sustituirla y que se refiera exactamente a lo que quiero decir: cuando estoy en plena levitación no quiero en ningún momento volver a mi estado... normal. Pero, es cierto, que después de una duradera elevación me siento profundamente cansado, incluso si no hay nadie presente, sobre todo en las últimas ocasiones, agotado como si yo mismo hubiera tenido que soportar el peso de mi cuerpo volador.

Esto lo estoy escribiendo porque los últimos episodios se han visto acompañados de una novedad extraña. Ha comenzado a aparecer una suerte de repugnancia, de asco cuando mi cuerpo recupera su posición sobre el suelo. El aire a mi alrededor comienza a enrarecerse o mi cuerpo comienza a adensarse y lentamente éste vuelve al piso. En el momento en que siento la dura horizontalidad bajo mi piel, en que su dureza se me impone irremediablemente, me invade una sensación de asco. Como si yo, o lo que sea, no quisiese volver a la normalidad y se vengase de mí por mi estúpida vuelta a lo cotidiano. En ese momento la repugnancia es total. En las dos últimas ocasiones la sensación de náuseas era infinita, el estómago revuelto y con ganas de vomitarlo todo. Por ello, estoy procurando en vano no comer nada durante las cinco horas previas a un episodio de levitación. El asco es tan atroz que caído en la cama o en el suelo, me dejo conducir por el sueño y duermo profunda e inexorablemente. No obstanta, este sopor y este asco no logran borrar la sensación de felicidad, pero me están haciendo creer que mi vida consciente no es más que un sueño y que, en cambio, mi vida real es la que transcurre cuando estoy lejos del espacio y del tiempo. Quiero decir, que la verdad es la verdad de mi vuelo y que lo demás es sueño, como decía al principio de esta reflexión.

Por ello me escribo este texto, para olvidar la increible y absoluta soledad de mi vida.

Deterioros:

 

Al principio ella se sentía muy fuerte y voluntariosa, animada, incluso, y le mostraba mucha paciencia o, al menos, eso pretendía. Le hablaba a él muy despacio. Se paraba a escucharlo. Lo miraba. Aunque su boca y sus labios no parecían los mismos. Esperaba a que sus palabras le fuesen saliendo de la garganta: deshechas, torcidas, amputadas, retomadas, lentas. Pero ella esperaba. No le hacía precipitarse. Con paciencia, le dejaba hacer, le dejaba pronunciar. Le daba importancia a lo que él le decía. Lo atendía y lo esperaba en silencio. Después le respondía despacio, pronunciando cada sílaba, cada letra, para que él no se perdiese. El diálogo iba desarrollándose o hilándose con todas las dificultades, pero seguía desanudándose, con parsimonia. Y, así, hora a hora y día a día. No obstante, poco a poco, ella fue cansándose. Primero empezó a perder la paciencia con su falta de comprensión: tenía que repetirle todo dos, tres, cuatro veces. Y repetírselo despacio, pronunciando cada sílaba. Y con las mismas palabras. Sin modificar ninguna. Y después tenía que esperar a que él le respondiera. Esperarlo con paciencia. Esperarlo a que terminara sus frases sin hacer ni decir nada. Solo esperando simulando su atención por él, por lo que tenía que decir, por lo que de hecho decía. Mas lo peor no era esa espera paciente e inútil, porque día a día y semana a semana, observaba cómo cada vez el deterioro iba en aumento: cada vez tenía más dificultades para entender lo que se le decía o para hablar si era el caso de que hablara. Lo peor era que comenzaba a no decir nada con sentido: olvidaba letras o las cambiaba por otras; en lugar de decir “quiero comer” decía “jiero jomer” o algo así; después cambiaba palabras o las olvidaba y las sustituía por las que se le venía a su cabeza. Decía, por ejemplo: “No me craigas la vieja”. Ella tardó siglos en entender lo que él quería decirle con tanta dificultad que ya no lo soportaba más, creía. Al final, llegó a la conclusión de que siempre le quería decir lo mismo. Tal vez ella se dejara llevar por la molicie o por la desesperación o por la imposibilidad de atenderlo más o por el cansancio o la humillación. Siempre entendía que le decía algo así como: “No me dejes solo” o “No te vayas”. Y ella no podía moverse de su lado. Y no podía dejar de hablarle muy despacio, para tapar su voz, para callarlo, para que no le dijera nada más o para no oír lo que él le decía a cada instante, con su voz seria y grave, con su boca y sus labios que tan bien conocía, pero que ya no conseguían decir nada inteligente o comprensible. Después dejó de decir nada. No hablaba y tampoco parecía que entendiese nada. Así estuvo días, semanas. Ella le hablaba, incluso le cantaba; él la miraba, a veces, pero no abría la boca. Pasaron semanas sin que dijera nada. Ella ya no sabía qué decirle, qué cantarle, qué hacerle. Le apretaba las manos y los brazos; le cogía la cara, y, sobre todo, le miraba a los ojos. Hasta que un día él, de repente, mirándola fijamente, dijo, con su voz grave y recia, con sus ojos inocentes, como de niño, con su boca y sus labios de siempre, como si fueran los de siempre, los suyos. Dijo: “Vete”. O, al menos, cree ella que eso fue lo que dijo. Y ya no ha vuelto a decir nada más. También ha dejado de mirarla ni quiere que ella lo mire. Cree que esta fue su forma austera, simple, directa y cansada de decirle adiós, que todo se acabó, que no podía más, cree.

Oración fúnebre:

 

Cuando era niña, no sabía si con cinco o con seis años, tal vez con siete, vio en el libro de religión de la escuela un dibujo. Era uno de esos libros que en lugar de fotografías tenía viñetas de colores simples y escasos (no más de cuatro), y rasgos sencillos. Los personajes que aparecían eran siempre los mismos, pero en distintas posiciones y escenas, somo si pertenecieran a una saga o a una historia teatral. Quien hacía de Noé era el mismo que también aparecía como Moisés. Jesús era otro distinto, de rostro más joven y también aparecía como Adán. Lo que le llamó la atención fue el dibujo que representaba a éste, a Adán y a Eva, él cubriéndose el pubis con sus dos manos mientras echaba a andar con lágrimas en los ojos después de escuchar la sentencia de expulsión del paraíso. Ella, tal vez la misma que en otras escenas representaba a la Virgen, tapándose igualmente el pubis con su mano izquierda, mientras que con la derecha iba cubriéndose el rostro. Seguramente Eva no querría que nadie la viera llorar. Como siempre le pasó a Marta, nuestra amiga. Y no le importaba siquiera mostrar a todos sus pechos. O tal vez los pechos, entonces, no pertenecieran a las partes pudendas que las mujeres debieran proteger de las miradas indiscretas. Recordaba que, de niña, las madres no mostraban pudor en este sentido, se sacaban el pecho en cualquier lugar, en la plaza de abastos, en un banco del parque, en casa de una vecina,... y daban de mamar a su hijo pequeño sin dejar de hacer lo que estuvieran haciendo. Desde entonces siempre, decía, le había perseguido esa imagen del libro de texto de religión: el rostro de Eva tapándose el pubis y el rostro, mientras iniciaba la andadura que la conducía, a ella y a todos sus descendiente, indefectiblemente, bíblicamente, fuera de las márgenes del paraíso. Tal vez ella siempre se había sentido expulsada de no sé qué paraíso, avergonzada por ello, sin saber por qué, y no importándole nada que todos pudieran ver sus pechos menudos si, a cambio, podía ocultar sus lágrimas.

Unos años después, no muchos, recuerda que tuvo que salir de clase igual que Eva: no pudo aguantar más y, en medio del aula, cuando todos la miraban resolver un problema de matemáticas, se le aflojaron los esfínteres, y comenzó a orinarse encima. Como Eva, salió del aula tapándose con su mano izquierda la mancha de humedad, mientras que con la otra se tapaba el rostro para que, aunque tímida, orgullosa, nadie pudiera ver sus lágrimas.

Tal vez siempre se sintiera así, expulsada de algún cercano paraíso de cálido hogar o de feraz huerto o jardín, y avergonzada ante todos de sus lágrimas que, con seguridad, no sabrían o podrían impedir el fatal desenlace del destierro o de la vergüenza ante todos por haber ocupado un lugar al que no tenía derecho o, peor aún, que usurpaba a alguien y que todos acababan advirtiendo.

“¿Nunca nadie ha sido invitado a una fiesta por error? ¿Y ha comido y bebido como todos, disfrutado como todos, sabiendo que no pertenecía a ese lugar, que no eran para ella esos cuidados?”, preguntó una vez mientras tapaba su cara cuando tomábamos café en una confitería del centro y ella decidió preguntar. ¿No os acordáis? Estaba yo, pero también estabas tú, Luisa, y tú, Micaela. ¿No os acordáis? Creo que ella siempre se supo expulsada o desterrada dondequiera que estuviese, como si nada de lo que le ocurriera debiera estar destinado para ella.

Hace unos años, su madre, que aún vivía, le contó una historia que luego, unos meses después, me contó a mí. Ella siempre dijo que era la historia que, sin saberlo, había configurado su vida. Según le contó su madre, ella había nacido junto a su hermana. Es decir que primero su madre parió a su hermana y después la parió a ella. La hermana murió a las pocas horas de nacer por un problema de corazón, me dijo. Pero ella siguió en este mundo, agarrándose a él como pudo. Yo creo que ella creía que había nacido para ocupar el lugar de su hermana, para ocupar un lugar que no era el suyo. Y que por mucho que hiciese o se esforzase, nunca conseguiría hacer que lo fuera. Siempre se había sentido como si ocupase un lugar que no le correspondía o le pertenecía. Tal vez ella creyese que todo el esfuerzo no conseguía nunca hacer olvidar que había sido invitada a un lugar para el que no tenía capacidad o mérito o valía o no sé qué.

Juanito, su éx, me dijo un día que, cuando decidieron separarse, ella se marchó de casa sin dejar escapar ni una sola de sus lágrimas. ¡Y todas sabemos lo que ella quería a Juanito! Sólo cuando hablaba de él se la veía alegre y contenta, con ganas de hacer o de decir lo que fuese. Entonces nunca se cansaba ni se enfadaba. Pero se ve que Juanito no estaba tan enamorado de ella como ella lo estaba de él. Entonces no opuso ninguna resistencia, ni se interesó siquiera por quién era su rival, ni por saber si la conocía o si era más joven o más simpática o más guapa. Simplemente bajó sus brazos y salió de su apartamento para no regresar, sin volver siquiera la mirada, sin decir adiós ni nada. Salió como si la hubieran cogido en un lugar al que no perteneciera, como si fuera una usurpadora en su propio hogar.

Y ahora,... ahora Marta se ha ido igual que vivió. Sin decir nada, sin hablar, sin decirnos nada de su enfermedad, sin llorar ni haciendo llorar a nadie, creería ella. Como si la vida no le perteneciera por derecho, como si la hubiera vivido sin merecerla, como si la hubieran invitado a ella por error. Por ello, ante su féretro, no puedo menos que decir: “Marta, tal vez tú no quisieras que te viéramos llorar, pero lo que no puedes evitar es que todos ahora lloremos por ti. Así que, si tu alma o tu espíritu está sobrevolando este lugar, no podrás conseguir que nuestras lágrimas no sean visibles desde donde quiera que estés. Siempre fuiste una de las nuestras y siempre te tendremos presente en nuestras plegarias, en nuestras cenas, en nuestras reuniones, y en nuestras palabras y pensamientos, porque siempre estuviste en el lugar que te correspondía. Descansa en paz, amiga”.

Culpa:

 Tu ausencia y mi angustia, pústulas nuestras,

ultiman una tumba, su cúpula de luz lunar,

para ubicar, hasta nunca,

la húmeda úvula última

de mi animálcula culposa.


Con el mechero clipper entre sus dedos, comprobó una vez más, como lo venía haciendo desde hacía semanas, cómo el aire estancado invadía toda la estancia. Lo encontraba en el salón y en la cocina, también en los baños, pero sobre todo ese aire viciado y sucio, polvoriento y seco, lo encontraba en el dormitario, que alguna vez fue el suyo.

Esto fue lo primero que me dijo el día que la conocí en un pub nocturno de Murcia. Ella estaba medio sentada en un taburete y con los codos apoyados en la barra. A su lado había un hueco que yo aproveché para ocupar y pedirme desde él un güisqui solo son hielo. Al principio no me percaté de su presencia. Yo solo quería beber algo después de una dura y difícil jornada de trabajo. No había estado nunca en Murcia y no conocía a nadie allí. Después he ido otras veces y he repetido el bar, pero nunca más me encontré con ella.

No era tan mayor como en principio me pareció. Creo que no sobrepasaría los cuarenta años, aunque aparentaba no menos de sesenta. Muy delgada, conservaba rasgos que hacían pensar que en otro momento había sido bella. Miraba las cosas pasando su vista delicadamente por encima de ellas, pero sin permanecer mucho tiempo sobre sus figuras. Creo que este era el rasgo más característico de su inteligencia. Sin mirarme, pero con la suficiente voz como para que yo pudiese escucharla sin esfuerzo, por encima de la música de jazz de estaba recogida en el interior del sótano que era ese local, dijo: "el aire estancado invadía todo el dormitorio que una vez fue el mío".

Después siguió hablando. Más bajo, pero con el suficiente volumen como para que yo pudiera seguir escuchándola. "Siempre me supe culpable". Pero no pronunció esta frase como una justificación, sino, simplemente, como una descripción. Es decir, su probablemente enorme sentido de culpabilidad, no era una justificación de lo que pudiera haber hecho o no, sino más bien, una descripción de su vida. O, al menos, así lo interpreté yo. "¿Culpable de qué?" pregunté. Creo que fue entonces cuando ella se percató de que había alguien a su lado que la estaba escuchando. Creo también que su reacción, fijando su mirada en su copa, fue más un sobresalto de sorpresa que una reacción propia de quien quisiera contar algo; no obstante, decidió seguir hablando. "Culpable de todo", ‒dijo y enmudeció unos segundos que se me hicieron muy largos. Después de dar un trago de dos buches para apurar su copa, siguió: "De todo. De la muerte de mi madre, de la enfermedad de mi hermana, del rostro triste y desesperanzado de mi padre, de mi soledad, de mi desilusión, de mis putas ganas de vivir". Y diciendo esto esbozó con sus labios una sonrisa hacia el camarero a quien le pidió otra de lo mismo, aunque sus ojos mantenían la misma expresión de infinita amargura o de desgracia profunda y antigua. Pensé que cuando a alguien se le pega la desgracia, ésta te acompaña para siempre, que cuando el espíritu de la desgracia penetra en una mujer, sobre todo en una mujer, su vida se pudre lentamente y se maldice, quedando a merced de misma desgracia para siempre.

"Nunca dejé de ilusionarme creyendo que este sentido de culpa era resultado de una educación lubrificada por una religión inhumana que afirmaba la idea de que la vida era un valle de lágrimas y que todo empezó el día en que una desobediencia estúpida acabó con todas las ilusiones futuras de creer y crecer creyendo que la vida podía ser un paraíso", creo que pensé. Ella continuaba hablando: "Siempre me sentí culpable, incluso antes de crecer en el colegio religioso en que mi padre, solitario, viudo y desencantado con todo, delegó mi educación". Estos son retales de sus monólogos. "Si el alma existe, y es eterna, como me enseñaron, sin duda, la mía debió ser muy mala en una etapa anterior y por ello el castigo en esta vida es inevitable y desborda la posibilidad de soportarlo", ‒dijo también.

Sus monólogos eran inconexos. Saltaba de un lugar a otro sin lógica sucesión. Después empezó a hablar de su apartamento, pero no del que ocupaba actualmente, sino de un apartamento anterior en algún otro lugar de Andalucía (supuse esto por el calor al que en algún momento se refirió). Decía que se había enamorado ingenuamente, que se había entregado con pasión y decisión al amor, que se había casado y que, aunque no había concebido, su vida, entonces, fue feliz. Que incluso llegó a olvidar su otra vida ajena al matrimonio, esa donde la culpabilidad afloraba por doquier y en la que la amargura y la desgracia la invadían. Su piso de entonces era pequeño, pero felizmente bello: las ventanas abiertas casi continuamente, menos en los meses duros y húmedos del verano y en las horas de más calor, renovaban el aire limpio y fresco, llegado del mar. Recordaba cada objeto de su apartamento, los nombraba caóticamente, cada cuadro, el color de las cortinas del salón, la vajilla, los vasos finos y anchos, las sábanas de los armarios y la delicadeza con que se posaban lentamente sobre el colchón de su cama,... recordaba también la dulzura de los gestos y de las palabras de su marido. Atento a todo lo que ella dijera, risueño, contagiaba su alegría incluso a ella. "A punto estuvo de despegarse la desgracia de mi piel", ‒dijo, aunque no parecía que lo dijera con convicción.

"Pero la desgracia triunfa siempre y la única culpable de ello fui yo". "Una aventura pasajera, sin intenciones, que vino silenciosa, sin notarse, una noche breve y un día algo más prolongado,... Mi marido que no puede evitar notarlo, que pregunta, que indaga, y yo que confieso, como si nada estuviera en juego, porque verdaderamente nada lo estaba. La decisión de marcharse, el piso que se se queda solo y que comienza a marchitarse". "Con él se fue la poca alegría que respiraban las estancias", ‒dijo, con una seriedad densa. "Todas las habitaciones, el salón, la cocina, los baños fueron entristeciendose, sobre todo el dormitorio". "Siempre, desde entonces, cerrado, con el aire viciado y estancado como las ventanas de mi alma", ‒creí escucharla decir. "Y la desgracia que se vuelve a imponer, aplastante, inevitable como la misma muerte, necesaria". Ya no podía más cuando, con el clipper entre los dedos decidió oler por última vez el aire podrido de su habitación, su propio olor corporal, su propio aliento y el de su alma. No llegó a pensar que el colchón de viscoelástica con gel frío en su interior podía arder con tanta facilidad. "Y allí acabó mi vida feliz, apenas tres años de felicidad en los casi cuarenta que ahora tengo".

"¡Qué poco dura lo bueno!", ‒dijo apurando de un trago su copa y envolviéndose en un pesado silencio.

Después de unos minutos se marchó sin mirar atrás, sin mirarme un instante. Creo, también, que sin comprender nada de lo que vivía o de lo que le ocurría. Yo, en cambio, no pude dejar de mirarla. Su espalda era muy delgada, algo encorvada. Su pelo recogido en un moño muy tirante dejaba ver unas orejas algo separadas y más bien grandes, pero bellas, sin duda. No sé su nombre, no he vuelto a saber de ella, pero siempre que visito esta ciudad vuelvo a este bar y observo a cada uno de sus clientes con esperanza por si ella aparece y yo logro reconocerla. También sé que siempre seguiré haciéndolo por muchos años que pasen. Tal vez la contemplación de la desgracia sea un espectáculo imposible de eludir.

viernes, 19 de julio de 2024

La mirilla o Dingdong:

Dedicado a Daniela Tarazona.


Mientras masticaba un trozo de manzana, pensaba que esta mañana no había querido salir a caminar cuando el timbre de la puerta sonó crispando o escindiendo el silencio del apartamento y no solo de éste.

Ni demasiado agudo ni con demasiado volumen, el dingdong era un prolongado "Diiingdooooonnnggg". La "ong" final se expandía por el espacio del apartamento y lentamente, prolongadamente, iba apagándose hasta desaparecer y dejar en su lugar un vacío más que un silencio que lograba prolongarse aún más en la conciencia de Ismael.

Lo primero era ducharse, pensaba. La caminata había sido larga y dura. Diez kilómetros en una hora y veinte minutos. No obstante no sentía quemazón alguna en los pies. Había una mañana espléndida cuando salío de casa, recordaba, cuando Eos, la de dedos rosados, se dejó contemplar.

Recordó el timbre y se preguntó: "¿Quién será ahora?". Se acercó a la mirilla y pudo comprobar que al otro lado de la puerta, en el rellano, en había nadie. Se veía al través de la lente la puerta oblonga de los vecinos al frente, la del ascensor a la derecha y el pasamanos de la escalera a la izquierda. Abrió la puerta del apartamento y, efectivamente, comprobó que no había nadie en el rellano.

Antes de darse una ducha recogió unos papeles arrugados de la mesa del salón y fue a tirarlos a la papelera. Cuando abrió la tapa pudo observar los restos de piel y del corazón de una manzana. No recordaba haber comido nada antes de salir a caminar y nunca desayunaba antes de ducharse. No obstante, conservaba en la boca, creía, un ligero sabor a manzana, y en los dedos su leve y dulce olor.

Intentó comprender a qué se debía su actual estado de desasosiego, cuando le llamó la atención el que las paredes del baño estaban húmedas. El agua caliente de la ducha cayendo sobre su cabeza le hacía ensimismarse. Bajo el agua tan caliente, que le ponía la piel roja, surgían sus más íntimas y profundas reflexiones. Pensó que su cuerpo ya estaba limpio. No sólo no había sudor en su piel, sino que estaba incluso perfumado. Cuando salió de la ducha y se secó el cuerpo con una toalla húmeda, se puso desodorante y agarró el bote de colonia para comprobar que estaba vacío. Lo depositó en la repisa junto a decenas de otros jabones y lociones.

En la cocina, se preparó un abundante desayuno mientras pensaba que no tenía muchas ganas de comer. En un bol fue echando un par de yogures, una cucharada de sésamo molido, otra de lino, tres de avena, un puñado de nueces, otro de pipas de calabaza, unos arándanos, una pera y una manzana. Mientras troceaba ésta última volvió a tomar conciencia del sabor a manzana de su boca. No le prestó demasiada atención. Siguió preparando el desayuno y se sentó en el salón a comérselo, aunque no tenía nada de hambre.

Más tarde, una vez vestido, salió del apartamento con una bolsa para ir a hacer la compra.

Una hora después volvió al apartamento. Con dificultad abrió la cerradura, pasó al interior, cerró la puerta y cuando se dirigía a la cocina volvió a sonar, en el silencio, el "Diiingdooooonnnggg" del timbre.

Ismael, dejando la bolsa sobre la mesa de la cocina y con los ojos cerrados, volvió a preguntarse "¿Quién será ahora?". Cuando el silencio invadió su conciencia, se dirigió a la puerta de entrada y miró por la mirilla. No se veía a nadie al otro lado de la puerta: la misma puerta oblonga de los vecinos al frente, la misma puerta del ascensor a la derecha y el mismo pasamanos a la izquierda. Con sigilo, abrió la puerta del apartamento y comprobó que no había nadie en el rellano. Se giró sobre sí mismo y observó la mirilla de la puerta desde fuera. Pensó: ¿Y si igual que sirve para mirar de dentro a fuera, también sirviera para ser mirado de fuera a dentro? Cerró su ojo derecho y acercó el izquierdo a la mirilla por su cara externa. Pudo comprobar que, efectivamente, a través de la lente podía ver el interior del piso. Pudo comprobar también que el piso, visto así, no parecía el mismo. Parecía que era otro distinto o de otra persona. Al fondo estaba la puerta del salón. En un extremo del mismo se veía la mesa con varios papeles arrugados encima. A la izquierda estaba la puerta de la cocina y sobre su mesa se podía distinguir perfectamente la bolsa de compra llena. Pero qué hace ahí esa bolsa. Él no había querido salir esta mañana a caminar y tampoco había salido a comprar nada. Acababa de ducharse y de comer algo ligero, una manzana, recordaba, pero no había salido aún a comprar nada. Tal vez sea la compra de ayer, que se me olvidó guardarla, pensó sabiendo que esto no podía ser. Volvió a entrar en su apartamento, tiró los papeles arrugados en la papelera, comprobó que estaban los restos de la piel y del corazón de una manzana en su interior. Se dirigió a la cocina y cogió la bolsa de la compra que se encontraba colgada detrás de la puerta. Se dijo: "Ismael, aunque hoy estés un poco desasosegado, tienes que salir a hacer la compra. No tardarás mucho, no necesitas muchas cosas". Antes de salir del piso fue repasando lo que tenía que comprar: avíos para una ensalada, unas patatas, una pechuga de pollo y un frasco de colonia de baño, pensó.

Cuando volvía de la calle, justo antes de salir del ascensor en su planta, volvió a sonar el "Diiingdooooonnnggg" de su apartamento. Esperó a que el sonido se fuese apagando. Abrió la puerta del ascensor y salió al rellano. Se colocó frente a su puerta de entrada y acercó su ojo izquierdo a la mirilla. Pudo comprobar, una vez más, que desde fuera se veía casi todo su apartamento: la mesa del salón, la ventana que daba a la calle, la puerta de la cocina, la bolsa de la compra sobre la mesa. No sabe por qué se estaba contemplando las manos vacías antes de decidir abrir la puerta y entrar al interior. En ese instante sintió nuevamente un extraño desasosiego, náuseas más bien. Comprobó también que estaba sudando. Se sentía sucio y con hambre. Lo primero era la ducha, con el agua muy caliente, como a él le gustaba.


miércoles, 1 de mayo de 2024

El poeta:

 


A Ingrid Parrilla Sánchez.


"Entonces, ¿era un hombre que acababa de soñar que era una mariposa?

¿O era una mariposa que soñaba que era un hombre?"

(Zhuang-Tse, sabio taoísta chino, IV-III siglo antes de nuestra era).


La verdad es el vuelo. Lo demás es sueño.

La primera vez, creo, tenía cinco años. Quizá seis.

Al principio hubo un silencio. En mi entorno todo fue poco a poco enmudeciendo. Yo mismo no escuchaba ni mi propia voz. Parecía que me hubiera introducido dentro de una amplia y hueca caverna. Pero fuese ésta caverna o cántara, no sentía miedo alguno. Más bien sosiego, sentía incluso placer. Mi cuerpo, que tan bien conocía, parecía de otro. No podía controlarlo. Y lentamente comenzó a elevarse. Quiero decir que comencé a ver cómo se elevaba. Yo estaba, cómo explicarlo, fuera de mi cuerpo y éste, independiente de mí, se elevaba por encima del suelo. Mantuvo la postura que yo le había dejado: sentado en el piso y con las piernas cruzadas, pero lo veía separado del suelo. Elevándose al menos dos cuartas formadas por la mano de un niño de cinco años. Así se mantuvo, en el aire, durante unos segundos. No creo que esta primera levitación -no recuerdo ninguna anterior-, durase más de treinta o cuarenta segundos.

La verdad es que no puedo recordarla con rigor. Se me confunde con otras posteriores. Pero de lo que estoy seguro es de que yo no la provoqué, es decir, surgió sola sin que mi voluntad o nada parecido hiciese nada, y de que fueron unos segundos de sumo placer y nada sorprendentes. Quiero decir que esta primera levitación y todas las restantes fueron totalmente espontáneas y agradables.

Después de ésta vinieron otras. Siempre con las mismas caracterísicas, pero todas de diferentes duraciones: el silencio impuesto, el ensimismamiento, mi actividad cerebral invadida de placer, un olor ácido y agradable, y la sensación de que mi cuerpo fuese más ligero que el aire o, quizá sea más exacto escribir, que el aire se hiciera tan denso como para hacer que mi cuerpo, independiente de mí, flotase en el espacio. Alguien tal vez pueda suponer que era como si mis venas y arterias se hubieran llenado de gas, pero no es así, mi cuerpo no se sentía ni pesado ni inflado ni hinchado, simplemente el aire exterior a él se había convertido en una forma de magma espeso, en una forma de fluido denso y graso, y mi cuerpo, sin dificultad y sin que yo me lo propusiera, comenzaba a elevarse al mismo tiempo que yo salía de él y podía así contemplarlo desde fuera, como si yo también gravitase a su alrededor.

Otra característica de estas primeras levitaciones de cuando era niño era que siempre me ocurrían estando solo. Más adelante, cuando ya tenía unos doce años, comenzó a barruntarme la idea de que era posible que todo fuese resultado de una imaginación muy activa, como me decía mi madre ("este niño no está nunca tranquilo ni quieto"). Quiero decir, comencé a dudar de si realmente ocurría lo que yo observaba y vivía que ocurría o si todo esto era pura fantasía. Esta última idea fue creciendo en mi interior cuando me percaté de que siempre me ocurría estando solo. Si nadie me veía tal vez fuese porque no ocurriera nada de lo que yo vivía. Pero a los catorce años, cuando ya creía que acabaría necesitando de la ayuda de un psiquiatra y cuando estaba a punto de confesárselo todo a mi madre (acababa de levitar tan alto y tanto tiempo que había visto a mi cuerpo saliendo por el balcón abierto y flotando en dirección a la calle y al cielo azul), observé cómo baby, el perro del vecino me observaba desde el balcón de enfrente. Y no me estaba mirando a mí, sino a mi cuerpo. Cuando éste traspasó el umbral que marcaba la barandilla del balcón, baby dio un par de ladridos roncos, como intentando avisar a todos de que aquello no era normal.

Creo que fueron estos ladridos los que me, iba a escribir, me despertaron; pero en ningún momento estuve dormido. Estos ladridos me reintrodujeron en mi cuerpo y comencé a controlarlo torpemente, como si fuera el piloto novato e inexperto de una enorme nave. Poco a poco reconduje mi cuerpo hacia mi habitación y torpemente lo volví a depositar sobre el piso.

Desde ese instante comencé a sentir que podía controlar voluntariamente mis levitaciones: podía saber cuándo ocurrirían, podía provocarlas, podía reconducirlas, podía también reducirlas. Y más adelante incluso no estando solo. Pero esto siempre me cuesta un enorme esfuerzo que me deja tan cansado que necesito horas para recuperarme. Además, siempre que lo he hecho, quiero decir, siempre que he levitado junto a otras personas, lo he hecho a poquito, es decir, por ejemplo, estando sentado en un sofá y levitando solo un par de centrímetros o algo así. Generalmente prefiero levitar solo y cuando dispongo de tiempo. Relajo mi cuerpo, me siento a descansar, me concentro en algo que esté frente a mí y lentamente siento cómo el resto de los objetos se va alejando, que el espacio que me separa de ellos va creciendo, que el aire se va haciendo más y más denso, y cuando estoy frente al blanco en que se ha convertido el tal objeto fijado, comienzo a alzarme. En ese mismo instante yo salgo de mi cuerpo, que queda flotando en mitad de la habitación, y me dispongo a observar, a escrutar, a mirar con otros ojos, a representarme los objetos y a las personas de maneras diversas y ajenas, nuevas, siempre en silencio o, quizá sea más exacto, manteniendo soto voce una conversación conmigo mismo, pero sin ser yo ninguno de los dos interlocutores. No sé si esto es exacto o claro para los demás, pero para mí sí lo es. Al fin y al cabo esto lo estoy escribiendo para mí, por si alguna vez, ojalá que no ocurra, todo quedase olvidado. Esta soledad profunda que me invade y me anega como si fuera una ola enorme, me hace total y profundamente feliz. Me siento feliz al sentir que el aire que me rodea es más pesado y denso que mi cuerpo. Quizá no sea tampoco esta la palabra, feliz, la más adecuada, pero no encuentro otra con que pueda sustituirla y que se refiera exactamente a lo que quiero decir: cuando estoy en plena levitación no quiero en ningún momento volver a mi estado... normal. Pero, es cierto, que después de una duradera elevación me siento profundamente cansado, incluso si no hay nadie presente, sobre todo en las últimas ocasiones, agotado como si yo mismo hubiera tenido que soportar el peso de mi cuerpo volador.

Esto lo estoy escribiendo porque los últimos episodios se han visto acompañados de una novedad extraña. Ha comenzado a aparecer una suerte de repugnancia, de asco cuando mi cuerpo recupera su posición sobre el suelo. El aire a mi alrededor comienza a enrarecerse o mi cuerpo comienza a adensarse y lentamente éste vuelve al piso. En el momento en que siento la dura horizontalidad bajo mi piel, en que su dureza se me impone irremediablemente, me invade una sensación de asco. Como si yo, o lo que sea, no quisiese volver a la normalidad y se vengase de mí por mi estúpida vuelta a lo cotidiano. En ese momento la repugnancia es total. En las dos últimas ocasiones la sensación de náuseas era infinita, el estómago revuelto y con ganas de vomitarlo todo. Por ello, estoy procurando en vano no comer nada durante las cinco horas previas a un episodio de levitación. El asco es tan atroz que caído en la cama o en el suelo, me dejo conducir por el sueño y duermo profunda e inexorablemente. No obstanta, este sopor y este asco no logran borrar la sensación de felicidad, pero me están haciendo creer que mi vida consciente no es más que un sueño y que, en cambio, mi vida real es la que transcurre cuando estoy lejos del espacio y del tiempo. Quiero decir, que la verdad es la verdad de mi vuelo y que lo demás es sueño, como decía al principio de esta reflexión.

Por ello me escribo este texto, para olvidar la increible y absoluta soledad de mi vida.

Alonso Cano: San Francisco de Borja (1624):

 


Soy Francisco de Borja y Aragón. III General de la Compañía de Jesús, IV Duque de Gandía, I Marqués de Llombay, Grande de España y Virrey de Cataluña. Nieto de Don Alonso de Aragón, Virrey de Aragón e hijo ilegítimo del Rey Fernando II de Aragón. Bisnieto de Rodrigo de Borja, más conocido como Papa Alejandro VI.

Estudié en Zaragoza con el matemático y filósofo Gaspar Lax. Me formé en la Corte de Don Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico.

Fui amigo personal de la Reina Doña Juana I de Castilla.

Mi padre, Don Juan de Borja, me concedió el título de barón de Llombay mientras que el Emperador me nombró Gentilhombre de la Casa de Borgoña.

En 1529 casé con Doña Leonor de Castro, dama de la Emperatriz Doña Isabel. Esta noble y bella señora, sin igual en toda corte europea, me nombró Caballerizo Mayor suyo y elevó mi baronía de Llombay a Marquesado.

Pero la emperatriz Doña Isabel murió prematuramente el 1º de mayo de 1539 en Toledo, con tan solo 36 años de edad. Bella como pudo demostrar el singular Tiziano. Ningún otro acontecimiento en vida me ha provocado tamaña impresión. El día de su muerte fue el día de mi conversión.

Una vez muerta doña Isabel, tuve que encabezar el funeral junto a su hijo Felipe, así como organizar la comitiva que habría de escoltar el cadáver de la emperatriz hasta su tumba en la Capilla Real de Granada, junto a los abuelos de su noble marido el emperador Carlos. Al llegar a la noble ciudad de Granada tuve que descubrir el féretro antes de su depósito definitivo en el sepulcro a fin de corroborar la identidad del cadáver. Cómo una mujer tan bella y tan joven pudo descomponerse de tamaña manera. Cómo es posible que su calavera aún mantuviera el rictus de su rostro en vida, no siendo los mismos ni su piel ni sus cabellos ni su humanísima mirada. Nunca volveré a servir a señor o señora que se me pueda morir.

Por tres veces renuncié al capello cardenalicio, porque nunca me atrajeron ni los ropajes ni las lisonjas ni las riquezas ni las influencias que estos procuran. Mis batallas siempre fueron otras: obediencia, pobreza y castidad, y el estudio atento de las criaturas con que Dios nos proveyó y la ordenación de todos los asuntos religiosos de la Orden Jesuita que tuvo a bien acogerme en su seno y a la que humildemente me debo en cuerpo y en alma.

El malhumorado de Don Alonso quiso dedicarme su atención y componer un retrato de mi cuerpo delgado y serio, cincuenta y dos años después de mi muerte, y mostrando en él los cinco elementos fundamentales que lo fueron de mi vida: el señor Jesucristo en forma de sol que ilumina las almas desde el cielo; el hábito jesuita, con el ceñidor a la cintura y el manteo sobre los hombros; los tres galeros cardenalicios arrojados en el suelo de la estancia, con los que algunos pretendieron tentarme como si fuera joven pretencioso y arrogante; la calavera coronada de la bella emperatriz doña Isabel, esposa amantísima de mi señor Don Carlos, y la seriedad en la mirada que me caracterizó durante todos y cada uno de mis años de vida.

El irascible de Don Alonso no supo dibujar mi rostro dado que él no llegó a conocerme en vida. No obstante sí que supo recoger en el lienzo las tribulaciones que me asolaron en Granada tras tener que contemplar el rostro desaparecido de Doña Isabel, mi señora. Años me llevé recordando sin quererlo ese rostro de muerte y no solo mientras velaba mis sueños. ¡Dios! ¿Por qué tuviste que diseñar una vida tan fugaz? ¿Por qué tuviste a bien arrebatar la vida a la más joven y bella y sabia de las reinas de Europa? ¿Qué temías? ¿Es que la querías solo para ti? ¿Cómo una vida tan prometedora y bella puede corromperse hasta dar lugar a la más asquerosa y mugrienta y negra de las pestilencias? ¡Qué poco vale la vida ante la muerte inmensa que la rodea por todos los lados! ¡Qué brecha de luz más estrecha en la obscuridad de la noche más oscura y más eterna! ¿De qué valen las promesas, los éxitos, los esfuerzos, los honores o los linajes? Nada de todo ello importa ante la inexplicable, la intransigente y la inexorable muerte. ¿Por qué vivir? ¿Para qué? ¿Por qué amar? ¿Para qué soñar? Nadie puede librarse de tu implacable mirada y no hay más.

lunes, 25 de marzo de 2024

Adioses:

 

El siguiente relato está dedicado a la escritora mejicana Daniela Tarazona. Es autora de al menos tres magníficas novelas: El beso de la liebre, El animal sobre la piedra y, más recientemente, Isla Partida. Esta última, Isla partida, es una joya literaria. Editada por Almadía en 2023, en su página 11 aparece la frase “Se fue con las manos desnudas para siempre”.


Se fue con las manos desnudas para siempre”.

(Daniela Tarazona, Isla partida. Madrid; Almadía Aljosan, S. L., 2023. Pág. 11.


Dos versos: un trisílabo y un endecasílabo. "Se fue con las manos desnudas para siempre", pronuncio lentamente. Avergonzado, pienso. ¿De qué o por qué? Con dudas me voy acercando a estas preguntas, tangencialmente; sin tocar el borde que describe la oración; con el mismo miedo que si me acercase al borde de un abismo. ¿Miedo a caer al precipicio? No creo que sea ese. Tal vez sea otro: ¿miedo a arrojarme al precipicio?

La oración se despliega en tres tramos distintos, pero igual de duros y firmes, insistiendo en los tres pasos en su radicalidad. Primero el paso del "se fue". Por sí mismo éste ya sería suficiente para iniciar la renuncia a todo. Cuando alguien, quienquiera, dice o escribe o piensa "se fue", indica que ya todo está concluido, que nada sigue conservando algún sentido, que nada es ya posible. ¿Por qué? Porque ya "se fue". No hay más. Se acabó. Se acabó lo que nunca quise que se acabase. De ahí su, o mí, desolación, la que queda tras la marcha definitiva, sin adiós que suavice la ausencia, la zanja abierta en mitad de la vida, el espejo que te devuelve tu rostro hueco, asimétrico, inútil.

El segundo tramo aparenta suavizar la marcha del primero. "Con las manos desnudas". Pero no lo consigue. Quien se va "con las manos desnudas", lo hace sin mirar atrás, sin querer nada de lo que ahí se queda, sin deudas. También sin anillos, como tú te fuiste, con tus manos desnudas. Sin ningún miedo a dejarse algo atrás o, más bien, queriéndolo dejar todo atrás. La vida, siempre lo dijiste, o es radical o no es vida.

Ese "con las manos desnudas" anticipa el paso final, atroz: "para siempre". "Para siempre" te fuiste, sin decir nada más, sin devolver la mirada, sin escuchar mis súplicas. Con todo perdido o ganado "para siempre". ¡Qué largo es este "siempre"! ¡Y qué corto cuando se dice!

Te fuiste, con tus manos desnudas, para siempre. Tú, a quien tanto amé y a quien sigo amando. Tal vez tú tampoco puedas olvidar el amor que yo sigo volcando hacia ti, hacia tus manos recordadas, hacia tus ojos recordados, hacia tu boca recordada, hacia tu cuerpo recordado. Tal vez. Pero yo me quedé con tu "siempre" y con su eco desde el instante en que te fuiste: desde entonces, desde siempre he sabido que tu marcha era definitiva, aunque intente, sin conseguirlo, alejar de mí este pensamiento.

Tampoco he podido olvidar algunos detalles que al principio me obsesionaron: cerraste la puerta al salir y dejaste tus llaves en el platillo del recibidor. Yo te dije: "Te dejas las llaves". Como había hecho cada vez que las olvidabas. Pero tú no debiste oírme o yo no había querido entender entonces que te marchabas "para siempre". Al principio, después de tu marcha, era yo quien llevaba tus llaves en mi bolsillo. Ya sabes, por si te veía por la calle y te las devolvía. Por si querías volver cuando quisieras, ya sabes, pensaba. Después, a las tres semanas, acabé por dejarlas de nuevo en el platillo del recibidor. Al fin y al cabo eran tuyas y tú las habías debajo ahí, en ese platillo que tanto nos gustó cuando lo compramos en un mercadillo de... ¡Qué más da, si ya nada de aquello existe! Porque te fuiste "para siempre", nada de aquello existe. Y aquello era todo. ¡Qué largo es este "siempre", verdad? También te dejaste olvidado tu bolso. Con tus cosas. Aún no he mirado en su interior. No puedo o no quiero. Tal vez ahí esté la clave de tu marcha o de tu huida, no sé. Por ello quizá no quiera mirarlo, porque no quiera saber nada. ¡Qué más da ya! ¡Qué más da nada después de un "siempre"!


Ya van para dos meses reflejándome en tu ausencia. Me parece que he sobrevivido muchos días desde tu marcha, pero me parecen pocas horas, si lo que necesitabas, me consuelo, era reflexionar. No vivo más que para que tu reflexión se produzca y pueda doblegar tus deseos de partir "para siempre". Ya sé que es inútil, yo que siempre ridiculizaba tus deseos de emprender aventuras imposibles o de defender causas inútiles. Tal vez tú te hayas ido "para siempre", pero yo no sé vivir sin ti o no quiero vivir sin ti. Creo que ya es lo mismo.


Te recuerdo a cada instante: cuando recojo la cocina, cuando tomo un café a la caída de la tarde, cuando leo un libro. Cada párrafo, cada línea te la leo a ti, para que tú me escuches, para que tú me entiendas. Ya sé que no me oyes, ya lo sé, me digo, pero...

Aún hago tu lado de la cama como a ti te gustaba: entremetiendo las sábanas debajo del colchón y doblando el embozo a la altura que tú definías milimétricamente.

A algunos animales les crece parte del cuerpo amputado tras una batalla. ¿También tú me crecerás de nuevo tras tu desgarro?


No puedo más. Con tu marcha dejando tus llaves, dejando tu bolso, te llevaste lo único a lo que no puedo renunciar. Tenías derecho a marcharte. Tú lo sabías y yo lo sabía. Pero tal vez no calculaste con acierto el daño de tus actos. Tú, que siempre fuiste tan previsora. Ya sé que no, que no es verdad esto que te cuento o que me cuento. Siempre viviste a tope, a fondo, radical, sin guardar fuerzas para volver, sabiendo que el único camino era siempre hacia adelante. Tal vez yo no pudiera seguir tu ritmo o no me quisiera alejar tanto o temiese no poder volver no sé adónde. Siempre fuiste audaz. Y, ahora, lo sé, sin mí, tu vuelo será alto. Por esto no te reprocho nada. Pero...


No puedo seguir así. Hacen seis meses desde tu marcha "para siempre". He dejado tus llaves en un cajón del armario, junto a tu bolso. He guardado tu ropa en el baúl del dormitorio. He intentado eliminar todo lo que me recuerda a ti, aunque aún voy por los bares donde te gustaba tomar una cerveza, ya sabes, por si te encuentro. Nadie sabe nada de ti y tal vez sea mejor así.