Am luat din nou paduchi, nici macar nu ma mai mira,
nu ma mai serie, nu-mi mai provoaca greata.
Doar ma mananca. (Mircea Cărtărescu: Solenoide).
“¿Cómo es posible?”. "¡No puede ser!". "¡Maldito!"
La primera interrogación se la iba planteando el desgraciado de Javier con verdadera desdicha cuando iba camino de Ranilla. Parecía verdaderamente que el individuo no entendía lo que había pasado. Y tal vez tuviera razón. ¿Cómo era posible que ese escritozuelo de tres al cuarto hubiera accedido a su estudio y le hubiera robado la novela que ya tenía impresa y preparada para llevarla a la editora? Esa ventana, sabíamos, cerraba mal y, claro, lo sabíamos todos. Pero no todos sabíamos que Javier estaba escribiendo una novela. Llevábamos muchas semanas sin verlo, pero esto no era algo nuevo. Alguno incluso llegó a preguntar por él. "¡Oye! ¿Sabéis algo de Javier? Hace semanas que no se le ve". Había preguntado hacía unos días Manuel, el Gasoil ¿o fue Geromo, el Japo? Pero ni el Gasoil ni el Japonés sabían nada de que el desgraciado de Javier estuviera escribiendo una novela.
El día anterior, por la tarde, algunos vieron cómo Javier marchaba rumbo a Ranilla. Más allá empezaba Nervión. Cuando el Desgracia tenía algún rato libre gustaba de ir hasta allá para visitar a algún amigo suyo. Solían encontrarse en alguna librería y allí pasaban minutos, horas conversando y discutiendo. Marisa, la de los ojitos grises, lo había visto entrar en la librería de viejos, a la que ella llamaba de muertos, y también lo había visto hojear algunos tomos. Después debió ver cómo Javier se sorprendía al leer, con letras grandes, al frente de un volumen grueso, el título de su propia novela: Solenoide. "¡No puede ser!", le pareció oír a Marisa. La cara del Desgracia mudó de rictus, contó más tarde. Sus ojos se inflamaron. Rayos le salían del cuerpo. Varias torres de libros cayeron por el suelo. Dijo también que Javier estaba fuera de sí. Solenoide, leyó otra vez y otra: Solenoide. Con mucho miedo, pero con mayor curiosidad, se atrevió a leer la contraportada donde pudo toparse con un breve resumen de la trama. Y, efectivamente, allí estaba su historia. Alguien le había robado su novela. No solo era el título. La trama era la misma. También el personaje princial era un maestro aburrido y cuarentón.
Javier leyó las primeras líneas, que eran, sorprendentemente, idénticas a las de su novela terminada solo hacía unos días. "He cogido piojos otra vez. Ni siquiera me sorprende, ya no me asusta, ya no siento asco. Solo me pica".
Leyó al azar algunas líneas más y pudo comprobar cómo ese miserable autor, autor, le había robado sus propios recuerdos de niño: "La primera enfermera de Grozovici, el muy ladino había cambiado los nombres porque había situado su historia en Bucarest, pero yo recordaba perfectamente el lugar exacto que yo había indicado en el texto, claro que lo recordaba, La primera enfermera de Grozovici, repitió, que, entrada la noche, me puso la inyección era guapa, rubia e iba muy arreglada, pero su sola presencia me hizo sentir pánico". Cómo había sido capaz este escritorzuelo rumano de robarme de esta manera. No podía creerlo. Si es que es verdad que soy un Desgracia, se decía Javier.
Incrédulo leyó en voz alta la última frase de su novela, ahora publicada por otro: "Nos quedaremos allí para siempre, a resguardo de las aterradoras estrellas".
"Maldito seas", rumano.
Cerró el tomo con fuerza y volvió a leer la portada. Ahí estaba el nombre del falso autor, del ladrón: Mircea Cărtărescu. En la contraportada, además de su nombre, aparecía su fotografía. "¡Qué feo! Pero si se peinaba igualito que cuando yo tenía diez años, el muy incapaz. Con la raya al lado. Y con bubles sobre las orejas y en el flequillo. Su pelo parecía grasiento, su rostro más cercano al del Neandertal, su frente pequeña, su mentón, en cambio, voluminoso. Su mirada, hacia adentro, era como la mía o como la que era la mía cuando yo era más joven. Y su sonrisa, no, ésta no era como la mía, porque la suya era falsa, falsa de falsedad.
Marisa, la de los ojitos grises, contó que Javier no paraba de leer, de llorar incrédulo por el robo de su novela. Cuando salió de la librería iba cruzando palabras sin sentido: "insecto", "ácaro", "Hilbert", "teseracto". Javier se había topado en esa librería, frente a ese volumen, con la "singurătatea incredibilă a vieții mele","la increible soledad de mi vida". Mientras se alejaba calle abajo iba diciendo: "haga lo que haga este maldito y miserable amo la literatura, la sigo amando, es un vicio del que no puedo escapar y que algún día me destruirá". Mientras pasaba por su lado la joven de ojos grises le dijo muy bajito: "tal vez, Desgracia, te haya destruido ya y tú aún no lo sepas".